— La fe y la obediencia son
indispensables en el apostolado.
— A todos nos llama el Señor para
seguirle de cerca
— Prontitud de los Apóstoles en
seguir al Señor.
También Él nos llama; nos dará las ayudas necesarias y purificará
nuestra vida y nuestro corazón para que seamos buenos instrumentos.
I. Narra San Lucas1 que estaba
Jesús junto al lago de Genesaret, donde tuvieron lugar tantos prodigios y
tantas gracias fueron derramadas por el Hijo de Dios. La multitud se apiñaba en
torno a Jesús de tal manera que le faltaba espacio para predicar. Subió
entonces a una barca y mandó que la separaran un poco para hablar a la
muchedumbre que permanecía en la orilla.
La barca desde la que predica el
Señor es la de Pedro, que ya conocía a Jesús y le había acompañado en alguno de
sus viajes. Cristo intencionadamente se mete en su barca, se va introduciendo
progresivamente en su vida y prepara su entrega definitiva como Apóstol. Como
en cualquier vocación, como en cualquier alma en la que Dios decide meterse
hondamente. Muchas gracias definitivas han tenido una larga historia, una
profunda preparación por parte de Dios; preparación tan discreta y amorosa que,
a veces, podemos confundirla con sucesos naturales, con acontecimientos normales2.
Ha terminado la predicación;
quizá Pedro se siente satisfecho de haber prestado su barca al Maestro. Podemos
pensarlo así. Y entonces, cuando Jesús acaba de hablar a la multitud, le dice a
Pedro que prepare los remos y que bogue mar adentro.
Aquel día no había sido bueno.
Jesús los había encontrado lavando las redes, después de una noche de trabajo
inútil. Debían de encontrarse cansados, pues el trabajo era duro. Las redes (de
400 a 500 metros cuadrados), formadas por un sistema que constituía como una
cortina de tres mallas de tres redes más pequeñas, han de arrojarse al fondo
del lago; el trabajo requería por lo menos cuatro hombres para faenar con cada
red.
Pedro dice al Señor que han
estado trabajando toda la noche y que no han logrado nada. «La contestación
parece razonable. Pescaban, ordinariamente, en esas horas; y, precisamente en
aquella ocasión, la noche había sido infructuosa. ¿Cómo pescar de día? Pero
Pedro tiene fe: no obstante, sobre tu palabra echaré la red (Lc 5, 5). Decide
proceder como Cristo le ha sugerido; se compromete a trabajar fiado en la
Palabra del Señor»3. A pesar del cansancio, a pesar de que no es un hombre de
mar el que da la orden de pescar, y a unos pescadores conocedores de la
inoportunidad de la hora para esa tarea y de la ausencia de peces, echarán
manos a las redes. Ahora por pura fe, por pura confianza en el Maestro; los
elementos que hacían o no aconsejable la pesca han quedado atrás. El motivo de
iniciar de nuevo el trabajo es la fe de Pedro en su Maestro. Simón confía y
obedece sin más.
En el apostolado, la fe y la
obediencia son indispensables. De nada sirven el esfuerzo, los medios humanos,
las noches en vela, la misma mortificación si pudiera separarse de su sentido
sobrenatural...; sin obediencia todo es inútil ante Dios. De nada serviría
trabajar con tesón en una obra humana si no contáramos con el Señor. Hasta lo
más valioso de nuestras obras quedaría sin fruto si prescindiéramos del deseo
de cumplir la voluntad de Dios: «Dios no necesita de nuestro trabajo, sino de
nuestra obediencia»4, enseña con rotunda expresión San Juan Crisóstomo.
II. Pedro llevó a cabo lo que el
Señor le había mandado, y recogieron tan gran cantidad de peces, que la red se
rompía. El fruto de la tarea que se hace guiados por la fe es abundantísimo.
Pocas veces –quizá ninguna– Pedro había pescado tanto como en aquella ocasión,
cuando todos los indicios humanos señalaban la inutilidad de la empresa.
Este milagro encierra una
enseñanza profunda: solo cuando se reconoce la propia inutilidad y se confía en
el Señor, utilizando a la vez todos los medios humanos disponibles, el
apostolado es eficaz y los frutos numerosos, pues «toda fecundidad en el
apostolado depende de la unión vital con Cristo»5.
Jesús contempla en aquellos peces
una pesca más copiosa a través de los siglos. Cada discípulo suyo será un nuevo
pescador que allegará almas al Reino de Dios. «Y en esa nueva pesca, tampoco
fallará toda la eficacia divina: instrumentos de grandes prodigios son los
apóstoles, a pesar de sus personales miserias»6.
Pedro está asombrado ante el
milagro. En un momento lo ha visto todo claro: la omnipotencia y sabiduría de
Cristo, su llamada y su propia indignidad. Se echó a los pies de Jesús en
cuanto atracaron, y le dijo: Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.
Reconoce la dignidad suma de Cristo, y sus propias miserias, su incapacidad
para llevar a cabo la misión que ya presiente; pero, a la vez, le ruega que le
tome con Él para siempre: sus defectos y poca valía no le separan de su misión.
