"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

19 de agosto de 2021

¡Divino Loco! ¿Cómo te tratan los hombres?... ¿Yo mismo?

 


Evangelio (Mt 22, 1-14)

En aquel tiempo, Jesús volvió a hablar en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, diciendo:

El Reino de los Cielos es como un rey que celebró las bodas de su hijo, y envió a sus siervos a llamar a los invitados a las bodas; pero éstos no querían acudir. Nuevamente envió a otros siervos diciéndoles: «Decid a los invitados: mirad que tengo preparado ya mi banquete, se ha hecho la matanza de mis terneros y mis reses cebadas, y todo está a punto; venid a las bodas». Pero ellos, sin hacer caso, se marcharon: quien a su campo, quien a su negocio. Los demás echaron mano a los siervos, los maltrataron y los mataron. El rey se encolerizó, y envió a sus tropas a acabar con aquellos homicidas y prendió fuego a su ciudad.

Luego les dijo a sus siervos: «Las bodas están preparadas pero los invitados no eran dignos. Así que marchad a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis». Los siervos salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos; y se llenó de comensales la sala de bodas.

Entró el rey para ver a los comensales, y se fijó en un hombre que no vestía traje de boda; y le dijo: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin llevar traje de boda?» Pero él se calló. Entonces el rey les dijo a los servidores: «Atadlo de pies y manos y echadlo a las tinieblas de afuera; allí habrá llanto y rechinar de dientes». Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos”.

Comentario

Las parábolas de Jesús son de una riqueza inagotable y de ninguna nos podemos sentir eximidos. Nadie puede decir: “no, esta parábola no tiene nada que ver conmigo”. Cada una es una invitación directa del Señor para que revisemos el estado de nuestra alma.

La que nos encontramos en el evangelio de hoy admite muchos niveles de lectura, pero esta vez podemos fijarnos en un detalle: el hecho de que un rey prepara un banquete para celebrar la boda de su hijo. ¿Quién es ese Rey? Dios Padre. ¿Quién es el Hijo? Evidentemente, Jesucristo. ¿Quién es la novia? La Iglesia.

Por lo tanto, ¿cuál es ese banquete? La Santa Misa.

Todos los días, justo antes de la comunión, escuchamos de boca del sacerdote: este es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, dichosos los invitados a la cena del Señor. Estas palabras son una combinación de lo que dice san Juan Bautista a sus discípulos (cfr. Juan 1, 29) y lo que se proclama casi al final del Apocalipsis: “bienaventurados los llamados a la cena de las bodas del Cordero” (19, 9).

No perdamos de vista que el Señor está contando esta parábola a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, es decir, a la gente considerada piadosa. Por eso, es importantísimo que los que intentamos vivir la Eucaristía diariamente nos sintamos interpelados por estas palabras de Jesús. En cada Misa el Señor espera que asistamos con las debidas disposiciones.

Porque, si hacemos un examen sincero, nos daremos cuenta de que a veces estamos en la Misa de cuerpo presente, pero nuestra cabeza está en otro lado: se marcharon, quien a su campo, quien a su negocio. Mientras suceden las Bodas del Cordero, tantas veces nosotros estamos pensando en nuestras triviales preocupaciones.

O también podemos ser ese hombre que no vestía traje de boda, ya sea porque nuestra apariencia externa parece delatar que no le damos la importancia que tiene, ya sea porque no hemos dedicado la atención suficiente a la preparación remota y próxima del alma, cuidando la confesión frecuente y la oración diaria.

En cualquier caso, el evangelio de hoy se nos presenta como una ocasión estupenda para volver a descubrir que la Eucaristía es pignus vitae eternae: prenda (que es sinónimo de garantía) de la vida eterna. Vivir la Misa como lo que es, como el Cielo en la tierra, será lo que nos abrirá las puertas de la Eternidad.

PARA TU ORACION PERSONAL

“Jesús se ha quedado en la Eucaristía para remediar nuestra flaqueza, nuestras dudas, nuestros miedos, nuestras angustias; para curar nuestra soledad, nuestras perplejidades, nuestros desánimos; para acompañarnos en el camino; para sostenernos en la lucha. Sobre todo, para enseñarnos a amar, para atraernos a su Amor”. Son palabras de la carta pastoral escrita por mons. Javier Echevarría con motivo del Año Eucarístico convocado por Juan Pablo II.


