Hoy día de San Valentín, os dejamos con algunos escritos de San Josemaría para los enamorados, que culminan este Amor en la familia. En el matrimonio. San Valentín es amor, un Amor en mayusculas, Es este fuego que nunca se apaga y que dura hasta la eternidad.
Con frecuencia san Josemaría
afirmaba: "Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos
luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia". Recogemos algunos
textos de su predicación para meditar sobre el matrimonio y su riqueza.
Con frecuencia san Josemaría
afirmaba: "Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos
luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia". Recogemos algunos
textos de su predicación para meditar sobre el matrimonio y su riqueza.
La paz de sabernos amados por
nuestro Padre Dios, incorporados a Cristo, protegidos por la Virgen Santa
María, amparados por San José. Esa es la gran luz que ilumina nuestras vidas y
que, entre las dificultades y miserias personales, nos impulsa a proseguir
adelante animosos. Cada hogar cristiano debería ser un remanso de serenidad, en
el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un
cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y
vivida.
Es Cristo que pasa, 22
Dignidad y grandeza
El matrimonio está hecho para que
los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para
eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento
instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en
ese estado —con la gracia de Dios— todo lo necesario para ser santo, para
identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las
personas con las que convive.
Conversaciones, 91
Sacramento grande
El amor puro y limpio de los
esposos es una realidad santa que yo, como sacerdote, bendigo con las dos
manos. La tradición cristiana ha visto frecuentemente, en la presencia de
Jesucristo en las bodas de Caná, una confirmación del valor divino del
matrimonio: fue nuestro Salvador a las bodas —escribe San Cirilo de Alejandría—
para santificar el principio de la generación humana.
Es Cristo que pasa, 24
Fusión de almas y cuerpos
El matrimonio es un sacramento
que hace de dos cuerpos una sola carne; como dice con expresión fuerte la teología,
son los cuerpos mismos de los contrayentes su materia. El Señor santifica y
bendice el amor del marido hacia la mujer y el de la mujer hacia el marido: ha
dispuesto no sólo la fusión de sus almas, sino la de sus cuerpos. Ningún
cristiano, esté o no llamado a la vida matrimonial, puede desestimarla.
Es Cristo que pasa, 24
Formar un hogar
Los esposos cristianos han de ser
conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están
llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben
comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la
educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta
conciencia de la propia misión dependen en gran parte la eficacia y el éxito de
su vida: su felicidad.
Conversaciones, 91
Colaborar con Dios
Es importante que los esposos
adquieran sentido claro de la dignidad de su vocación, que sepan que han sido
llamados por Dios a llegar al amor divino también a través del amor humano; que
han sido elegidos, desde la eternidad, para cooperar con el poder creador de
Dios en la procreación y después en la educación de los hijos; que el Señor les
pide que hagan, de su hogar y de su vida familiar entera, un testimonio de
todas las virtudes cristianas.
Conversaciones, 93
Fidelidad como tarea
¿Matrimonio a prueba? ¡Qué poco
sabe de amor quien habla así! El amor es una realidad más segura, más real, más
humana. Algo que no se puede tratar como un producto comercial, que se
experimenta y se acepta luego o se desecha, según el capricho, la comodidad o
el interés.
Esa falta de criterio es tan
lamentable, que ni siquiera parece preciso condenar a quienes piensan u obran
así, porque ellos mismos se condenan a la infecundidad, a la tristeza, a un
aislamiento desolador, que padecerán cuando pasen apenas unos años. No puedo
dejar de rezar mucho por ellos, amarlos con toda mi alma, y tratar de hacerles
comprender que siguen teniendo abierto el camino del regreso a Jesucristo: que
podrán ser santos, cristianos íntegros, si se empeñan, porque no les faltará ni
el perdón ni la gracia del Señor. Sólo entonces comprenderán bien lo que es el
amor: el Amor divino, y también el amor humano noble; y sabrán lo que es la
paz, la alegría, la fecundidad.
