"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

28 de febrero de 2019

LO QUE IMPORTA ES IR AL CIELO

— En la vida, lo verdaderamente importante es llegar al Cielo.
— El infierno existe
— Ser instrumento de salvación para muchos.
I. Entre todos los logros de la vida, uno solo es verdaderamente necesario: llegar hasta la meta que Dios mismo nos ha propuesto, el Cielo. Con tal de alcanzarlo debemos perder cualquier otra cosa, y apartar todo lo que se interponga en el camino, por muy valioso o atractivo que nos pueda parecer. Todo debe ser subordinado a la única meta de nuestra vida: llegar a Dios, y si algo en vez de ser ayuda es obstáculo, entonces habremos de rectificarlo o quitarlo. La salvación eterna –la propia y la del prójimo– es lo primero. Así nos lo dice el Señor en el Evangelio de la Misa1Si tu mano te escandaliza, córtala... Y si tu pie te escandaliza, córtalo... Y si tu ojo te escandaliza, sácalo... Más vale entrar manco, cojo o tuerto en el Reino que ser arrojado íntegro a la gehena del fuego, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga. Más vale privarse de algo tan necesario como la mano, el pie o el ojo que perder el Cielo, bien absoluto, con la visión beatífica de Dios por toda la eternidad. Mucho más si se trata de algo –como suele ocurrir– de lo que con un poco de buena voluntad se puede prescindir sin quebranto grave alguno.
Con estas imágenes tan gráficas el Señor nos enseña la obligación de evitar los peligros de ofenderle y el deber grave de apartar la ocasión próxima de pecado, pues el que ama el peligro, en él caerá2. Todo aquello que nos pone cerca del pecado debe ser echado fuera enérgicamente. No podemos jugar con nuestra salvación, ni con la del prójimo.
Muchas veces –y será lo normal para un cristiano que pretende agradar en todo a Dios– no serán obstáculos muy importantes los que habrá que remover, sino quizá pequeños caprichos, faltas de templanza en las que el Señor pide mortificar el gusto, falta de dominio en el carácter, excesiva preocupación por la salud o por el bienestar... Faltas más o menos habituales –pecados veniales, pero muy a tener en cuenta– que retrasan el paso, y que pueden hacer tropezar y aun caer en otras más importantes.
Si luchamos generosamente, si tenemos claro el fin de la vida, trataremos de rectificar con tenacidad esos obstáculos, para que dejen de serlo y se conviertan en verdaderas ayudas. Esto hizo el Señor muchas veces con sus Apóstoles: del ímpetu precipitado de Pedro formó la rocafirme sobre la que se asentaría la Iglesia; de la brusca impaciencia de Juan y de Santiago (les llamaban «hijos del trueno»), el celo apostólico de incansables predicadores; de la incredulidad de Tomás, un testimonio claro de su divinidad. Lo que antes era obstáculo, ahora se ha convertido en una gran ayuda.
II. La vida del cristiano ha de ser un continuo caminar hacia el Cielo. Todo debe ayudarnos para afianzar nuestros pasos en ese sendero: el dolor y la alegría, el trabajo y el descanso, el éxito y el fracaso... De la misma manera que en los grandes negocios y en las tareas de mucho interés se vigilan y se estudian hasta los menores detalles, así debemos hacer con el negocio más importante, el de la salvación. Al final de nuestro paso por la tierra encontramos esta única alternativa: o el Cielo (pasando por el Purgatorio si hemos de purificarnos) o el Infierno, el lugar del fuego inextinguible, del que el Señor habló explícitamente en muchos momentos.
Si el Infierno no tuviera una entidad real, y si no hubiera una posibilidad también real de que los hombres terminaran en él, Cristo no nos habría revelado con tanta claridad su existencia, y no nos habría advertido tantas veces, diciendo: ¡estad vigilantes! El demonio no ha renunciado a lograr la perdición de ningún hombre, de ninguna mujer, mientras peregrine en este mundo hacia su fin definitivo, de ninguno ha desistido, cualquiera que sea el puesto que ocupe y la misión que haya recibido de Dios.
La existencia de un castigo eterno, reservado a los que obren mal y mueran en pecado mortal, está ya revelada en el Antiguo Testamento3. Y en el Nuevo, Jesucristo habló del castigo preparado para el diablo y sus ángeles4, que sufrirán también los siervos malos que no cumplieron la voluntad de su señor5, las vírgenes necias que fueron halladas sin el aceite de las buenas obras cuando llegó el Esposo6, los que se presentaron sin el traje nupcial al banquete de bodas7, quienes ofendieron gravemente a sus hermanos8 o no quisieron ayudarles en sus necesidades materiales o espirituales9... El mundo se compara a una era en la que hay trigo juntamente con la paja, hasta el momento en el que Dios tomará en su mano el bieldo y limpiará la era, metiendo después el trigo en su granero y quemando la paja en un fuego que no termina10.
