"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

18 de julio de 2019

EL YUGO DEL SEÑOR ES LLEVADERO

— Jesucristo nos libera de las cargas más pesadas.
— Hemos de contar con el peso del dolor, las contradicciones y los obstáculos.
— Deportividad, reciedumbre y alegría para afrontar lo menos agradable

I. Venid a Mí todos los fatigados y agobiados –nos dice Jesús en el Evangelio de la Misa1–, y Yo os aliviaré. Se dirige a las multitudes que le siguen, maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor2, y las libera de los pesos que las agobian. Los fariseos las sobrecargaban de minuciosas prácticas insoportables3 y a cambio no les daban la paz en sus corazones.

Las cargas más pesadas de los hombres –enseña San Agustín– son los pecados. «Dice Jesús a los hombres que llevan cargas tan pesadas y detestables y que sudan en vano bajo ellas: Venid a Mí... y Yo os aliviaré. ¿Cómo alivia a los cargados con los pecados, sino mediante el perdón de los mismos?»4. Cada Confesión es liberadora, porque los pecados –aun los veniales– abruman y oprimen. De este sacramento salimos restaurados, dispuestos de nuevo para luchar, llenos de paz. «Como si dijera: todos los que andáis atormentados, afligidos y cargados con la carga de vuestros cuidados y deseos, salid de ellos, viniendo a Mí, y Yo os recrearé, y hallaréis para vuestras almas el descanso que os quitan vuestras pasiones»5.

El Señor, a cambio de estas cargas del pecado, de la soberbia, de la falta de generosidad..., nos invita a compartir su propio yugo: Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera... Y comenta San Agustín: «Esta carga no es un peso para quien la lleva, sino alas para quien va a volar»6. Son un dulce peso los compromisos propios de nuestra vocación cristiana y aquella parte de la Cruz que a cada uno toca llevar; y esta amable carga nos permite remontarnos hasta Dios mismo.

Junto a Cristo, además, las dificultades y los obstáculos normales que se encuentran en la vida de todo hombre adquieren un sentido bien diferente. En vez de ser «nuestra cruz» se convierten en la Cruz de Cristo, con quien corredimimos, se purifican nuestras faltas y crecen las virtudes. Y, sin embargo, tantas veces, a nuestro alrededor se alza la voz de gente buena, pero sin fe viva, inmersa en la comodidad, que no entiende el sacrificio. «Ese camino es muy difícil, te ha dicho. Y, al oírlo, has asentido ufano, recordando aquello de que la Cruz es la señal cierta del camino verdadero... Pero tu amigo se ha fijado solo en la parte áspera del sendero, sin tener en cuenta la promesa de Jesús: “mi yugo es suave”.

»Recuérdaselo, porque –quizá cuando lo sepa– se entregará»7, comprenderá mejor que él también ha sido llamado a la santidad.

Debemos proclamar a los cuatro vientos que el camino que sigue de cerca las pisadas de Cristo es un camino lleno de alegría, de optimismo y de paz, aunque estemos siempre cerca de la Cruz. Y precisamente de esas tribulaciones, llevadas por Dios, sacaremos los mayores frutos. «Acuérdate –nos aconseja San Francisco de Sales– que las abejas en el tiempo que hacen la miel comen y se sustentan de un mantenimiento muy amargo; y que así nosotros no podemos hacer actos de mayor mansedumbre y paciencia, ni componer la miel de las mejores virtudes, sino mientras comemos el pan de la amargura y vivimos en medio de las aflicciones»8.

II. Es difícil, quizá imposible, encontrar a una persona que no tenga dolor, enfermedad, preocupaciones de un sentido o de otro. Al cristiano no le debe ocurrir lo que comenta San Gregorio Magno: «hay algunos que quieren ser humildes, pero sin ser despreciados; quieren contentarse con lo que tienen, pero sin padecer necesidad; ser castos, pero sin mortificar su cuerpo; ser pacientes, pero sin que nadie los ultraje. Cuando tratan de adquirir virtudes, y a la vez rehúyen los sacrificios que las virtudes llevan consigo, se parecen a quienes, huyendo del campo de batalla, quisieran ganar la guerra viviendo cómodamente en la ciudad»9. Sin dolor y sin esfuerzo no hay virtudes.

Hemos de contar con dificultades, con preocupaciones y con penas; en unas épocas se manifestarán de una forma más costosa, y en otras más liviana; pero junto a Cristo serán siempre llevaderas. Estas contradicciones –grandes o pequeñas–, aceptadas y ofrecidas a Dios, no oprimen; por el contrario, disponen al alma para la oración y para ver a Dios en los pequeños sucesos de la vida. El Señor no permitirá que nos llegue un dolor, ningún apuro, que no podamos sobrellevar acudiendo a Él en demanda de ayuda. Si alguna vez tropezamos con una contrariedad más grande, también el Señor nos dará una gracia mayor: «Si Dios te da la carga, Dios te dará la fuerza»10.

