"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

7 de enero de 2020

LA HUIDA A EGIPTO

— Obediencia y fortaleza de José. Confianza en Dios.
— Otras virtudes que hemos de imitar de José
— Fortaleza en nuestra vida ordinaria.

I. Los Magos se habían marchado. La Virgen y San José comentarían gozosos los acontecimientos de aquella jornada. Después, en medio de la noche, se despertó María a la llamada de José. Este le comunicó la orden del Ángel: Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y estate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo1. Era la señal de la Cruz al término de un día repleto de felicidad.

María y José salieron de Belén apresuradamente, abandonando muchas cosas necesarias que no podían llevar consigo en un largo y difícil viaje, con el sobresalto además de una huida ante la amenaza de muerte. Es un profundo misterio, asombrosamente real, que el Hijo de Dios hecho hombre buscó refugio, lloró y durmió en brazos de María y de José.

No pudo ser cómodo el viaje: varias jornadas de andadura por caminos inhóspitos, con el temor de ser alcanzados en la fuga, y el cansancio y la sed. La frontera de Egipto, tras la cual Herodes ya nada podía hacer, estaba aproximadamente a una semana de distancia al paso que ellos podían avanzar, sobre todo si siguieron, como es lo más seguro, los caminos menos frecuentados. Fue un viaje extenuante, a través de regiones desérticas. Dios Padre no quiso ahorrar fatigas a los seres que más quería. Quizá, para que también nosotros entendiéramos que de las dificultades podemos sacar mucho bien. Y para que supiéramos que estar cerca de Dios no significa ausencia de dolor y de dificultades. Dios solo nos ha prometido serenidad y fortaleza para afrontarlas.

Con prisa siguieron el camino que el Ángel les había indicado, cumpliendo en todas las circunstancias la voluntad de Dios. «José no se escandalizó ni dijo: eso parece un enigma. Tú mismo hacías saber no ha mucho que Él salvaría a su pueblo, y ahora no es capaz ni de salvarse a sí mismo, sino que tenemos necesidad de huir, de emprender un viaje y sufrir un largo desplazamiento: eso es contrario a tu promesa. José no discurre de este modo, porque es un varón fiel»2.

Obedeció sin más, con fortaleza para hacerse cargo de la situación y para poner los medios a su alcance, confiando plenamente en que Dios no le dejaría solo. Así hemos de hacer nosotros en situaciones difíciles, quizá extremas, cuando nos cueste ver la mano providente de Dios Padre en nuestra vida o en la de quienes más apreciamos. O se nos pide algo que pensamos que no somos capaces de dar. Al día siguiente de su elección como Papa, decía Juan Pablo I: «Ayer por la mañana yo fui a la Sixtina a votar tranquilamente. Jamás hubiera imaginado lo que iba a suceder. Apenas había comenzado el peligro para mí, los dos colegas que estaban a mi lado me susurraron palabras de aliento. Uno dijo: “¡Animo!, si el Señor da un peso, da también la ayuda para llevarlo”»3.

II. Tras una larga y penosa travesía llegaron María y José con el Niño a su nuevo país. Por aquel tiempo residían en Egipto muchos israelitas, formando pequeñas comunidades; se dedicaban principalmente al comercio. Es de suponer que José se incorporó con su Familia a una de estas comunidades, dispuesto a rehacer una vez más su vida con lo poco que había podido traer desde Belén. Con todo, llevaba consigo lo más importante: a Jesús, a María, y su laboriosidad y empeño por sacarles adelante a costa de todos los sacrificios del mundo. Aunque aquellos judíos fueran de su patria, nunca llegaron a saber la inmensa suerte que habían tenido. Estaba con ellos el soberano de la casa de Israel, el verdadero Redentor, que libertaba no solo de la esclavitud de Egipto, sino también de algo inmensamente peor que toda esclavitud humana: el pecado. En Él confluía toda la historia de su pueblo.

San José es para nosotros ejemplo de muchas virtudes: de obediencia inteligente y rápida, de fe, de esperanza, de laboriosidad... También de fortaleza, tanto en medio de grandes dificultades como en situaciones ordinarias por las que pasa un buen padre de familia. En Egipto comenzó como pudo, pasando estrecheces, realizando al principio todo tipo de trabajos, procurando a María y a Jesús un hogar y sosteniéndolos, como siempre, con el trabajo de sus manos, con una laboriosidad incansable.

