Evangelio (Jn 16,5-11)
En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Pero ahora me voy a Aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: ‘¿Adónde vas?’. Sino que por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza. Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré: y cuando Él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la justicia porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado»
Comentario
En la intimidad de la Última Cena, el Señor, que sabe que sus discípulos le abandonarán en durante su pasión y muerte en la Cruz, les ofrece la promesa del envío del Espíritu Santo, el Abogado y Consolador.
Puede sorprendernos un poco la firmeza con la que Jesús les dice que conviene que se vaya, porque si no, no vendrá el Espíritu a ellos (cfr. v. 7). No sabemos muy bien si los apóstoles entenderían ese “irse” del Señor como algo definitivo, en clara referencia a su muerte o a la posterior Ascensión, pero en cualquier caso no les agradaría la idea de “perder” para siempre a su Maestro.
Como los apóstoles, también nosotros en ocasiones no entendemos el modo de actuar de Dios en nuestra vida, en la de los demás o incluso en el mundo y en la Historia.
En esas ocasiones, podemos recordar la enseñanza de san Pablo: «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio» (Rm 8,28). Y es que lo mejor para sus discípulos en ese momento era que viniera el Paráclito.
PARA TU RATO DE ORACIÒN:
- Jesús anuncia su retorno al Padre.
- El don de entendimiento.
- Comprender y acoger la realidad desde Dios.
DURANTE la sexta semana de Pascua, la Iglesia continúa proclamando algunos pasajes del discurso de despedida de Jesús, recogidos en el evangelio de Juan. Hoy escuchamos al Señor que anuncia con claridad, durante la Última Cena, su inminente retorno al cielo: «Ahora me voy al que me envió (...). Me voy al Padre y no me veréis» (Jn 16,5;10). Podemos imaginar el desconcierto entre los apóstoles al recibir este anuncio. Probablemente se llenaron de tristeza al escuchar esas palabras. ¿Cómo era posible que se terminaran, de una vez por todas, esos maravillosos años de convivencia? A los apóstoles «les daba miedo el pensamiento de perder la presencia visible de Jesús –explica san Agustín–. Su afecto humano se entristecía al pensar que sus ojos no experimentarían más el consuelo de verlo»[1].
Entonces, se decían unos a otros: «¿Qué esto que nos dice? No sabemos a qué se refiere» (Jn 16,17-18). En ese momento no podían entender a Jesús. Sencillamente, no poseían las claves para hacerlo. Sin embargo, aunque no comprendieron el sentido preciso de su palabras, ninguno de ellos se atreve a hacer la «pregunta: ¿Adónde vas?» (Jn 16,5). Probablemente estaban atónitos por el curso que había tomado la cena. Tres años antes, junto al Jordán, en el inicio de la aventura con Cristo, Juan y Andrés ya habían hecho una pregunta que ahora podría ser oportuna: «Maestro, ¿dónde vives?» (Jn 1,38-39). En la Última Cena, sin embargo, ante el cariz misterioso de la conversación, se quedan callados.
«Tras la resurrección, aquellas palabras se hicieron para los discípulos más comprensibles y transparentes, como anuncio de su ascensión al cielo. (...) Sólo Jesús posee la energía divina y el derecho de “subir al cielo”, nadie más. La humanidad abandonada a sí misma, a sus fuerzas naturales, no tiene acceso a esa “casa del Padre” (Jn 14,2), a la participación en la vida y en la felicidad de Dios. Solo Cristo puede abrir al hombre este acceso: él, el Hijo que “bajó del cielo”, que “salió del Padre” precisamente para esto»[2]. Jesús se va para enviarnos –a sus apóstoles y a nosotros– el consuelo de su Espíritu y para abrirnos la casa de su Padre.
ESTÁ CLARO que Jesús no tenía intención de dejar solos a sus discípulos; el Espíritu Santo continúa la misión del Hijo, llenando de fortaleza sus vidas y regalándoles dones que les ayudarán a entender las cosas de Dios. El Señor vincula la venida del Espíritu Santo con su partida hacia el Padre, «subrayando así que [el Paráclito] tendrá el “precio” de su marcha»[3]. Lo que suponía una gran tristeza para los apóstoles allí reunidos era, en realidad, el plan de salvación que Dios había trazado; el hueco que dejaba el Señor no quedaría vacío, lo iba a llenar el Espíritu Santo. Por eso les dice: «Si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. En cambio, si yo me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7). Todo les resultará más claro en Pentecostés, cuando sean inundados con sus dones.