Conversaciones, 105
Una conquista mutua
Para que en el matrimonio se
conserve la ilusión de los comienzos, la mujer debe tratar de conquistar a su
marido cada día; y lo mismo habría que decir al marido con respecto a su mujer.
El amor debe ser recuperado en cada nueva jornada, y el amor se gana con
sacrificio, con sonrisas y con picardía también.
Conversaciones, 107
Dedicar tiempo y empeño
Por eso, me atrevo a afirmar que
las mujeres tienen la culpa del ochenta por ciento de las infidelidades de los
maridos, porque no saben conquistarlos cada día, no saben tener detalles
amables, delicados. La atención de la mujer casada debe centrarse en el marido
y en los hijos. Como la del marido debe centrarse en su mujer y en sus hijos. Y
a esto hay que dedicar tiempo y empeño, para acertar, para hacerlo bien. Todo
lo que haga imposible esta tarea, es malo, no va.
Conversaciones, 107
Virtudes de la convivencia
Los matrimonios tienen gracia de
estado —la gracia del sacramento— para vivir todas las virtudes humanas y
cristianas de la convivencia: la comprensión, el buen humor, la paciencia, el
perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo importante es que no se abandonen,
que no dejen que les domine el nerviosismo, el orgullo o las manías personales.
Para eso, el marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la Sagrada
Familia a vivir con finura —por un motivo humano y sobrenatural a la vez— las
virtudes del hogar cristiano. Repito: la gracia de Dios no les falta.
Conversaciones, 108
La soberbia, el gran enemigo
Evitad la soberbia, que es el
mayor enemigo de vuestro trato conyugal: en vuestras pequeñas reyertas, ninguno
de los dos tiene razón. El que está más sereno ha de decir una palabra, que
contenga el mal humor hasta más tarde. Y más tarde —a solas— reñid, que ya
haréis en seguida las paces.
Es Cristo que pasa, 26
Donación recíproca
Amar es... no albergar más que un
solo pensamiento, vivir para la persona amada, no pertenecerse, estar sometido
venturosa y libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena... y a
la vez propia.
Surco, 797
Secretos del corazón
Las personas, cuando tienen el
corazón muy pequeño, parece que guardan sus afanes en un cajón pobre y
apartado.
Surco, 802
Alguno ha comparado el corazón a
un molino, que se mueve por el viento del amor, de la pasión...
Efectivamente, ese
"molino" puede moler trigo, cebada, estiércol... —¡Depende de
nosotros!
Surco, 811
Es un lujo poder escuchar a un
santo hablar sobre el matrimonio. No solo nos queda claro la importancia de
este sacramento dentro de la Iglesia, sino que nos recuerda que es autentico
camino de amor para llegar al cielo.
En una conferencia, una persona
le pregunta a San Josemaría por qué bendecía a los matrimonios. “¿Cómo no quieres
que bendiga el amor humano que Dios ha bendecido?” respondió él. Indicó que, si
este amor ha sido consagrado como sacramento, entonces él no ve razones para no
amar esta unión.
“Lo amo en el amor de los demás…
en la de mis padres, en la de ustedes los cónyuges…”, prosiguió después. A él,
como sacerdote, le tocó negarse este amor. Pero es feliz viendo a este
sacramento crecer y cumplir su cometido en el Plan de Dios.
Para terminar, da un consejo:
“Marido y mujer, pocas riñas eh…”. Si bien es comprensible que existan riñas en
el matrimonio, sugiere que estas no deben darse en frente de los niños. Que hay
que recordar que esto les da muy duro, y les genera mucho malestar. Mejor
discutir -si es necesario- cuando los niños hayan dormido.
Además, si de los dos uno es el
que tuvo razón en la pelea, es uno quien debe pedir perdón a la pareja por la
falta de paciencia. Y al final, siempre debe haber dulce reconciliación.
El matrimonio no es, para un
cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las
debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande
en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo, y, a la vez e inseparablemente,
contrato que un hombre y una mujer hacen para siempre, porque —queramos o no—
el matrimonio instituido por Jesucristo es indisoluble: signo sagrado que
santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita
a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la
tierra.
