— Mediadora ante el Mediador.
— Todas las gracias nos vienen por María.
— Un clamor continuo sube hasta la Madre del Cielo.
I. Uno solo es Dios -enseña San Pablo- y uno también el mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo en rescate por todos1.
La Virgen Nuestra Señora cooperó de modo singularísimo a la obra de Redención de su Hijo durante toda su vida. En primer lugar, el libre consentimiento que otorgó en la Anunciación del Ángel era necesario para que la Encarnación se llevara a cabo. Era, afirma Santo Tomás de Aquino2, como si Dios Padre hubiera esperado el asentimiento de la humanidad por la voz de María. Su Maternidad divina la hizo estar unida íntimamente al misterio de la Redención hasta su consumación en la Cruz, donde Ella estuvo asociada de un modo particular y único al dolor y muerte de su Hijo. Allí nos recibió a todos, en la persona de San Juan, como hijos suyos. Por eso, «la misión maternal de María no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien, sirve para demostrar su poder»3. Es la Mediadora ante el Mediador, que es Hijo suyo; se trata de «una mediación en Cristo»4 que, «lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta»5.
Ya en la tierra, Santa María ejerció esta maternal mediación al santificar a Juan el Bautista en el seno de Isabel6. Y también en Caná, a instancias de la Virgen, realizó Jesús su primer milagro7; un prodigio maternal que solucionó un pequeño problema doméstico en la boda a la que asistía invitada. San Juan señala los frutos espirituales de esta intervención: y sus discípulos creyeron en Él. La Virgen intercedería cerca de su Hijo –como todas las madres– en multitud de ocasiones que los Evangelios no han consignado. «Asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada. Por este motivo, la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora»8. Por la intercesión ante su Hijo, Nuestra Señora nos alcanza y nos distribuye todas las gracias, con ruegos que jamás pueden quedar defraudados. ¿Qué va a negar Jesús a quien le engendró y llevó en su seno durante nueve meses, y estuvo siempre con Él, desde Nazaret hasta su Muerte en la Cruz? El Magisterio nos ha enseñado el camino seguro para alcanzar todo lo que necesitamos. «Por expresa voluntad de Dios –enseña el Papa León XIII–, ningún bien nos es concedido si no es por María; y como nadie puede llegar al Padre sino por el Hijo, así generalmente nadie puede llegar a Jesús sino por María»9. No tengamos reparo alguno en pedir una y otra vez a la que se ha llamado Omnipotencia suplicante. Ella nos escucha siempre; también ahora.
No dejemos de poner ante su mirada benévola esas necesidades, quizá pequeñas, que nos inquietan en el momento presente: conflictos domésticos, apuros económicos, un examen, unas oposiciones, un puesto de trabajo que nos es preciso... Y también aquellas que se refieren al alma y que nos deben inquietar más: la lejanía de Dios o la correspondencia a la vocación de un pariente o de un amigo, la gracia para superar una situación difícil o adelantar en una virtud, el aprender a rezar mejor...
Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros... En el Cielo, muy cerca de su Hijo, Ella dirige nuestra oración ante Él, la endereza, si en algo iba menos recta, y la perfecciona.
II. Todas las gracias, grandes y pequeñas, nos llegan por María. «Nadie se salva, oh Santísima, si no es por medio de Ti. Nadie sino por Ti se libra del mal... Nadie recibe los dones divinos, si no es por tu mediación (...). ¿Quién, después de tu Hijo, se interesa como Tú por el género humano? ¿Quién como Tú nos protege sin cesar en nuestras tribulaciones? ¿Quién nos libra con tanta presteza de las tentaciones que nos asaltan? ¿Quién se esfuerza tanto como Tú en suplicar por los pecadores? ¿Quién toma su defensa para excusarlos en los casos desesperados?... Por esta razón, el afligido se refugia en Ti, el que ha sufrido la injusticia acude a Ti, el que está lleno de males invoca tu asistencia (...). La sola invocación de tu nombre ahuyenta y rechaza al malvado enemigo de tus siervos, y guarda a estos seguros e incólumes. Libras de toda necesidad y tentación a los que te invocan, previniéndoles a tiempo contra ellas»10.
Los cristianos, de hecho, nos dirigimos a la Madre del Cielo para conseguir gracias de toda suerte, tanto temporales como espirituales. Entre estas pedimos a Nuestra Señora la conversión de personas alejadas de su Hijo y, para nosotros, un estado de continua conversión del alma, una disposición que nos hace sentirnos en camino cada día, luchando por mejorar, por quitar los obstáculos que impiden la acción del Espíritu Santo en el alma. Su ayuda nos es necesaria continuamente en el apostolado; Ella es la que verdaderamente cambia los corazones. Por eso, desde la antigüedad, María es llamada «salud de los enfermos, refugio de los pecadores, consuelo de los afligidos, reina de los Apóstoles, de los mártires...». Su mano, generosa como la de todas las madres, es dispensadora de toda suerte de gracias, y aun, «en cierto sentido, de la gracia de los sacramentos; porque Ella nos los ha merecido en unión con Nuestro Señor en el Calvario, y nos dispone además con su oración a acercarnos a esos sacramentos y a recibirlos convenientemente; a veces hasta nos envía al sacerdote sin el cual esa ayuda sacramental no nos sería otorgada»11.
En sus manos ponemos hoy todas nuestras preocupaciones y hacemos el propósito de acudir a Ella diariamente muchas veces, en lo grande y en lo pequeño.
III. En la Virgen María se refugian los fieles que están rodeados de angustias y peligros, invocándola como Madre de misericordia y dispensadora de la gracia12. En Ella nos refugiamos nosotros todos los días. En el Avemaría, le rogamos muchas veces: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte...». Ese ahora es repetido en todo el mundo por millares de personas de toda edad y color, que piden la gracia del momento presente13. Es esta la gracia más personal, que varía con cada uno y en cada situación. Aunque alguna vez, sin querer, estemos algo distraídos, Nuestra Señora, que no lo está nunca y conoce nuestras necesidades, ruega por nosotros y nos consigue los bienes que necesitamos. Un clamor grande sube en cada instante, de día y de noche, a Nuestra Madre del Cielo: Ruega por nosotros pecadores, ahora... ¿Cómo no nos va a oír, cómo no va a atender estas súplicas? Desde el Cielo conoce bien nuestras necesidades materiales y espirituales, y como una madre llena de ternura ruega por sus hijos.
Cada vez que acudimos a Ella, nos acercamos más a su Hijo. «María es siempre el camino que conduce a Cristo. Cada encuentro con Ella se resuelve necesariamente en un encuentro con Cristo mismo. ¿Qué otra cosa significa el mismo recurso a María, sino un buscar entre sus brazos, en Ella y por Ella y con Ella a Cristo, nuestro Salvador?»14.
Es abrumadora la cantidad de motivos y razones que tenemos para acudir confiadamente a María, en la seguridad de que siempre seremos escuchados, recordándole que jamás se oyó decir, que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro socorro, haya sido abandonado de Vos. Animado con esta confianza, a Vos acudo, Virgen Madre de las vírgenes... Madre de Dios, no desechéis mis súplicas15.
En este mes de octubre, cercano ya, acudiremos a Ella rezando con más atención el Santo Rosario, como pide la Iglesia. En esta oración, la preferida de la Virgen16, no dejaremos de poner intenciones ambiciosas, con la seguridad de que seremos escuchados.