— La naturaleza entera alaba a Dios.
— Preparación y acción de gracias de la Misa.
— Jesús viene a visitarnos en la Comunión.
I. Rocíos y escarchas, bendecid al Señor. // Hielo y frío, bendecid al Señor. // Luz y tinieblas, bendecid al Señor...1.
Una de las lecturas de estos días nos narra diversos pasajes del Libro de Daniel, y los Salmos responsoriales recogen el bellísimo Canto llamado de los tres jóvenes (Trium puerorum), utilizado en la Iglesia desde la antigüedad como himno de acción de gracias, introducido primero en la Santa Misa, y después fuera de ella, para fomentar la piedad de los fieles2.
Cuando los tres jóvenes judíos fueron condenados a morir en un horno ardiendo por negarse a adorar la estatua de oro erigida por el rey Nabucodonosor, oraron al Dios de sus padres, al Dios de la Alianza, que manifestó su santidad y magnificencia en tantos prodigios sobre el pueblo de Israel, y cantaron este himno que «suena como una llamada dirigida a las criaturas a fin de que proclamen la gloria de Dios Creador»3; esta gloria está ante todo en Dios mismo y, mediante la obra de la Creación, brota del seno mismo de la Divinidad y, «en cierto modo, se traslada fuera: a las criaturas del mundo visible y del invisible, según su grado de perfección»4.
Comienza el himno con una invitación a todas las criaturas a dirigirse a su Creador: Obras todas del Señor, bendecid al Señor: alabadle y ensalzadle por todos los siglos de los siglos. Los ángeles del Cielo dirigen la alabanza. Luego, los cielos, donde está la lluvia5, y todos los cuerpos celestes, el sol y la luna, las estrellas, aguaceros y rocío, los vientos, fuego y calor, frío y helada, rocío y escarcha, helada y nieves, noches y días, luz y tinieblas, relámpagos y nubes son invitados a alabar al Señor. La tierra con sus montes y colinas, sus fuentes, sus mares y ríos, ballenas y peces y todo lo que se mueve en las aguas; las aves del cielo, las bestias todas y los ganados son instados a bendecir al Señor.
El hombre, rey de la Creación, aparece el último, y por este orden: todos los hombres en general, el pueblo de Israel, los sacerdotes, los ministros del Señor, el pueblo judío, los justos, los santos y humildes de corazón. Por último, los mismos jóvenes judíos fieles al Señor (Ananías, Azarías y Misael) son llamados a cantar alabanzas al Creador6.
Para la acción de gracias después de la Misa, se añadió desde antiguo a este Cántico el Salmo 150, último del Salterio, en el que también se convoca a todos los seres vivientes para bendecir al Señor. Laudate Dominum in sanctis eius... Alabad al Señor en su templo, alabadlo en todo su firmamento. Alabadlo por sus obras magníficas, por su inmensa grandeza. Alabadlo tocando trompas, con arpas y cítaras, con tambores y danzas... ¡Todo ser viviente alabe al Señor!
Nuestra vida cristiana debe ser toda ella como un canto vibrante de alabanza, lleno de adoración, acciones de gracias y entrega amorosa. Por eso, en la acción de gracias de la Comunión, mientras que tenemos en nuestro corazón al Señor de Cielo y tierra, nos unimos a todo el universo en su pregón de agradecimiento al Creador.
II. La vida entera, pero especialmente los momentos después de haber comulgado, es un tiempo de alegría y de alabanza a Dios. Para dar gracias al Señor nos podemos unir interiormente a todas las criaturas que, cada una según su ser, manifiestan su gozo al Señor. «Hay que cantar desde ahora –comenta San Agustín–, porque la alabanza a Dios hará nuestra dicha durante la eternidad y nadie sería apto para esta ocupación futura si no se ejercitara alabando en las condiciones de la vida presente. Cantemos el Aleluya, diciendo unos a otros: alabad al Señor; y así prepararnos el tiempo de la alabanza que seguirá a la resurrección»7. ¡Alabad al Señor...! Nos unimos a todos los seres de la tierra, y a los santos y «los ángeles y los arcángeles, y con todos los coros celestiales cantamos sin cesar el himno de tu gloria ...»8.