Los casados están llamados a
santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un
grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su
hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación
de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por
asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la
comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos
cristianos deben sobrenaturalizar.
La fe y la esperanza se han de
manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes,
que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el
cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a
compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose
de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro
cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a
pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en
montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta
la convivencia diaria.
Santificar el hogar día a día,
crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia: de eso se trata. Para
santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas virtudes cristianas; las
teologales en primer lugar y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad,
la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría... Hablando del matrimonio,
de la vida matrimonial, es necesario comenzar con una referencia clara al amor
de los cónyuges.
24
Santidad del amor humano
El amor puro y limpio de los
esposos es una realidad santa que yo, como sacerdote, bendigo con las dos
manos. La tradición cristiana ha visto frecuentemente, en la presencia de
Jesucristo en las bodas de Caná, una confirmación del valor divino del matrimonio:
fue nuestro Salvador a las bodas —escribe San Cirilo de Alejandría— para
santificar el principio de la generación humana.
El matrimonio es un sacramento
que hace de dos cuerpos una sola carne; como dice con expresión fuerte la
teología, son los cuerpos mismos de los contrayentes su materia. El Señor
santifica y bendice el amor del marido hacia la mujer y el de la mujer hacia el
marido: ha dispuesto no sólo la fusión de sus almas, sino la de sus cuerpos.
Ningún cristiano, esté o no llamado a la vida matrimonial, puede desestimarla.
Nos ha dado el Creador la
inteligencia, que es como un chispazo del entendimiento divino, que nos permite
—con la libre voluntad, otro don de Dios— conocer y amar; y ha puesto en
nuestro cuerpo la posibilidad de engendrar, que es como una participación de su
poder creador. Dios ha querido servirse del amor conyugal, para traer nuevas
criaturas al mundo y aumentar el cuerpo de su Iglesia. El sexo no es una
realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la
vida, al amor, a la fecundidad.
Ese es el contexto, el trasfondo,
en el que se sitúa la doctrina cristiana sobre la sexualidad. Nuestra fe no
desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay
aquí abajo. Nos enseña que la regla de nuestro vivir no debe ser la búsqueda
egoísta del placer, porque sólo la renuncia y el sacrificio llevan al verdadero
amor: Dios nos ha amado y nos invita a amarle y a amar a los demás con la
verdad y con la autenticidad con que El nos ama. Quien conserva su vida, la
perderá; y quien perdiere su vida por amor mío, la volverá a hallar, ha escrito
San Mateo en su Evangelio, con frase que parece paradójica.
Las personas que están pendientes
de sí mismas, que actúan buscando ante todo la propia satisfacción, ponen en
juego su salvación eterna, y ya ahora son inevitablemente infelices y
desgraciadas. Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás
—también en el matrimonio—, puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad
que es preparación y anticipo del cielo.
Durante nuestro caminar terreno,
el dolor es la piedra de toque del amor. En el estado matrimonial, considerando
las cosas de una manera descriptiva, podríamos afirmar que hay anverso y
reverso. De una parte, la alegría de saberse queridos, la ilusión por edificar
y sacar adelante un hogar, el amor conyugal, el consuelo de ver crecer a los
hijos. De otra, dolores y contrariedades, el transcurso del tiempo que consume
los cuerpos y amenaza con agriar los caracteres, la aparente monotonía de los
días aparentemente siempre iguales.
Tendría un pobre concepto del
matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas
dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces, cuando
los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera
naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un
afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte.
25
Esa autenticidad del amor
requiere fidelidad y rectitud en todas las relaciones matrimoniales. Dios,
comenta Santo Tomás de Aquino, ha unido a las diversas funciones de la vida
humana un placer, una satisfacción; ese placer y esa satisfacción son por tanto
buenos. Pero si el hombre, invirtiendo el orden de las cosas, busca esa emoción
como valor último, despreciando el bien y el fin al que debe estar ligada y
ordenada, la pervierte y desnaturaliza, convirtiéndola en pecado, o en ocasión
de pecado.