«En la Santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo, que por su Carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da vida a los hombres» 1. Esta misteriosa e inefable manifestación del amor de Dios por la humanidad, ocupa un lugar privilegiado en el corazón de los cristianos y, concretamente, de los hijos de Dios en el Opus Dei. Así lo enseñó nuestro queridísimo Padre con su ejemplo, con su predicación y con sus escritos, cuando afirmaba que la Eucaristía constituye «el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano» 2.

Por eso, nos ha llenado de alegría la decisión del Santo Padre, hecha pública en la pasada Solemnidad del Corpus Christi, de celebrar un Año de la Eucaristía en la Iglesia universal. Recordáis que este tiempo comienza en este mes de octubre, con el Congreso Eucarístico Internacional de Guadalajara (México), y se concluirá en octubre de 2005, con la Asamblea ordinaria del Sínodo de Obispos, dedicada precisamente a este admirable Sacramento.


En continuidad ideal con el Jubileo del 2000 y en el espíritu de la Carta Apostólica Novo Millennio ineunte, deseo que los fieles de la Prelatura, los Cooperadores y las personas que se forman al calor del espíritu de la Obra, diariamente secundemos al Romano Pontífice y procuremos con todas nuestras fuerzas que la Sagrada Eucaristía ocupe cada vez más el núcleo de nuestra existencia entera. También os sugiero que, en este Año eucarístico, acompañados por la Virgen con el rezo del Rosario y movidos por el ejemplo de San Josemaría, vayamos activamente al Sagrario para manifestar a Jesús, hecho Hostia Santa, con profunda sinceridad: Adoro te devote! Fijémonos esta meta con exigencia de conducta, porque tanto valdrá nuestra vida cuanto intensa sea nuestra piedad eucarística.


Adoro te devote, latens deitas, quæ sub his figuris vere latitas


Tanto amó Dios al mundo


Comenzamos con un acto personal de rendida adoración a la Eucaristía, al mismo Cristo, pues en este Santísimo Sacramento «están contenidos verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero»3. Jesús se halla presente, pero no se le ve: está oculto bajo las especies de pan y de vino4. «Está escondido en el Pan ... por amor a ti»5.


El amor que manifiesta a las criaturas es la causa de que se haya quedado entre nosotros, en este mundo, bajo el velo eucarístico. «Desde pequeño he comprendido perfectamente el porqué de la Eucaristía: es un sentimiento que todos tenemos; querer quedarnos para siempre con quien amamos»6. Nuestro Padre, considerando el misterio del amor de Cristo que pone sus delicias en estar entre los hijos de los hombres (cfr. Prv 8, 31), que no consiente en dejarnos huérfanos (cfr. Jn 14, 18), que ha decidido permanecer con nosotros hasta la consumación de los siglos (cfr. Mt 28, 20), ilustraba el motivo de la institución de este Sacramento con la imagen de las personas que se tienen que separar. «Desearían estar siempre juntas, pero el deber —el que sea— les obliga a alejarse»; y al no estar en condiciones de conseguirlo, «se cambian un recuerdo, quizá una fotografía», pero «no logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer». Jesús, Dios y Hombre, supera esos límites por amor nuestro. «Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor». Él «no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo»7: el que nació de María en Belén; el que trabajó en Nazaret y recorrió Galilea y Judea y murió crucificado en el Gólgota; el que resucitó gloriosamente al tercer día y se apareció a sus discípulos repetidas veces8.


La fe cristiana ha confesado siempre esta identidad, también para rechazar las nostalgias de quienes excusaban su escaso espíritu cristiano, alegando que no veían al Señor como los primeros discípulos; o de quienes argumentaban que se comportarían de otro modo si pudieran tratarlo físicamente. «Cuántos dicen ahora: "¡Quisiera ver su forma, su figura, sus vestidos, su calzado!" Pues he ahí que a Él ves, a Él tocas, a Él comes. Tú deseas ver sus vestidos; pero Él se te da a sí mismo, no sólo para que lo veas, sino para que lo toques y lo comas, y le recibas dentro de ti. Nadie, pues, se acerque con desconfianza, nadie con tibieza: todos encendidos, todos fervorosos y vigilantes»9.


Un Dios cercano


San Josemaría nos ha enseñado a asumir con plenitud la fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, de manera que el Señor entre verdaderamente en nuestra vida y nosotros en la suya, que le miremos y contemplemos —con los ojos de la fe— como a una persona realmente presente: nos ve, nos oye, nos espera, nos habla, se acerca y nos busca, se inmola por nosotros en la Santa Misa10.