Mientras nos encontremos en la tierra hemos de contar con las dificultades como algo normal. San Pedro ya lo advertía a los primeros cristianos: carísimos, cuando Dios os pruebe con el fuego de las tribulaciones, no lo extrañéis como si os aconteciese una cosa muy extraordinaria11. No nos sorprendamos; precisamente por el camino de la Cruz pasa la senda de la felicidad y de la eficacia. El Señor permite con frecuencia que venga la contradicción sobre aquellos que más quiere para que den más fruto aún: todo sarmiento que unido a la vid da fruto, lo poda para que dé más fruto12. Pero nunca nos deja solos; Jesús está siempre junto a los suyos, especialmente cuando más se hace notar el peso de la vida.

III. Del Señor solo nos llegan bienes. Cuando permite el dolor, la contrariedad, problemas económicos o familiares..., es que desea para nosotros algo mejor.

Frecuentemente, Dios bendice a quienes más quiere con la Cruz y con su gracia para que sepan llevarla con garbo humano y sobrenatural. Cuando Santa Teresa, ya casi al final de su vida, se dirigía a una fundación, se encontró con caminos impracticables y los ríos desbordados por las inundaciones. Después de pasar la noche, enferma y fatigada, en una posada tan pobre que no tenía ni camas13, decidió proseguir su viaje, porque el Señor así se lo pedía. Él le había dicho: «No hagas caso de estos fríos, que Yo soy la verdadera calor. El demonio pone todas sus fuerzas para impedir esa fundación; ponlas tú de mi parte porque se haga y no dejes de ir en persona, que se hará gran provecho»14. Lo cierto es que al día siguiente la Santa decidió atravesar el río Arlanzón en unas condiciones tales que cuando llegó la caravana a la orilla del río, no se veía más que una inmensa sabana de agua sobre la cual apenas se distinguían los pontones de madera15. Los que estaban en la orilla vieron cómo su carruaje oscilaba y quedaba suspendido al borde de la corriente. Teresa saltó, con el agua hasta las rodillas, pero como estaba poco ágil se lastimó. Se dirigió entonces al Maestro en tono amablemente quejoso: «¡Señor, entre tantos daños y me viene esto!». Y Jesús le respondió: «Teresa, así trato Yo a mis amigos». Y la Santa, llena de ingenio y de amor, le contestó: «¡Ah, Señor, por eso tenéis tan pocos!»16. Después, todos estaban contentos, «porque en pasando el peligro era recreación hablar de él»17.

Quiere el Señor que llevemos las contradicciones con paz, con reciedumbre, con alegría y confianza en Él, sabiendo que «nunca falló a sus amigos», especialmente si estos solo pretenden hacer Su voluntad. Junto al Sagrario –mientras le decimos quizá: Adoro te devote, latens deitas, te adoro con devoción, deidad escondida– comprobaremos que, aun en los casos más difíciles y apurados, la carga junto a Cristo se hace ligera y su yugo suave. Él nos ayuda a tener paciencia y a hacer frente a los obstáculos con espíritu deportivo y siempre que sea posible con buen humor, como hicieron los santos. Con esta actitud llevamos un gran bien a nuestra alma y a todos aquellos que viven cerca de nosotros.

Deportividad y alegría para afrontar todo aquello que nos es contrario o menos agradable, lo que se opone a nuestros planes o produce pesar y dolor. Y también sencillez y humildad para no inventarse problemas y dolores que no existen en la realidad, para dejar a un lado suspicacias, para no complicarse falsamente la vida. Porque, aunque los obstáculos sean reales y se deba contar con ellos, en ocasiones se corre el riesgo de desorbitarlos, dándoles excesiva importancia. Puede ocurrir que alguna vez se piense que nada se hace bien, que todo va de mal en peor, que se es ineficaz en el apostolado, que el ambiente influye demasiado para ir contra corriente... Es una visión deformada de las cosas, quizá por no contar con la verdadera realidad: somos hijos de Dios, y jamás nos faltará la gracia para salir adelante con un mayor bien. Junto a Él y con la protección de Santa María, refugium nostrum et virtus, refugio y fortaleza nuestra, sabremos matizar y definir aquello que va menos bien, pediremos ayuda en la dirección espiritual y lo que nos parecía tan costoso se hará llevadero. Este espíritu optimista, alegre y lleno de fortaleza es imprescindible para adelantar en el amor a Dios y para llevar a cabo toda labor de apostolado. El alma envuelta en dificultades se enrecia, se hace generosa y paciente. En los obstáculos hemos de ver siempre la gran ocasión de hacernos fuertes y de amar más.