Evangelio (Lc 9,46-50)
Les vino al pensamiento cuál de ellos sería el mayor. Pero Jesús, conociendo los pensamientos de sus corazones, acercó a un niño, lo puso a su lado y les dijo:
—El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado: pues el menor entre todos vosotros, ése es el mayor.
Entonces dijo Juan:
—Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros.
Y Jesús le dijo:
—No se lo prohibáis, pues el que no está contra vosotros con vosotros está.
Comentario
En el Evangelio de la Misa de hoy, Jesús nos propone un camino privilegiado para poder tratarlo: es el camino de la sencillez. Mientras sus discípulos se enredan con pensamientos sobre quién sería el mayor entre ellos, el Señor realiza el pequeño pero significativo gesto de abrazar a un niño. Los discípulos aprenderían, así, que quien es sencillo como un niño puede ser levantado por los brazos de Dios y alcanzar la grandeza de sus hijos.
Jesús no quiere apagar el deseo de plenitud de sus discípulos, de aspirar a algo grande. Sin embargo, les hace ver que si se dejan atrapar por las comparaciones perderán inútilmente sus energías, porque para ser grandes no necesitamos que los demás sean más pequeños que nosotros.
Tampoco nos ayuda dejarnos llevar por el afán de controlar la actividad de los demás o perder la paz si realizan una buena labor fuera de la nuestra, ya que «el que no está contra vosotros, con vosotros está» (v. 50). La nueva lógica que propone el Señor nos ayuda a sanear las relaciones en el seno de nuestras familias, del trabajo y, especialmente, de la vida de la Iglesia. Por eso, san Josemaría animaba: «Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados»[1].
Todos somos pequeños delante de Dios y los dones que Él distribuye entre sus hijos son una riqueza para todos nosotros. Recordar esto nos ayudará a superar las rivalidades sin sentido, y a ver en la persona de al lado más que a un competidor, a un hermano, a alguien con el que podemos crecer juntos para alcanzar la gloria del Cielo.
PARA TU RATO DE ORACION
La fachada de la basílica de la Natividad en Belén deja adivinar aún hoy el rastro de su antiguo portal, que con el tiempo se redujo a una puertecita de apenas un metro y medio de altura. Así se impedía que se pudiera entrar a caballo, y se protegía el lugar santo. Las reducidas dimensiones de esta puerta interpelan también al visitante actual: le dicen, sin palabras, que «debemos bajarnos, ir espiritualmente a pie, por decirlo así, para poder entrar por el portal de la fe y encontrar a Dios, que es diferente de nuestros prejuicios y nuestras opiniones: el Dios que se oculta en la humildad de un niño recién nacido»[1].
Somos hijos e hijas de Dios
En su segunda encíclica, el papa Francisco nos recuerda uno de los porqués profundos de la humildad. Se trata de una verdad sencilla y grande que corremos el peligro de olvidar demasiado fácilmente en el ajetreo de la vida cotidiana: «No somos Dios»[2]. La creación es, en efecto, el punto de partida firme de nuestro ser: hemos recibido nuestra existencia de Dios. Cuando aceptamos esa verdad fundamental, nos dejamos transformar por la gracia divina; conocemos entonces la realidad, la perfeccionamos y la ofrecemos a Dios. El amor al mundo que nos transmite san Josemaría nos lleva a querer mejorar lo que amamos, allí donde nos encontramos, y según nuestras posibilidades. Y en el centro de esta tarea inmensa yace la humildad, «que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza»[3]: la miseria, que experimentamos con frecuencia, y la grandeza de ser, por el bautismo, hijas e hijos de Dios en Cristo.
EL HUMILDE DESARROLLA UNA SENSIBILIDAD HACIA LOS DONES DE DIOS, TANTO EN SU PROPIA VIDA COMO EN LA DE LOS DEMÁS; COMPRENDE QUE CADA PERSONA ES UN DON DE DIOS, Y ASÍ ACOGE A TODOS, SIN COMPARACIONES NI RIVALIDADES
La humildad es «la virtud de los santos y de las personas llenas de Dios […]: cuanto más crecen en importancia, más aumenta en ellas la conciencia de su nulidad y de no poder hacer nada sin la gracia de Dios (cfr. Jn 15,8)»[4]. Así son los niños pequeños, y así somos delante de Dios. Por eso es bueno volver a lo esencial: Dios me ama. Cuando una persona se sabe amada por Dios –un Amor que descubre en el amor que le muestran otras personas– puede querer a todos.