Explicaba nuestro Padre que los hombres tienden a imaginar al Señor muy «lejos, donde brillan las estrellas», como desentendido de sus criaturas; y no terminan de creer «que también está siempre a nuestro lado»11. Quizá hayáis encontrado personas que consideran al Creador tan distinto de los hombres, que les parece que no le conciernen los pequeños o grandes avatares que componen la vida humana. Nosotros, sin embargo, sabemos que no es así, que «Dios habita en lo más alto y mira las cosas pequeñas» (Sal 137, 6, Vg): se fija con amor en cada uno, todo lo nuestro le interesa.


«El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones»12. Su amor y su interés infinitos por cada uno de nosotros, han llevado al Hijo a quedarse en la Hostia Santa, además de a encarnarse y a trabajar y a sufrir como sus hermanos los hombres. Es verdaderamente Emmanuel , Dios con nosotros. «El Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y —en lo que nos es posible entender— porque, movido por su Amor, quien no necesita nada, no quiere prescindir de nosotros»13.


Actos de adoración


Ante este misterio de fe y de amor, caemos en adoración; actitud necesaria, porque sólo así manifestamos adecuadamente que creemos que la Eucaristía es Cristo verdadera, real y sustancialmente presente con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. También resulta precisa esta disposición porque sólo así nuestro amor —rendido y total— puede alcanzar el nivel de respuesta adecuada al inmenso amor de Jesús por cada uno (cfr. Jn 13, 1; Lc 22, 15). Nuestra adoración a Cristo sacramentado, por ser Dios, entraña a la vez gesto externo y devoción interna, enamoramiento. No es ritualismo convencional, sino oblación íntima de la persona que se traduce externamente. «En la Santa Misa adoramos, cumpliendo amorosamente el primer deber de la criatura para su Creador: «adorarás al Señor, Dios tuyo, y a Él sólo servirás» ( Dt 6, 13; Mt 4, 10). No adoración fría, exterior, de siervo, sino íntima estimación y acatamiento, que es amor entrañable de hijo»14.


Los gestos de adoración —como la inclinación de cabeza o de cuerpo, la genuflexión, la postración— quieren siempre expresar reverencia y afecto, sumisión, anonadamiento, deseo de unión, de servicio y, desde luego, ningún servilismo. La verdadera adoración no significa alejamiento, distancia, sino identificación amorosa, porque «un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza»15.


¡Qué categoría concedía San Josemaría a esos modales de piedad, por pequeños que pudieran parecer! Esos detalles están llenos de sentido, revelan la finura interior de la persona y la calidad de su fe y de su amor. «¡Qué prisa tienen todos ahora para tratar a Dios! (...). Tú no tengas prisa. No hagas, en lugar de una genuflexión piadosa, una contorsión del cuerpo, que es una burla (...). Haz la genuflexión así, despacio, con piedad, bien hecha. Y mientras adoras a Jesús sacramentado, dile en tu corazón: Adoro te devote, latens deitas. Te adoro, mi Dios escondido»16.


Y más importancia aún reconocía a esa actitud interior de amor, que debe empapar todas las manifestaciones externas de la devoción eucarística. La adoración a Jesús sacramentado va de la contemplación de su amor por nosotros, a la declaración rendida del amor de la criatura por Él; pero no se queda sólo en cuestión de palabras, que también resultan necesarias, sino que se manifiesta sobre todo en hechos externos e internos de entregamiento: «que sepamos cada uno decir al Señor, sin ruido de palabras, que nada podrá separarnos de Él, que su disponibilidad —inerme— de quedarse en las apariencias ¡tan frágiles! del pan y del vino, nos ha convertido en esclavos voluntarios»17. Haciendo eco a San Juan Damasceno, Santo Tomás de Aquino explica que, en la verdadera adoración, la humillación exterior del cuerpo manifiesta y excita la devoción interior del alma, el ansia de someterse a Dios y servirle18.


