En este mes de mayo, estamos todavía en una difícil situación mundial, de emergencia sanitaria, con tantas consecuencias dolorosas. Nuestro pensamiento, nuestra oración, se dirige especialmente a la Santísima Virgen, que es Madre de misericordia y Salud de los enfermos.
Y, sobre todo, María es Madre de Dios. Así expresó la fe de la Iglesia, en el siglo quinto, con estas palabras solemnes, profundas y, a la vez, sencillas, el Concilio de Éfeso: “La Santa Virgen es madre de Dios, pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne”.
El Señor, en su designio de salvación, quiso contar con "una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María", como leemos en el Evangelio de san Lucas (Lc 1, 26-27). Y Ella respondió al anuncio del Ángel: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Y el Verbo se hizo carne.
En la maternidad divina de María tienen raíz todas sus cualidades, especialmente la de ser “llena de gracia” (Lc 1, 28) –así la saluda el Ángel–, completamente santificada por la gracia de Dios.
La plenitud de gracia en María se desplegaba en una plenitud de fe, de esperanza y de caridad. Esta plenitud no evitaba que en la vida de la Virgen estuviese presente el sufrimiento, desde Belén hasta el Calvario. “Si Dios ha querido ensalzar a su Madre –explica san Josemaría–, es igualmente cierto que durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe”[1]. La fe ciertamente es luz, pero también oscuridad, porque se cree lo que no se ve. Los planes de Dios no siempre podemos entenderlos, como María y José que, ante la respuesta de Jesús después de encontrarlo en el Templo, “no comprendieron lo que les dijo” (Lc 2, 50). Que la Virgen nos consiga un aumento en la fe, que nos lleve a una segura confianza en Dios, a creer firmemente en el amor de Dios por nosotros, también cuando esa fe se manifieste más en su aspecto de oscuridad.
Querría detenerme hoy especialmente en la esperanza. María –escribe el Papa Francisco- “nos enseña la virtud de la espera, incluso cuando todo parece sin sentido (…), cuando Dios parece eclipsarse por culpa del mal del mundo”. Nos sostiene en nuestros pasos, y nos dice: “¡Levántate!, mira adelante, mira el horizonte, porque Ella es Madre de esperanza”[2].
Con la oración “memorare”, de San Bernardo, decimos que la Virgen no abandona a quien implora su asistencia: “¡Acordaos, oh piadosísima Virgen María!, que jamás se oyó decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección implorando vuestro socorro, haya sido desamparado de Vos”. Podemos repetirla en estos días, con fe, para que dé esperanza ante la crisis sanitaria actual, que provoca también graves dificultades en la economía de muchas familias, desasosiego en lugares de trabajo, tensiones en la sociedad.
El Papa ha invitado a que, el próximo día 14 de mayo, nos unamos “a toda la humanidad” en una jornada de oración, ayuno y obras de caridad, para implorar a Dios que se supere la pandemia del coronavirus. Además de lo que cada uno y cada una considere oportuno, en el Rosario, especialmente en este día, recemos por esta intención, pensando en todos los que sufren las consecuencias de esta crisis sanitaria.
Pedimos a la Virgen que nos ayude a encarar el futuro con esperanza sobrenatural, con confianza en el amor de Dios por nosotros, aunque la incertidumbre humana sea grande, que podamos transmitir cariño y serenidad a los demás. Que sepamos ver la vida como un camino de colaboración en el que nos sostenemos unos a otros.
Los momentos de contrariedad pueden acabar siendo ocasiones favorables de crecimiento interior, de mejora personal y social: nos obligan a salir de nosotros mismos, a abrirnos a los demás. Pero es verdad que también sucede que, en estos momentos, pueden surgir dudas, desasosiego, ansiedad.