Ante las contrariedades que podamos padecer, si el Señor las permite, hemos de contemplar la figura llena de fortaleza de San José y encomendarnos a Él como han hecho muchos santos. De su intercesión eficaz dice Santa Teresa: «No me acuerdo hasta ahora haberle encomendado cosa alguna que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este bienaventurado santo, de los peligros que me ha librado, ansí de cuerpo como de alma; que a otros santos parece le dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad, a este glorioso santo tengo experiencia que socorre en todas y que quiere el Señor darnos a entender que ansí como le fue sujeto en tierra –que como tenía nombre de padre siendo ayo, le podía mandar– ansí en el cielo hace cuanto le pide. Esto han visto otras algunas personas –a quien yo decía se encomendasen a él– también por experiencia, y ansí muchas que le son devotas, de nuevo han experimentado esta verdad»4.

III. Después de un tiempo, pasado el peligro, nada retenía ya a José en aquella tierra extraña, pero allí permaneció todo el tiempo sin otra razón que el cumplimiento fiel del mandato del Ángel: Estate allí hasta que yo te diga5. Y en Egipto permaneció sin disgusto ni protestas, paciente, realizando su trabajo como si jamás hubiera de salir de aquel lugar. ¡Qué importante es saber estar, permanecer donde se debe, ocupado en lo que a cada uno le compete, sin ceder a la tentación de cambiar continuamente de sitio! Para esto también se requiere fortaleza, que «nos conduce a saborear esa virtud humana y divina de la paciencia»6. «Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe hacer, según su conciencia; el que no mide el valor de una tarea exclusivamente por los beneficios que recibe, sino por el servicio que presta a los demás»7.

Hemos de pedir a San José que nos enseñe a ser fuertes no solo en casos extraordinarios y difíciles, como son la persecución, el martirio, o una gravísima y dolorosa enfermedad, sino también en los asuntos ordinarios de cada día: en la constancia en el trabajo, al sonreír cuando estamos serios, o en tener una palabra amable y cordial para todos. Necesitamos echar mano de la fortaleza para no ceder ante el cansancio, o la comodidad o la tranquilidad, para vencer el miedo a cumplir deberes que cuestan, etcétera.

«El hombre por naturaleza teme el peligro, las molestias, el sufrimiento. Por ello es necesario buscar hombres valientes no solamente en los campos de batalla, sino también en los pasillos de los hospitales o junto al lecho del dolor»8, en la tarea de cada día.

Un aspecto importante de esta virtud de la fortaleza es la firmeza interior para superar obstáculos más sutiles, como son la vanidad, la impaciencia, la timidez y los respetos humanos. También son manifestaciones de fortaleza: el olvido de sí, el no dar excesivas vueltas a los problemas personales para no desorbitarlos, el pasar ocultos y el servir a los demás sin hacerse notar.

En el apostolado esta virtud tiene muchas manifestaciones: hablar de Dios sin miedo al qué dirán, a cómo quedaré ante esas personas; comportarse siempre de modo cristiano, aunque choque con un ambiente paganizado; correr el riesgo de tener iniciativas para llegar a más gente, y esforzarse por llevarlas a la práctica.

Las madres de familia deberán ejercitar con frecuencia esta fortaleza de modo discreto y ordinariamente amable y paciente. Serán entonces la verdadera roca firme en la que se apoya toda la casa. «La Biblia no alaba a la mujer débil, sino a la mujer fuerte, cuando dice en el libro de los Proverbios: La ley de la dulzura está en su lengua (31, 6). Porque la dulzura es el punto más alto de la fortaleza.

»La mujer maternal tiene por privilegio esta función discreta y capital: saber atender, saber callarse, ser capaz, ante una injusticia o una debilidad, de cerrar los ojos, de excusar, de cubrir –obra de misericordia no menos bienhechora que cubrir la desnudez del cuerpo– (...)»9.

Aprendamos hoy de San José a sacar adelante, con reciedumbre y fortaleza, todo lo que, de modo ordinario, el Señor nos encomienda: familia, trabajo, apostolado, etc., contando con que lo habitual será que encontremos obstáculos, superables siempre con la ayuda de la gracia.