"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

7 de octubre de 2020

NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO*

 


— El Rosario, arma poderosa.

— Contemplar los misterios del Rosario.

— Las letanías lauretanas.


I. Y habiendo entrado donde ella estaba, le dijo: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo1. Con estas palabras el ángel saludó a Nuestra Señora, y nosotros las hemos repetido incontables veces en tonos y circunstancias bien diferentes.


En la Edad Media se saludaba a la Virgen María con el título de rosa (Rosa mystica) símbolo de alegría. Se adornaban sus imágenes como ahora con una corona o ramo de rosas (en latín medieval Rosarium), expresión de las alabanzas que nacían de un corazón lleno de amor. Y quienes no podían recitar los ciento cincuenta salmos del Oficio divino lo sustituían por otras tantas Avemarías, sirviéndose para contarlas de granos enhebrados por decenas o nudos hechos en una cuerda. A la vez, se meditaba la vida de la Virgen y del Señor. Esta oración del Avemaría, recitada desde siempre en la lglesia y recomendada frecuentemente por los Papas y Concilios en una forma más breve, adquiere más tarde su forma definitiva al añadírsele la petición por una buena muerte: ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. En cada situación, ahora, y en el momento supremo de encontrarnos con el Señor. Se estructuran también los misterios, contemplándose así los hechos centrales de la vida de Jesús y de María, como un compendio del año litúrgico y de todo el Evangelio. También se fijó el rezo de las letanías, que son un canto lleno de amor, de alabanzas a Nuestra Señora y de peticiones, de manifestaciones de gozo y de alegría.


San Pío V atribuyó la victoria de Lepanto, el 7 de octubre de 1571 con la cual desaparecieron graves amenazas para la fe de los cristianos, a la intercesión de la Santísima Virgen, invocada en Roma y en todo el orbe cristiano por medio del Santo Rosario, y quedó instituida la fiesta que celebramos hoy. Con este motivo, fue añadida a las letanías la invocación Auxilium christianorum. Desde entonces, esta devoción a la Virgen ha sido constantemente recomendada por los Romanos Pontífices como «plegaria pública y universal frente a las necesidades ordinarias y extraordinarias de la Iglesia santa, de las naciones y del mundo entero»2.


En este mes de octubre, que la Iglesia dedica a honrar a Nuestra Madre del Cielo especialmente a través de esta devoción mariana, hemos de pensar con qué amor lo rezamos, cómo contemplamos cada uno de sus misterios, si ponemos peticiones llenas de santa ambición, como aquellos cristianos que con su oración consiguieron de la Virgen esta victoria tan trascendental para toda la cristiandad. Ante tantas dificultades como a veces experimentamos, ante tanta ayuda como necesitamos en el apostolado, para sacar adelante a la familia y para acercarla más a Dios, en las batallas de nuestra vida interior, no podemos olvidar que, «como en otros tiempos, ha de ser hoy el Rosario arma poderosa, para vencer en nuestra lucha interior, y para ayudar a todas las almas»3.


II. El nombre de Rosario, en la lengua castellana, proviene del conjunto de oraciones, a modo de rosas, dedicadas a la Virgen4. También como rosas fueron los días de la Virgen: «Rosas blancas y rosas rojas; blancas de serenidad y pureza, rojas de sufrimiento y amor. San Bernardo aquel enamorado de Santa María dice que la misma Virgen fue una rosa de nieve y de sangre.


»¿Hemos intentado alguna vez desgranar su vida, día a día, en nuestras manos?»5. Eso hacemos al contemplar las escenas misterios de la vida de Jesús y de María que se intercalan cada diez Avemarías. En estas escenas del Rosario, divididas en tres grupos, recorremos los diversos aspectos de los grandes misterios de la salvación: el de la Encarnación, el de la Redención y el de la vida eterna6. En estos misterios, de una forma u otra, tenemos siempre presente a la Virgen. En el Santo Rosario no se trata solo de repetir las Avemarías a Nuestra Señora, que, como procuramos hacerlo con amor quizá poniendo peticiones en cada misterio o en cada Avemaría, no nos resultan monótonas. En esta devoción vamos también a contemplar los misterios que se consideran en cada decena. Su meditación produce un gran bien en nuestra alma, pues nos va identificando con los sentimientos de Cristo y nos permite vivir en un clima de intensa piedad: gozamos con Cristo gozoso, nos dolemos con Cristo paciente, vivimos anticipadamente en la esperanza, en la gloria de Cristo glorificado7.


Para realizar mejor esta contemplación de los misterios puede ser práctico detenerse «durante unos segundos tres o cuatro en un silencio de meditación, considerando el respectivo misterio del Rosario, antes de recitar el Padrenuestro y las Avemarías de cada decena»8; acercarnos a la escena como un personaje más, imaginar los sentimientos de Cristo, de María, de José...


Así, procurando con sencillez «asomarnos» a la escena que se nos propone en cada misterio, el Rosario «es una conversación con María que, igualmente, nos conduce a la intimidad con su Hijo»9. Nos familiarizamos en medio de nuestros asuntos cotidianos con las verdades de nuestra fe, y esta contemplación que podemos hacer incluso en medio de la calle, del trabajo, nos ayuda a estar más alegres, a comportarnos mejor con quienes nos relacionamos. La vida de Jesús, por medio de la Virgen, se hace vida también en nosotros, y aprendemos a amar más a Nuestra Madre del Cielo. ¡Qué ciertas son las verdades que así expresó el poeta!: «Tú que esta devoción supones // monótona y cansada, y no la rezas // porque siempre repite iguales sones... // tú no entiendes de amores y tristezas: // ¿qué pobre se cansó de pedir dones, // qué enamorado de decir ternezas?»10.


