1. Cristo es rechazado por los de su propia casa.
2. La fuerza de Dios se realiza en nuestra debilidad.
3. La semilla ha de morir para dar paso a la
1. Celebramos hoy la fiesta de san Esteban, protomártir. No puede dejar de llamar fuertemente la atención que la primera festividad, justo después de la Natividad del Señor, sea la de un mártir.
El 31 de diciembre consideraremos las palabras del Prólogo del Evangelio de Juan: «El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 9-11).
Puede parecer un poco desalentador que, después de estar preparando con tanta ilusión la llegada de la luz al mundo, el primer día después de su venida, la liturgia nos recuerde que muchos no la van a recibir. Y, sin embargo, con las fiestas que siguen a la Natividad, esa constatación se sitúa en un contexto que nos ayuda a verla con más perspectiva.
Dice Juan que el Verbo vino a su casa, pues el mundo se hizo por él. El Verbo ya está presente en todo lo creado, pero ahora viene de un modo nuevo, encarnado. Y, si antes los hombres habían recibido la vida, ahora quien empieza a estar entre nosotros es la Vida misma, que ha tomado nuestra carne. Él es la Palabra del Padre, que se hace lo más cercana posible a nosotros: en Jesucristo, verdadero hombre, habita la plenitud de la divinidad (Col 2, 9).
En él comenzamos a comprender con claridad a lo que estamos llamados. Pero, incomprensiblemente, el rechazo a la luz se repite una y otra vez. El largo discurso de Esteban, antes de ser lapidado, es un triste repaso por esa historia de las bondades divinas y del rechazo del Pueblo (Hch 7, 1-53). Es más; esta es, en definitiva, la trama de todo el libro de los Hechos de los Apóstoles: a través de Pablo, el evangelio llega hasta el corazón del mundo, desde donde luego se expandirá a todas partes, pero la historia de su predicación está marcada por un endurecimiento progresivo del corazón de los judíos y por una apertura, creciente, sí, pero dificultosa, del corazón de los paganos. No todos se comportan así, ciertamente, pero la impresión general es la de que rehacer algo que se ha roto va a ser largo y costoso.
2. Los primeros cristianos llevaron la luz de Cristo por el mundo ofreciendo sus vidas. Esa misma luz les dio una fe profunda y les hizo fuertes, les «capacitó», como dice san Pablo (1 Tm 1, 12), para la tarea que emprendían: «Esteban, lleno de gracia y poder, realizaba grandes prodigios y signos en medio del pueblo. Unos cuantos de la sinagoga llamada de los libertos, oriundos de Cirene, Alejandría, Cilicia y Asia, se pusieron a discutir con Esteban; pero no lograban hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que hablaba» (Hch 6, 8-10).
En Esteban se hará realidad eso que había dicho el Señor: «Cuando os conduzcan para entregaros, no os preocupéis por lo que habréis de decir; decid lo que se os inspire en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu Santo» (Mc 13, 11). Su muerte fue siembra. Pablo, presente en la lapidación de Esteban, quizá porque era él el que lideraba al grupo que lapidaba, dirá, después de haber experimentado él mismo el rechazo y la persecución: «Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros. Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados, llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.
Pues, mientras vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte por causa de Jesús; para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal (2 Co 4, 7-11); tres veces le he pedido al Señor que lo apartase de mí y me ha respondido: “Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad”. Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte (2 Co 12, 8-10); en adelante, que nadie me moleste, pues yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús (Ga 6, 17).
3. San Pablo meditó muy a menudo sobre la relación entre la vida y la muerte por amor. La imagen de la semilla es muy gráfica: algo debe morir para que haya vida, esto es, para que aparezca la planta que está en la semilla.
Para que nuestro cuerpo crezca, algo debe quedar atrás. Eso es, a su vez, imagen de lo que pasa con el alma, con toda la persona, con el crecimiento de la Iglesia. El reino de Dios se expande en lo escondido, sin que nadie lo vea, como la semilla que germina mientras el agricultor duerme (Mc 4, 27).
Así, el evangelio se difunde por todo el mundo a través de la entrega generosa de quienes lo llevan y lo hacen vida (1 Ts 1, 8). Cristo sacó de la muerte vida. Porque murió por amor y, al hacerlo, destruyó el poder de la muerte (1 Co 15, 26). Ese es el camino cristiano, morir por amor, en lo grande y en lo pequeño, en el día a día: «Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 P 2, 21), y esto hasta poder decir: «A tus manos encomiendo mi espíritu» (Sal 31, 6). El que persevere en el amor hasta el final alcanzará la corona (Ap 3, 11-12).