Con la luz de la fe, el sufrimiento adquiere sentido, se hace más llevadero e incluso puede llegar a convertirse en lugar donde encontrar claridad, paz y alegría interior. Deseamos que nadie sufra y, al mismo tiempo, como sabemos que el sufrimiento forma parte de la existencia humana, aprendemos a llevarlo con los demás, a revestirlo de amor. En la encíclica Spe Salvi, de Benedicto XVI, leemos: “Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito”[3].
A la Virgen María, Madre de esperanza, le encomendamos de manera especial el presente y el futuro de la Iglesia. Su segura confianza en el Hijo, mantuvo unida a la Iglesia naciente, en Pentecostés, en aquellos momentos de fragilidad que habían sucedido, en que varios discípulos huyeron, uno había renegado de Jesús, otros dudaron, todos tuvieron miedo (cfr. Hch 1,14). Ella infundió esperanza.
Renovemos aquel itinerario espiritual que desde muy temprano propuso san Josemaría: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam, ¡todos con Pedro a Jesús por María! Nuestra fe renovada en la Iglesia –que es don de Dios–, se manifiesta en primer lugar en la oración por la Iglesia, por el Papa y por todos los que sufren persecución a causa del Evangelio. Se lo pedimos ahora a Santa María, madre de la Iglesia.
Con la frase final de una de las oraciones que ha propuesto el Papa para añadir al Rosario en este mes de mayo, decimos a la Virgen: “Nos encomendamos a Ti, que brillas en nuestro camino como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María! Amén”[4].
Volvamos con el pensamiento, con nuestra contemplación del Evangelio, a los momentos siguientes a aquel “hágase en mí según tu palabra” de María. Para una madre, la espera de un hijo, de una hija, es tiempo de esperanzas humanas. En María, esa espera tendría resonancias salvíficas universales, porque sabía que llevaba en su seno al Redentor del mundo. En su mirada de futuro, de alguna manera, estábamos cada uno de nosotros. Ya desde esa espera de nueve meses, la Virgen sentiría el peso de toda la humanidad, la de ser la 'nueva Eva'.
Fue junto a la Cruz, cuando María escuchó de labios de su Hijo crucificado estas palabras refiriéndose a san Juan y, en san Juan a cada uno de nosotros: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26). Saber que María es “nuestra Madre”, nos lleva a tratarla con confianza filial, con la segura esperanza en su mediación materna. Con palabras de san Josemaría, podemos asegurar con alegre esperanza: “Toda la fortaleza que necesitamos –por nuestra pequeñez personal, por nuestras debilidades y errores– la iremos a buscar continuamente en Dios a través de nuestra filial devoción mariana”[5].
Este “buscar continuamente a Dios a través de la filial devoción mariana” era un rasgo preciso de su propia vida. Justamente en estos días se cumplen 50 años de la peregrinación a Guadalupe, en México, en la que san Josemaría rezó durante nueve días consecutivos por todo el mundo y por la Iglesia. “He tenido que venir a México –decía mirando a la imagen de la Virgen– para repetirte con la boca y el alma llena de confianza, que estamos muy seguros de Ti y de todo lo que nos has dado (...) No admitimos más ambición que la de servir a tu Hijo y, por Él y con tu ayuda, a todas las almas”.
En este mes de mayo, también se cumple el centenario del nacimiento de san Juan Pablo II, que puso su largo pontificado bajo la protección de María, con el lema Totus Tuus, “todo tuyo”, referido a la Virgen. “Cuántas gracias he recibido de la Santísima Virgen", escribía en su carta sobre el Rosario.
Que María, Madre de Dios y Madre nuestra, nos consiga de su Hijo Jesús, un aumento de fe y de esperanza, que lleve consigo una intensificación de nuestro amor a Dios y a los demás.
[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 172.
[2] Francisco, Audiencia general, 10-V-2017.
[3] Benedicto XVI, Spe Salvi, 37.
[4]Francisco, Carta sobre el Rosario, 25-IV-2020.
[5] Carta 31-V-1954, n. 36.