Humildad con los demás
La humildad nos lleva a aceptar la realidad que nos viene dada, y en particular a las personas que nos son más cercanas por lazos familiares, por vínculos de fe, por la vida misma. «Mientras disponemos de tiempo hagamos el bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe» (Ga 6,10). Nos enseña el Apóstol a no cansarnos de ejercer una caridad ordenada. A los que, como nosotros, han recibido el don del bautismo ¿cómo no los vamos a mirar como hermanos, hijos del mismo Padre de bondad y misericordia? «La humildad nos lleva como de la mano a esa forma de tratar al prójimo, que es la mejor: la de comprender a todos, convivir con todos, disculpar a todos; no crear divisiones ni barreras; comportarse –¡siempre!– como instrumentos de unidad»[5].
El humilde desarrolla una sensibilidad hacia los dones de Dios, tanto en su propia vida como en la de los demás; comprende que cada persona es un don de Dios, y así acoge a todos, sin comparaciones ni rivalidades: cada uno es único a los ojos de Dios, y aporta algo que los demás no pueden dar. La humildad lleva a alegrarse por la alegría de los demás, por el hecho de que existen y cuentan. El humilde aprende a ser uno más: uno entre los demás. La familia tiene en este sentido un papel primordial: el niño se acostumbra a relacionarse, a hablar y a escuchar; entre los propios hermanos y hermanas, no es siempre el centro de la atención; aprende a dar las gracias, porque poco a poco se da cuenta de lo que cuestan las cosas. Así, con el tiempo, a la hora de un éxito personal, descubre que tantas cosas han sido posibles gracias a la entrega de sus familiares y amigos, de las personas que le cuidan, dándole de comer y creando hogar. La humildad crece con el agradecimiento, y también con el perdón: perdonar, pedir perdón, ser perdonado. ¿Quién soy, para que me digan: “perdóname”? La humildad de quien pide perdón, siendo quizá alguien revestido de autoridad, resulta amable y contagiosa. Lo es entre esposos, entre padres e hijos, entre superiores y colaboradores.
QUIEN TIENDE A HABLAR CON FRECUENCIA DE LAS COSAS QUE LE “PONEN NERVIOSO” O LE IRRITAN, SUELE HACERLO POR FALTA DE AMPLITUD DE MIRAS, INDULGENCIA, APERTURA DE MENTE Y DE CORAZÓN
Sin ser por eso un ingenuo, el cristiano tiene una buena disposición habitual hacia lo que viene del prójimo, pues realmente cada persona vale, cada persona cuenta; cada forma de inteligencia, ya sea más especulativa o venga del corazón, da una luz. La conciencia de la dignidad de los demás evita caer en «la indiferencia que humilla»[6]. El cristiano está por vocación girado hacia los demás: se abre a ellos sin preocuparse excesivamente de si hace el ridículo o queda mal. Hay quien intimida a fuerza de ser tímido, en vez de comunicar luz y calor: piensa demasiado en sí mismo, en qué dirán los demás… quizá por un excesivo sentido del honor, de la propia imagen, que podría encubrir orgullo y falta de sencillez.
Polarizar la atención sobre sí mismo, expresar repetidamente deseos excesivamente concretos y singulares, enfatizar problemas de salud más o menos comunes; o, al contrario, esconder de modo exagerado una enfermedad que los demás podrían conocer para ayudarnos mejor, con su oración y apoyo: son todas ellas actitudes que necesitan probablemente de una purificación. La humildad se manifiesta también en una cierta flexibilidad, en el esfuerzo por comunicar lo que vemos o sentimos. «Tú no serás mortificado si eres susceptible, si estás pendiente solo de tus egoísmos, si avasallas a los otros, si no sabes privarte de lo superfluo y, a veces, de lo necesario; si te entristeces, cuando las cosas no salen según las habías previsto. En cambio, eres mortificado si sabes hacerte todo para todos, para ganar a todos (1 Co 9,22)»[7].
Ver lo bueno y convivir
«Hemos tocado para vosotros la flauta y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones y no habéis hecho duelo» (Mt 11,17): el Señor se sirve de una canción o quizá de un juego popular para ilustrar cómo algunos de sus contemporáneos no le saben reconocer. Nosotros estamos llamados a descubrir a Cristo en los acontecimientos y en las personas; nos toca respetar los modos divinos de actuar: Dios crea, libera, rescata, perdona, llama... «No podemos correr el riesgo de oponernos a la plena libertad del amor con el que Dios entra en la vida de cada persona»[8].
