— Paternidad de Dios.
— La participación en la paternidad divina.
— Apostolado y paternidad del espíritu.
I. Habla Jesús a las multitudes y a sus discípulos de la vanidad y deseos de gloria de los fariseos, que hacen sus obras para ser vistos de los hombres y apetecen los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos en las sinagogas, y los saludos en las plazas y que la gente les llame rabí. Pero solo hay un Maestro y un Doctor, Cristo. Y un solo Padre, el celestial1. De Cristo nace toda sabiduría; solo Él es «el Maestro que salva, santifica y guía, que está vivo, que habla, que exige, que conmueve, que endereza, juzga, perdona, camina diariamente con nosotros en la historia; el Maestro que viene y que vendrá en la gloria»2. La enseñanza de la Iglesia es la de Cristo, los maestros lo son en la medida en que son imagen del Maestro,
De manera semejante decimos que existe un solo Padre, el celestial, del que se deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra: ex quo omnis paternitas in caelis et in terra nominatur3. Dios tiene la plenitud de la paternidad, y de ella participaron nuestros padres al darnos la vida, y también han participado los que de alguna manera nos han engendrado a la vida de la fe. San Pablo escribe a los primeros cristianos de Corinto como a hijos queridísimos. Pues -les dice- aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, no tenéis muchos padres, porque yo os engendré en Cristo Jesús por medio del Evangelio. Por consiguiente, os suplico: sed imitadores míos4. Y aquellos primeros cristianos eran conscientes de que, al emular a San Pablo, se convertían en imitadores de Cristo. En el Apóstol veían reflejado el espíritu del Maestro y el cuidado amoroso de Dios sobre ellos.
«De ahí que la palabra “Padre” pueda emplearse en un sentido real no solo para designar la paternidad física, sino también la espiritual. Al Romano Pontífice se le llama con toda propiedad, “Padre común de todos los cristianos”»5. Cuando honramos a nuestros padres, que nos dieron la vida, y a quienes nos engendraron en la fe, damos mucha gloria a Dios, pues en ellos se refleja la paternidad divina. Una manera de ser buenos hijos de Dios es, precisamente, vivir bien la filiación con aquellos que Dios mismo constituyó «padres» en la tierra.
II. San Pablo escribe a los primeros cristianos de Galacia con tonos de padre y de madre, al tener noticia de las dificultades que padecen en su fe y al experimentar la impotencia de no poder atenderles personalmente por encontrarse geográficamente lejos: Hijos míos -les dice-, por quienes sufro otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en vosotros6, como un niño se forma en el seno materno. Sentía sobre sí el Apóstol el desvelo de un padre ante los hijos necesitados. En la Iglesia son considerados padres quienes nos engendran en la fe mediante la predicación y el Bautismo7. De esa paternidad espiritual participamos los cristianos sobre aquellos a quienes hemos ayudado –a veces también con dolor y fatiga– a encontrar a Cristo en su vida. La paternidad es más plena cuanto mayor es la entrega a esta tarea. Así manifiesta Dios su paternidad en los cristianos, «como un maestro que no solo enseña a sus discípulos, sino que los hace además capaces de enseñar a otros»8. Esta paternidad espiritual es una porción importante del premio que Dios da en esta vida a quienes le siguen, por vocación divina, en una entrega plena. «Él es generoso... Da el ciento por uno: y esto es verdad hasta en los hijos. —Muchos se privan de ellos por su gloria, y tienen miles de hijos de su espíritu. —Hijos, como nosotros lo somos del Padre nuestro, que está en los cielos»9.