La castidad —no simple
continencia, sino afirmación decidida de una voluntad enamorada— es una virtud
que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida. Existe una
castidad de los que sienten que se despierta en ellos el desarrollo de la
pubertad, una castidad de los que se preparan para casarse, una castidad de los
que Dios llama al celibato, una castidad de los que han sido escogidos por Dios
para vivir en el matrimonio.
¿Cómo no recordar aquí las
palabras fuertes y claras que nos conserva la Vulgata, con la recomendación que
el Arcángel Rafael hizo a Tobías antes de que se desposase con Sara? El ángel
le amonestó así: Escúchame y te mostraré quiénes son aquellos contra los que
puede prevalecer el demonio. Son los que abrazan el matrimonio de tal modo que
excluyen a Dios de sí y de su mente, y se dejan arrastrar por la pasión como el
caballo y el mulo, que carecen de entendimiento. Sobre éstos tiene potestad el
diablo.
No hay amor humano neto, franco y
alegre en el matrimonio si no se vive esa virtud de la castidad, que respeta el
misterio de la sexualidad y lo ordena a la fecundidad y a la entrega. Nunca he
hablado de impureza, y he evitado siempre descender a casuísticas morbosas y
sin sentido; pero de castidad y de pureza, de la afirmación gozosa del amor, sí
que he hablado muchísimas veces, y debo hablar.
Con respecto a la castidad
conyugal, aseguro a los esposos que no han de tener miedo a expresar el cariño:
al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les
pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que
obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les diré también que las
relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por
tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos.
Cegar las fuentes de la vida es
un crimen contra los dones que Dios ha concedido a la humanidad, y una
manifestación de que es el egoísmo y no el amor lo que inspira la conducta.
Entonces todo se enturbia, porque los cónyuges llegan a contemplarse como
cómplices: y se producen disensiones que, continuando en esa línea, son casi
siempre insanables.
Cuando la castidad conyugal está
presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta
auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien
divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y
la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara.
Los esposos deben edificar su
convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber
traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener,
sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la
providencia divina: formar una familia numerosa, si tal fuera la voluntad de
Dios, es una garantía de felicidad y de eficacia, aunque afirmen otra cosa los
fautores equivocados de un triste hedonismo.
26
No olvidéis que entre los
esposos, en ocasiones, no es posible evitar las peleas. No riñáis delante de
los hijos jamás: les haréis sufrir y se pondrán de una parte, contribuyendo
quizá a aumentar inconscientemente vuestra desunión. Pero reñir, siempre que no
sea muy frecuente, es también una manifestación de amor, casi una necesidad. La
ocasión, no el motivo, suele ser el cansancio del marido, agotado por el
trabajo de su profesión; la fatiga —ojalá no sea el aburrimiento— de la esposa,
que ha debido luchar con los niños, con el servicio o con su mismo carácter, a
veces poco recio; aunque sois las mujeres más recias que los hombres, si os lo
proponéis.
Evitad la soberbia, que es el
mayor enemigo de vuestro trato conyugal: en vuestras pequeñas reyertas, ninguno
de los dos tiene razón. El que está más sereno ha de decir una palabra, que
contenga el mal humor hasta más tarde. Y más tarde —a solas— reñid, que ya
haréis en seguida las paces.
Pensad vosotras en que quizá os
abandonáis un poco en el cuidado personal, recordad con el proverbio que la
mujer compuesta saca al hombre de otra puerta: es siempre actual el deber de
aparecer amables como cuando erais novias, deber de justicia, porque
pertenecéis a vuestro marido: y él no ha de olvidar lo mismo, que es vuestro y
que conserva la obligación de ser durante toda la vida afectuoso como un novio.
Mal signo, si sonreís con ironía, al leer este párrafo: sería muestra evidente
de que el afecto familiar se ha convertido en heladora indiferencia.