Te adoro con devoción, Dios escondido9, le decimos a Jesús en la intimidad de nuestro corazón después de haber comulgado. En esos momentos hemos de frenar las impaciencias y permanecer recogidos con Dios que nos visita. Nada hay en el mundo más importante que prestar a ese Huésped el honor y la atención que se merece. Si somos generosos con el Señor y cuidamos esos diez minutos en su compañía, llegará un tiempo –quizá ya ha llegado– en el que esperaremos con impaciencia la Santa Misa y el momento de la Comunión. Las almas de todos los tiempos que han estado cerca de Dios han esperado con impaciencia ese momento inefable en el que tan próximos estamos de Dios. Así ocurría a San Josemaría Escrivá: durante la mañana daba gracias por la Misa que había celebrado, y por la tarde preparaba la Misa del día siguiente. Y era tal su amor que incluso durante la noche, cuando se interrumpía su sueño, su pensamiento se dirigía hacia la Misa que iba a celebrar al día siguiente y, con el pensamiento, el deseo de glorificar a Dios a través de aquel Sacrificio único. De este modo, el trabajo y las mortificaciones, las jaculatorias y las comuniones espirituales, los detalles de caridad, iban dirigidos como preparación o como obsequio en acción de gracias10.
Examinemos hoy con qué amor acudimos nosotros a la Santa Misa, donde tributamos a Dios la alabanza suprema, y con qué atención y esmero cuidamos de esos minutos que estamos con Él. Es una cortesía que no debemos descuidar jamás.
III. El Evangelio de la Misa11 nos recuerda la venida gloriosa de Cristo al fin de los tiempos: Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad, ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo temblarán. Entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube, con gran poder y gloria, Ahora, en la Comunión, llega el mismo Hijo del Hombre a nuestro corazón para fortalecernos y llenarnos de paz. Viene como el Amigo tanto tiempo esperado. Y hemos de recibirlo como lo hicieron sus más íntimos: con la atención de María de Betania, con la alegría con que le acogió Zaqueo en su casa... «Parece que esto es lo correcto: si se recibe en casa a un amigo, a un invitado, se le atiende, es decir, se le da conversación, se le acompaña. No se le deja en la sala de visitas o en cualquier otro lugar de la casa, con el periódico, para que entretenga la espera hasta que nos venga bien atenderle. Sin duda sería de muy mala educación. Y si la persona que nos visitara fuera de tan gran categoría, que el solo hecho de venir a nuestra casa supusiera un honor muy por encima de nuestra condición y merecimientos, entonces la desatención no sería ya falta de educación, sino grosería incalificable»12. Hemos de tratar bien a Jesús, que tanto desea visitarnos en nuestra pobre casa. «Y no suele Su Majestad pagar mal la posada, si le hace buen hospedaje»13. Es una buena ocasión de unirnos a toda la Creación para alabar y dar gracias al Creador que, humilde, se queda sacramentalmente en nuestro corazón durante esos minutos.
La Iglesia, siempre Madre buena, nos ha aconsejado a sus hijos esas oraciones que han alimentado la piedad de tantos cristianos para ayudarnos, especialmente cuando nos sintamos pobres de palabras para dirigirnos a Jesús: el Himno Adoro te devote, el Trium puerorum, la Oración a Jesús Crucificado, las Invocaciones al Santísimo Redentor... Si al comulgar procuramos tener a mano algún devocionario –cuando sea posible– o algún Misal de los fieles, dispondremos de una buena ayuda para aprovechar ese tiempo que tanto va a influir luego a lo largo de todo el día. Muchas veces, la jornada depende de esos minutos junto a Jesús Sacramentado.
No dejemos de poner todos lo medios a nuestro alcance para mejorar nuestras disposiciones antes y después de haber comulgado. Cualquier esfuerzo que pongamos es siempre largamente recompensado. «Cuando recibas al Señor en la Eucaristía, agradécele con todas las veras de tu alma esa bondad de estar contigo.
»—¿No te has detenido a considerar que pasaron siglos y siglos, para que viniera el Mesías? Los patriarcas y los profetas pidiendo, con todo el pueblo de Israel: ¡que la tierra tiene sed, Señor, que vengas!
»—Ojalá sea así tu espera de amor».