III. Después de contemplar los misterios de la vida de Jesús y de Nuestra Señora con el Padrenuestro y el Avemaría, terminamos el Santo Rosario con la letanía lauretana y algunas peticiones que varían según las regiones, las familias o la piedad personal.


El origen de las letanías se remonta a los primeros siglos del cristianismo. Eran oraciones breves, dialogadas entre los ministros del culto y el pueblo fiel, y tenían un especial carácter de invocación a la misericordia divina. Se rezaban durante la Misa y, más especialmente, en las procesiones. Al principio se dirigían al Señor, pero muy pronto surgen también las invocaciones a la Virgen y a los santos. Las primicias de las letanías marianas son los elogios llenos de amor de los cristianos a su Madre del Cielo y las expresiones de admiración de los Santos Padres, especialmente en Oriente.


Las que actualmente se rezan en el Rosario comenzaron a cantarse solemnemente en el Santuario de Loreto (de donde procede el nombre de letanía lauretana) hacia el año 1500, pero recogen una tradición antiquísima. Desde allí se extendieron a toda la Iglesia.


Cada título es una jaculatoria llena de amor que dirigimos a la Virgen y nos muestra un aspecto de la riqueza del alma de María. Estas invocaciones se agrupan según las principales verdades marianas: maternidad divina, virginidad perpetua, mediación, realeza universal y ejemplaridad y camino para todos sus hijos. Estas aclamaciones vienen expresadas en las primeras advocaciones, y son desarrolladas a continuación. Así, al invocarla como Sancta Dei Genitrix, profesamos explícitamente la maternidad; cuando la alabamos como Virgo virginum, reconocemos su virginidad perpetua, que la hace Virgen entre las vírgenes; al invocarla con el título de Mater Christi, profesamos su íntima e indisoluble unión con Cristo, verdadero Mediador y verdadero Rey, y la reconocemos, por tanto, como Reina y mediadora...


La Virgen es Madre de Dios y Madre nuestra, y es este el título supremo con que la honramos y el fundamento de todos los demás. Por ser Madre de Cristo, Madre del Creador y del Salvador, lo es de la Iglesia, de la divina gracia, es Madre purísima y castísima, intacta, incorrupta, inmaculada, digna de ser amada y de ser admirada.


En las letanías se recogen diversos aspectos de la virginidad perpetua de María: es Virgen prudentísima, digna de veneración, digna de alabanza, poderosa, clemente, fiel...


La Madre de Dios, Mediadora en Cristo11 entre Dios y los hombres, se prodiga continuamente en servicio nuestro. Nos es presentada además bajo tres bellísimos símbolos y otros aspectos de su mediación universal: la Virgen María es la nueva Arca de la alianza, la Puerta del Cielo a través de quien llegamos a Dios, es la Estrella de la mañana que nos permite siempre orientarnos en cualquier momento de la vida, Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores (¡tantas veces hemos tenido que recurrir a Ella!), Consoladora de los afligidos, Auxilio de los cristianos...


María es Reina de todo lo creado, de los cielos y de la tierra, porque es Madre del Rey del universo. La universalidad de este reinado comienza en los ángeles y sigue en los santos (los del Cielo y los que en la tierra buscan la santidad): Santa María es Reina de los ángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles, de los mártires, de los que confiesan la fe, de las vírgenes, de todos los santos. Termina con cuatro títulos de realeza: es Reina concebida sin pecado, asunta al Cielo, del santísimo Rosario y de la paz.


Después de invocarla como ejemplo acabado y perfecto de todas las virtudes, sus hijos la aclamamos con estos símbolos y figuras de admirable ejemplaridad: Espejo de santidad, Trono de sabiduría, Causa de nuestra alegría, Vaso espiritual, Vaso honorable, Vaso insigne de devoción, Rosa mística, Torre de David, Torre de marfil y Casa de oro.


Al detenernos despacio en cada una de estas advocaciones podemos maravillarnos de la riqueza espiritual, casi infinita, con que Dios la ha adornado. Nos produce una inmensa alegría tener una Madre así, y se lo decimos muchas veces a lo largo del día. Cada una de las advocaciones de las letanías nos puede servir como una jaculatoria en la que le decimos lo mucho que la amamos, lo mucho que la necesitamos.

*Esta fiesta fue instituida por San Pío V para conmemorar y agradecer a la Virgen su ayuda en la victoria sobre los turcos en Lepanto, el 7 de octubre de 1571. Es famoso su Breve Consueverunt (14-IX-1569), que vio en el Rosario un presagio de aquella victoria. Clemente XI extendió la fiesta a toda la Iglesia el 3-X-1716. León XIII le otorgó un mayor rango litúrgico y publicó nueve admirables Encíclicas sobre el Rosario. Con San Pío X quedó definitivamente la fecha de su celebración el 7 de octubre. La celebración de este día es una invitación para todos a rezar y meditar los misterios de la vida de Jesús y de María, que se contemplan en esta devoción mariana.