Sabe ya que con Cristo lo puede todo. El Señor le quita entonces todo temor y
le desvela con entera claridad el nuevo sentido de su vida: no temas, de hoy en
adelante serán hombres los que has de pescar. Se vale Jesús de la imagen de su
oficio, donde ha ido a buscarlo, para descubrirle su misión de Apóstol. «La
experiencia de la santidad de Dios y de nuestra condición de pecadores no aleja
al hombre de Dios, sino que lo acerca a Él. Es más, el hombre convertido se
transforma en confesor y apóstol. Las intenciones de Dios le resultan cercanas
y amables. Y su vida asume el sentido y valor más pleno»7.
A todos nos llama el Señor para
ser apóstoles en medio del mundo: delante de un ordenador o empuñando un arado,
en la gran ciudad o en la pequeña villa, con cinco talentos o con tres; no
quiere Jesús seguidores suyos de segunda categoría. A todos nos llama para que,
con santidad de vida y ejemplaridad humana, seamos instrumentos suyos en un
mundo que parece huir de Él. «Todos los fieles, cualesquiera que sean su estado
y condición, están llamados por Dios, cada uno en su camino, a la perfección de
la santidad, por la que el mismo Padre es perfecto»8. Y a los laicos pertenece,
«por propia vocación, buscar el reino de Dios, tratando y ordenando según Dios
los asuntos temporales»9. Llama el Señor a los cristianos y a la mayoría los
deja en una ocupación profesional, para que allí le encuentren, realizando
aquella tarea con perfección humana y, a la vez, con sentido sobrenatural:
ofreciéndola a Dios, viviendo la caridad con todos, aprovechando las pequeñas
mortificaciones que se presentan, buscando la presencia de Dios...
III. La llamada de Dios –y a
todos nos llama– es en primer lugar iniciativa divina, pero exige
correspondencia humana: No me habéis elegido vosotros a Mí; sino que Yo os
elegí a vosotros10. Y quizá nos encontremos con que no somos dignos de estar
tan cerca de Cristo, o nos faltan condiciones para ser instrumentos de la
gracia. Es la situación de cada hombre que halla, en lo más profundo de su
alma, una fuerte e imperiosa llamada de Dios. Así, el Profeta Isaías –como nos
presenta la Primera lectura de la Misa11–, al experimentar la cercanía de la
majestad de Dios, exclama: ¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios
impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis
ojos al Rey y Señor de los Ejércitos. Pero Dios sabe de nuestra poquedad y,
como purificó a Isaías y a tantos hombres y mujeres que ha llamado a su
servicio, limpiará nuestros labios y nuestro corazón. Y voló hacia mí uno de
los serafines, con un ascua en la mano... y la aplicó a mi boca y me dijo:
Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu
pecado. A nosotros nos perdona en la Confesión, y nos purificamos
principalmente a través de la penitencia.
Y ellos -sigue narrando el
Evangelio-, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.
Después de haber contemplado a Cristo, no tenían ya mucho que pensar.
Ordinariamente, las firmes decisiones que transforman una vida no son fruto de
muchos cálculos. La vida de Pedro tendría desde entonces un formidable
objetivo: amar a Cristo y ser pescador de hombres. Todo lo demás en su
existencia sería medio e instrumento para ese fin. «También a nosotros, si
luchamos diariamente por alcanzar la santidad cada uno en su propio estado
dentro del mundo y en el ejercicio de la propia profesión, en nuestra vida
ordinaria, me atrevo a asegurar que el Señor nos hará instrumentos capaces de
obrar milagros y, si fuera preciso, de los más extraordinarios»12.
El Señor se dirige también a cada
uno para que nos sintamos urgidos a seguirle de cerca como discípulos fieles en
medio de nuestras tareas, y a realizar en el propio ambiente una audaz labor
apostólica, llena de fe en la palabra de Jesús: «“Duc in altum”. —¡Mar adentro!
—Rechaza el pesimismo que te hace cobarde. “Et laxate retia vestra in capturam”
—y echa tus redes para pescar.
»¿No ves que puedes decir, como
Pedro: “in nomine tuo, laxabo rete” —Jesús, en tu nombre, buscaré almas?»13.
Contemplando la figura de Pedro,
le podemos decir a Jesús nosotros también: Apártate de mí, Señor, que soy un
pobre pecador. Y a la vez le rogamos que jamás nos separemos de Él, que nos
ayude a meternos, hondamente, mar adentro, en su amistad, en la santidad, en un
apostolado abierto, sin respetos humanos, lleno de fe, porque en nuestra
oración personal sabemos oír la voz del Señor, que nos anima y nos urge a
llevarle almas. «Y, sin que tú encuentres motivos, por tu pobre miseria, los
que te rodean vendrán a ti, y con una conversación natural, sencilla –a la
salida del trabajo, en una reunión de familia, en el autobús, en un paseo, en
cualquier parte– charlaréis de inquietudes que están en el alma de todos,
aunque a veces algunos no quieran darse cuenta: las irán entendiendo más,
cuando comiencen a buscar de verdad a Dios.
»Pídele a María, Regina
apostolorum, que te decidas a ser partícipe de esos deseos de siembra y de
pesca, que laten en el Corazón de su Hijo. Te aseguro que, si empiezas, verás,
como los pescadores de Galilea, repleta la barca. Y a Cristo en la orilla, que
te espera. Porque la pesca es suya»14.