Abrirse a los demás implica amoldarse a ellos; por ejemplo, para participar en un deporte colectivo con otros que tienen menos técnica; u olvidando alguna preferencia, para descansar con los demás como a ellos les gusta. En la convivencia, la persona humilde ama ser positiva. El orgulloso, en cambio, tiende a subrayar demasiado lo negativo. En la familia, en el trabajo, en la sociedad, la humildad permite ver a los demás desde sus virtudes. Quien, en cambio, tiende a hablar con frecuencia de las cosas que le “ponen nervioso” o le irritan, suele hacerlo por falta de amplitud de miras, indulgencia, apertura de mente y de corazón. Quizá deberá aprender a amar a los demás con sus defectos. Se pone así en obra una pedagogía del amor que, poco a poco, crea una dinámica irresistible: uno se hace más pequeño para que los demás crezcan. Así fue con el precursor: «Conviene que Él crezca y yo disminuya» (Jn 3,30), dijo el Bautista. El Verbo se hizo más pequeño todavía: «Los Padres de la Iglesia, en su traducción griega del antiguo Testamento, usaron unas palabras del profeta Isaías que también cita Pablo para mostrar cómo los nuevos caminos de Dios fueron preanunciados ya en el Antiguo Testamento. Allí se leía: “Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado” (Is 10,23; Rm 9,28)... El Hijo mismo es la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance»[9].
AL HUMILDE NADA LE RESULTA AJENO: SI, POR EJEMPLO, SE ESFUERZA POR MEJORAR SU FORMACIÓN PROFESIONAL, ADEMÁS DEL NATURAL INTERÉS POR SU ESPECIALIDAD, ES PARA SERVIR MEJOR A LOS DEMÁS
Jesucristo se puso al alcance de todos: sabía dialogar con sus discípulos, recurriendo a parábolas, poniéndose a su nivel –por ejemplo, al solucionar el problema del impuesto al César, no duda en tomar a Pedro como igual (cfr. Mt 17,27)[10]–, con las mujeres, santas o más alejadas de Dios, con los fariseos, con Pilatos. Importa llegar a desprenderse del propio modo de ser, para salir hacia los demás: se desarrolla así, por ejemplo, una cierta capacidad de amoldarse a los demás, evitando dejarse llevar por obsesiones o manías; descubriendo en cada persona ese algo amable, esa chispa del amor divino; conformándose con ser uno más, a tono con lo que se celebra en nuestra casa o país, también a la luz del tiempo litúrgico, que marca el ritmo de nuestra vida de hijos e hijas de Dios. El humilde vive atento, pendiente de quienes le rodean. Esta actitud es la base de la buena educación y se manifiesta en muchos detalles, como no interrumpir una conversación, una comida o una cena, y menos todavía la oración mental, para contestar al teléfono, salvo en caso de verdaderas urgencias. La caridad, en fin, nace en el humus –terreno fértil– de la humildad: «la caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia» (1 Co 13,4).
Humildad en el trabajo
En su encíclica Laudato si’, el Papa señala que en todo trabajo subyace «una idea sobre la relación que el ser humano puede o debe establecer»[11] con lo que le rodea y con quienes le rodean. El trabajo ofrece no pocas ocasiones de crecer en humildad.
Si, por ejemplo, un dirigente se muestra demasiado autoritario, se puede buscar una excusa, pensar que lleva mucho peso encima, o simplemente que ha dormido mal. Cuando un colaborador se equivoca, cabe corregir el error sin herir a la persona. Entristecerse de los éxitos de los demás denotaría falta de humildad, pero también de fe: «todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios» (1 Co 3,22-23). Al humilde nada le resulta ajeno: si, por ejemplo, se esfuerza por mejorar su formación profesional, además del natural interés por su especialidad, es para servir mejor a los demás. Eso supone rectificar la intención, volver al punto de mira sobrenatural, no dejarse arrastrar por un ambiente superficial o incluso corrompido, sin mirar por eso a los demás por encima del hombro. El humilde rehuye el perfeccionismo, reconoce las propias limitaciones y cuenta con que otros podrán mejorar lo que ha hecho. El humilde sabe rectificar y pedir perdón. Cuando hace cabeza, es el reconocimiento de su autoridad, más que un cierto poder establecido, lo que le confiere el liderazgo.