No es el Infierno una especie de símbolo para la exhortación moral, más a propósito para ser predicado en otros momentos históricos en los que la humanidad estaba menos evolucionada. Es una realidad dada a conocer por Jesucristo, tan tristemente objetiva que le llevó a mandarnos vivamente –como leemos en el Evangelio de la Misa– que dejáramos cualquier cosa, por importante que fuera, con tal de no parar allí para siempre. Es una verdad de fe, constantemente afirmada por el Magisterio; recuerda el Concilio Vaticano II, al tratar de la índole escatológica de la Iglesia: «debemos vigilar constantemente (...), no sea que como aquellos siervos malos y perezosos (cfr. Mt 25, 26) seamos arrojados al fuego eterno (cfr. Mt 25, 41), a las tinieblas exteriores en donde habrá llanto y crujir de dientes»11. La existencia del Infierno es una verdad de fe, definida por el Magisterio de la Iglesia12.
Sería un grave error no llevar este tema trascendental alguna vez a nuestra consideración o silenciarlo en la predicación, en la catequesis o en el apostolado personal. «La Iglesia tampoco puede omitir, sin grave mutilación de su mensaje esencial –advierte Juan Pablo II–, una constante catequesis sobre (...) los cuatro novísimos del hombre: muerte, juicio (particular y universal), infierno y gloria. En una cultura, que tiende a encerrar al hombre en su vicisitud terrena más o menos lograda, se pide a los Pastores de la Iglesia una catequesis que abra e ilumine con la certeza de la fe el más allá de la vida presente; más allá de las misteriosas puertas de la muerte se perfila una eternidad de gozo en la comunión con Dios o de pena lejos de Él»13. El Señor quiere que nos movamos por amor, pero, dada la debilidad humana, consecuencia del pecado original y de los pecados personales, ha querido manifestarnos a dónde conduce el pecado para que tengamos un motivo más que nos aparte de él: el santo temor de Dios, temor de separarnos del Bien infinito, del verdadero Amor. Los santos han tenido como un gran bien las revelaciones particulares que Dios les hizo acerca de la existencia del Infierno y de la enormidad y eternidad de sus penas: «fue una de las mayores mercedes que Dios me ha hecho –escribe Santa Teresa–, porque me ha aprovechado muy mucho, tanto para perder el miedo a las tribulaciones de esta vida, como para esforzarme a padecerlas y a dar gracias al Señor, que me libró, a lo que me parece, de males tan perpetuos y terribles»14.
Veamos hoy en esta oración si existe algo en nuestra vida, aunque sea pequeño, que nos separa del Señor, en lo que no luchamos como deberíamos; examinemos si huimos con prontitud y decisión de toda ocasión próxima de pecar; si pedimos con frecuencia a la Virgen que nos dé un profundo horror a todo pecado, también al venial, que causa tanto daño al alma: nos aleja de su Hijo, nuestro único Bien absoluto.
III. La consideración de nuestro fin último ha de llevarnos a la fidelidad en lo poco de cada día, a ganarnos el Cielo con los quehaceres y las incidencias diarias, a remover todo aquello que sea un obstáculo en nuestro caminar. También nos ha de llevar al apostolado, a ayudar a quienes están junto a nosotros para que encuentren a Dios y le sirvan en esta vida y sean felices con Él por toda la eternidad. Esta es la mayor muestra de caridad y de aprecio que podemos tener.
La primera forma de ayudar a los demás es la de estar atentos a las consecuencias de nuestro obrar y de las omisiones, para no ser nunca, ni de lejos, escándalo, ocasión de tropiezo para otros. El Evangelio de la Misa recoge también estas palabras de Jesús: Y al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le pongan al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y sea arrojado al mar. En otro momento ya había dicho el Señor: Es imposible que no sucedan escándalos; pero ¡ay de aquel que los causa!15. Pocas palabras encontramos en el Evangelio tan fuertes como estas; pocos pecados tan graves como el de causar la ruina de un alma, porque el escándalo tiende a destruir la obra más grande de Dios, que es la Redención, con la pérdida de las almas: da muerte al alma del prójimo quitándole la vida de la gracia, que es más preciosa que la vida del cuerpo. Los pequeños, para Jesús, son en primer lugar los niños, en cuya inocencia se refleja de una manera particular la imagen de Dios; pero también lo son esa inmensa muchedumbre de personas sencillas, con menos formación y, por lo mismo, más fáciles de escandalizar.
Ante las muchas causas de escándalo que diariamente se dan en el mundo, el Señor nos pide a sus discípulos desagravio y reparación por tanto mal, siendo ejemplos vivos que arrastren a otros a ser buenos cristianos, practicando la corrección fraterna oportuna, afectuosa, prudente, que ayude a otros a remediar sus errores o a que se separen de una situación dañosa para su alma, moviendo a muchos para que acudan al sacramento de la Penitencia, donde enderecen sus pasos torcidos. La realidad de la existencia del Infierno, que nos enseña la fe, es una llamada al apostolado, a ser para muchos instrumento de salvación.
Acudamos a la Virgen Santísima: iter para tutum!16, prepáranos, a nosotros y a todos los hombres, un camino seguro: el que termina en la eterna felicidad del Cielo.