La Virgen Santa María ejerce su maternidad sobre los cristianos y sobre todos los hombres10. De Ella aprendemos a tener un alma grande para aquellos que continuamente tratamos de llevar a su Hijo, y que en cierto modo hemos engendrado en la fe. Recordemos que el amor «indica también esa cordial ternura y sensibilidad, de que tan elocuentemente nos habla la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11-32) o la de la oveja extraviada o la de la dracma perdida (cfr. Lc 15, 1-10). Por tanto, el amor misericordioso es sumamente indispensable entre aquellos que están más cercanos: entre los esposos, entre padres e hijos, entre amigos; es también indispensable en la educación y en la pastoral»11. San Ambrosio12 hace «unas consideraciones que a primera vista resultan atrevidas, pero que tienen un sentido espiritual claro para la vida del cristiano. Según la carne, una sola es la Madre de Cristo; según la fe, Cristo es fruto de todos nosotros (San Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, 2, 26).
»Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con Él por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios»13.
III. San Pablo, identificado con Cristo, hizo suyas las palabras del Señor: Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas14. Por eso escribe sobre su solicitud por todas las iglesias15, por todos los convertidos a la fe a través de su predicación. Mantenerlos en el camino y ayudarles a progresar en él era una de sus mayores preocupaciones y, en ocasiones, uno de sus mayores sufrimientos. ¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo sin que yo me abrase de dolor?16. El Apóstol ha quedado como modelo siempre actual para todos los pastores de la Iglesia en su solicitud por las almas que Dios les ha confiado, y también para todos los cristianos en su apostolado constante, que «deben cuidar como padres en Cristo a los fieles que han engendrado por el bautismo y por la doctrina»17.
El amor por quienes hemos acercado a Dios no es una simple amistad, «sino el amor de caridad, el mismo amor con el que les ama el Hijo encarnado. Es por esto, y solo por esto, por lo que el Hijo nos lo ha dado a cada uno de nosotros, para que podamos darlo a los demás (...). El amor hacia nuestros hermanos genera en nosotros el mismo deseo que genera el del Hijo: el de su santificación y salvación»18. Esto nos lleva a quererles más y a estar pendientes de aquello que puede facilitarles su santidad: la ejemplaridad, la corrección fraterna cuando sea oportuno, la palabra amable que anima, la alegría, el optimismo, el consejo que orienta ante las dificultades... Y siempre deberán contar con las ayudas más eficaces que les podemos prestar: la oración y la mortificación diaria.
Este amor «comporta siempre una disponibilidad singular para volcarse sobre cuantos se hallan en el radio de su acción. En el matrimonio esta disponibilidad –aun estando abierta a todos– consiste de modo particular en el amor que los padres dan a sus hijos. En la virginidad esta disponibilidad está abierta a todos los hombres, abrazados por el amor de Cristo esposo»19. En la virginidad y en el celibato por amor a Dios, el Señor agranda el corazón del hombre y de la mujer para que la paternidad y la maternidad espiritual sea más extensa y profunda. La entrega a Dios de ninguna manera limita el corazón humano; por el contrario, lo enriquece y lo hace más capaz de realizar estos sentimientos profundos de paternidad y de maternidad que el Señor mismo ha puesto en la naturaleza humana.
El cuidado de aquellos sobre los que, por circunstancias tan diversas de la vida, ha querido Dios que ejerzamos esa paternidad espiritual nos hará entender el desvelo que nuestro Padre Dios tiene sobre cada uno de nosotros. En muchas ocasiones será, además, un buen motivo para mantener firme nuestra propia fidelidad al Señor y un estímulo para procurar «ir delante» en el camino de la santidad, como el buen pastor.
San José nos enseña cómo ha de ser ese desvelo por los demás. Puesto que su amor paterno «no podía dejar de influir en el amor filial de Jesús y, viceversa, el amor filial de Jesús no podía dejar de influir en el amor paterno de José, ¿cómo adentrarnos en la profundidad de esta relación singularísima? Las almas sensibles a los impulsos del amor divino ven con razón en José un luminoso ejemplo de vida interior»20. Aprendamos de él, en su trato con Jesús, a mirar con amor siempre creciente a quienes Dios ha puesto en nuestro camino.