No hemos de tener reparo —¡al contrario!— en repetir al Señor que le amamos y le adoramos, pero hemos de avalorar esas palabras con nuestras obras de sujeción y de obediencia a su querer. «Dios Nuestro Señor necesita que le repitáis, al recibirlo cada mañana: ¡Señor, creo que eres Tú, creo que estás realmente oculto en las especies sacramentales! ¡Te adoro, te amo! Y, cuando le hagáis una visita en el oratorio, repetídselo nuevamente: ¡Señor, creo que estás realmente presente! ¡te adoro, te amo! Eso es tener cariño al Señor. Así le querremos más cada día. Luego, continuad amándolo durante la jornada, pensando y viviendo esta consideración: voy a acabar bien las cosas por amor a Jesucristo que nos preside desde el tabernáculo»19.


Tibi se cor meum totum subiicit, quia, te contemplans, totum deficit


Pasmarse ante el misterio de amor


Ante la entrega de Jesucristo en la Eucaristía, cuántas veces repetía nuestro Padre: «se quedó para ti»; «se humilló hasta esos extremos por amor a ti»20. Al contemplar tanto amor, el corazón creyente queda como fulminado, lleno de admiración, y desea corresponder a su vez dándose del todo al Señor. «Yo me pasmo ante este misterio de Amor»21. Cultivemos este sentimiento, esta disposición de la inteligencia y de la voluntad, para no acostumbrarnos y para mantener siempre el ánimo sencillo del niño que se maravilla ante los regalos que su padre le prepara. Expresemos también con hondo agradecimiento: «Gracias, Jesús, gracias por haberte rebajado tanto, hasta saciar todas las necesidades de nuestro pobre corazón»22. Y, como consecuencia lógica, rompamos a cantar, alabando a nuestro Padre Dios, que ha querido alimentar a sus hijos con el Cuerpo y la Sangre de su Hijo; perseverando en esa alabanza porque siempre resultará corta23.


Jesús se ha quedado en la Eucaristía para remediar nuestra flaqueza, nuestras dudas, nuestros miedos, nuestras angustias; para curar nuestra soledad, nuestras perplejidades, nuestros desánimos; para acompañarnos en el camino; para sostenernos en la lucha. Sobre todo, para enseñarnos a amar, para atraernos a su Amor. «Cuando contempléis la Sagrada Hostia expuesta en la custodia sobre el altar, mirad qué amor, qué ternura la de Cristo. Yo me lo explico, por el amor que os tengo; si pudiera estar lejos trabajando, y a la vez junto a cada uno de vosotros, ¡con qué gusto lo haría!»


»Cristo, en cambio, ¡sí puede! Y Él, que nos ama con un amor infinitamente superior al que puedan albergar todos los corazones de la tierra, se ha quedado para que podamos unirnos siempre a su Humanidad Santísima, y para ayudarnos, para consolarnos, para fortalecernos, para que seamos fieles»24.


«No son mis pensamientos como vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos —oráculo de Yahveh—. Pues cuanto superan los cielos a la tierra, así superan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros» (Is 55, 8-9). La lógica eucarística sobrepasa toda lógica humana, no sólo debido a que la presencia de Cristo bajo las especies sacramentales es un misterio que nunca podremos comprender plenamente con nuestra inteligencia; sino también porque la donación de Cristo en la Eucaristía desborda completamente la pequeñez del corazón humano, la de todos los corazones humanos juntos. A la capacidad de nuestra mente, tanta generosidad le puede parecer inexplicable, porque se halla muy distante de los egoísmos grandes o pequeños que tantas veces nos acechan.


«El más grande loco que ha habido y habrá es Él. ¿Cabe mayor locura que entregarse como Él se entrega, y a quienes se entrega?


»Porque locura hubiera sido quedarse hecho un Niño indefenso; pero, entonces, aun muchos malvados se enternecerían, sin atreverse a maltratarle. Le pareció poco: quiso anonadarse más y darse más. Y se hizo comida, se hizo Pan.


»—¡Divino Loco! ¿Cómo te tratan los hombres?... ¿Yo mismo?»25.


Es necesario agrandar el corazón para acercarse a Jesús sacramentado. Ciertamente, se precisa la fe; pero se requiere además, para ser alma de Eucaristía, "saber querer", "saber darse a los demás", imitando —dentro de nuestra poquedad— la entrega de Cristo a todos y a cada uno. Con su experiencia personal, San Josemaría ha podido confiarnos: «La frecuencia con que visitamos al Señor está en función de dos factores: fe y corazón; ver la verdad y amarla»26.

Para seguir leyendo: 

https://opusdei.org/es-es/article/carta-pastoral-con-motivo-del-ano-de-la-eucaristia/