El don del entendimiento nos permite precisamente penetrar en los misterios revelados que los apóstoles no podían comprender en aquel momento. También se llama don de intelecto, cuya etimología, intus-legere, leer dentro, sugiere que se trata de una gracia que facilita conocer lo más intrínseco de la realidad. El don de entendimiento nos otorga una intuición para las cosas de Dios, un conocimiento profundo de las verdades de fe e incluso de ciertas verdades naturales en orden al fin sobrenatural. Allí donde no alcanza el ojo ni la razón humana, el entendimiento nos hace ver más allá, como sucede con esos dispositivos de visión nocturna que en medio de la noche aportan una sorprendente claridad. Aun cuando nunca podremos comprender perfectamente el misterio de Dios, ni abarcarlo en su totalidad, con este don del Espíritu Santo nos podemos acercar poco a poco.
Con el don de entendimiento tenemos «capacidad de ir más allá del aspecto externo de la realidad y escrutar las profundidades del pensamiento de Dios y de su designio de salvación»[4]. Aunque en muchos momentos tenemos la tentación de juzgar los acontecimientos solo con ojos humanos, y no alcanzamos a unir nuestra mirada a la de Dios, este don divino nos permite «comprender las cosas como las comprende Dios, con la inteligencia de Dios»[5]. San Josemaría lo comparaba a la capacidad de mirar no solo en dos dimensiones, de una manera plana y pegada a la tierra: «Cuando vivas vida sobrenatural obtendrás de Dios la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen»[6].
EN LA PRIMERA lectura de hoy, los Hechos de los apóstoles narran con detalle el encarcelamiento de Pablo y Silas en Filipos (cfr. Hch 16,22-34). «Después de haberles dado numerosos azotes, los arrojaron en la cárcel (...). A eso de la medianoche, Pablo y Silas se pusieron a orar y a entonar alabanzas a Dios». De pronto se produjo un terremoto, «se abrieron todas las puertas y se soltaron las cadenas de todos». Al ver la situación, el carcelero se intentó suicidar, pero Pablo «le gritó con fuerte voz: ¡No te hagas ningún daño, que estamos todos aquí!». Temblando de miedo este hombre les preguntó: «Señores, ¿qué debo hacer para salvarme? Ellos le contestaron: Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa. Le predicaron entonces la palabra del Señor a él y a todos los de su casa». La conversión de esta familia de Filipos es muy rápida. Han entendido en pocas horas lo suficiente como para desear bautizarse inmediatamente. Entonces, subieron a su casa, «les preparó la mesa y se regocijó con toda su familia por haber creído en Dios».
El don de entendimiento perfecciona nuestra fe, nos abre la mente para comprender la Palabra de Dios, lo que Jesús ha dicho y realizado. Crece una certeza que no está fundada solamente en razones, sino también en la experiencia interior que Dios nos comunica. Además, esa certeza va siendo cada vez más sincera cuando dejamos que impregne nuestro corazón y nuestros afectos. Así, tanto las cosas de Dios como las cosas del mundo, todo lo que acontece, se comprende y se acoge desde Dios de una manera más profunda y esperanzada.
San Josemaría aconsejaba en 1971 a un sacerdote que estaba por predicar un retiro espiritual: «Mételes en el corazón el amor al Espíritu Santo, que es meter el amor al Padre y al Hijo. Porque el Hijo ha sido engendrado por el Padre desde toda la eternidad; y del amor del Padre y del Hijo, también eternamente, procede el Espíritu Santo. No lo entendemos bien, pero a mí no me cuesta creer»[7]. Estas palabras resumen lo que siente el alma que recibe este don del Paráclito. Por un lado, sabe que no es capaz de comprender el misterio; pero, al mismo tiempo, tiene la certeza de su auxilio y de su luz.
Podemos pedir a María que nos conceda vivir nuestra vida cotidiana inmersos en el misterio de Dios, siguiendo aquella recomendación gráfica del fundador del Opus Dei: con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo.
[1] San Agustín, Comentario al evangelio de Juan, 94,4.
[2] San Juan Pablo II, Audiencia general, 5-IV-1989, nn. 2-3.
[3] San Juan Pablo II, Audiencia general, 31-V-1989, n. 1.
[4] Francisco, Audiencia general, 30-IV-2014.
[5] Ibíd.
[6] San Josemaría, Camino, n. 279.
[7] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 21-II-1971.