Dios nos ha llamado a ser, con un amor gratuito; sin embargo, a veces nos parece que necesitamos justificar nuestra propia existencia. El afán por distinguirse, por hacer las cosas de otro modo, por llamar la atención, una excesiva preocupación por sentirse útil y lucirse hasta en el servicio, pueden ser síntomas de una enfermedad del alma, que invitan a pedir ayuda, y a aceptarla siendo dóciles a la gracia. «Con una mirada apagada para el bien y otra más penetrante hacia lo que halaga el propio yo, la voluntad tibia acumula en el alma posos y podredumbre de egoísmo y de soberbia (…), la conversación insustancial o centrada en uno mismo, (…) aquel non cogitare nisi de se, que se exterioriza en non loqui nisi de se (…), se resfría la caridad, y se pierde la vibración apostólica»[12]. Pensar mucho en sí mismo, hablar solo de uno mismo… La persona humilde evita conducir las conversaciones a su historia, a su experiencia, a lo que ha hecho: evita buscar desmedidamente que se reconozcan sus méritos. Bien diferente, en cambio, es hacer memoria de las misericordias de Dios e integrar la propia vida dentro del designo de la Providencia. Si uno habla de lo que hizo, es para que el otro pueda desarrollar su historia. Así pues, el testimonio de un encuentro personal con Cristo, dentro del legítimo pudor del alma, puede ayudar al otro a descubrir que a él también Jesús le ama, le perdona y le diviniza. ¡Qué alegría entonces! «Soy amado, luego existo»[13].
¿SOMOS DE ESAS PERSONAS QUE QUIEREN QUE LOS DEMÁS SE RINDAN A NUESTRO MODO DE PENSAR? LA TENDENCIA EXCESIVA A INSISTIR EN EL PROPIO PUNTO DE VISTA PUEDE DENOTAR RIGIDEZ DE MENTE
Hay momentos especialmente propicios para renovar los deseos de humildad. Por ejemplo, cuando uno recibe una promoción o empieza a tener un trabajo con cierta visibilidad pública. Es hora entonces de tomar decisiones que reflejan un estilo cristiano de trabajar: acoger esa posición como una oportunidad que Dios nos da de servir aún más; rehuir cualquier ventaja personal innecesaria; intensificar nuestra atención a los más débiles, sin sucumbir a las tentación de olvidarlos, ahora que uno trata con gente a la que antes no tenía acceso. También es entonces el momento de dar ejemplo de desprendimiento de las ganancias y honores inherentes a ese cargo o trabajo, de quitar peso a los aplausos que suele recibir quien manda y, en cambio, estar abierto a las críticas, que suelen pasar más ocultas y que contienen signos de verdad. Son muchas las manifestaciones de esa sencillez en el trabajo: reírnos de nosotros mismos cuando nos sorprendemos, por ejemplo, buscando enseguida si salimos en una fotografía o si nos citan en un texto; superar la tendencia a dejar nuestra firma en todo, o a amplificar un problema cuando no se nos pidió consejo para resolverlo, como si tuvieran que consultar siempre con nosotros...
Aprender a rendir el juicio
En el ambiente profesional, familiar, incluso recreativo, se organizan reuniones donde se intercambian puntos de vista quizá opuestos. ¿Somos de esas personas que quieren que los demás se rindan a nuestro modo de pensar? Lo que tendría que ser, lo que habría que hacer… La tendencia excesiva a insistir en el propio punto de vista puede denotar rigidez de mente. Sin duda, ceder no es algo automático, pero en todo caso muchas veces prueba que se posee una inteligencia de las situaciones. Aprovechar las ocasiones de rendir el propio juicio es algo agradable a los ojos de Dios[14]. Con frase lapidaria, Benedicto XVI comentaba en una ocasión el triste giro que dio Tertuliano en los últimos años de su vida: «Cuando solo se ve el propio pensamiento en su grandeza, al final se pierde precisamente esta grandeza»[15].
Alguna vez hemos de escuchar a personas más jóvenes, con menos experiencia, pero que quizá gozan de más dotes de inteligencia o de corazón, o tienen funciones en las que la gracia de Dios les asiste. Ciertamente, a nadie le gustaría pasar por tonto, o por alguien sin corazón, pero si nos preocupa mucho lo que los demás piensan de nosotros, es que nos falta humildad. La vida de Jesús, el Hijo de Dios, es una lección infinita para cualquier cristiano investido de una responsabilidad que el mundo juzga alta. Las aclamaciones de Jerusalén no hicieron olvidar al Rey de Reyes que otros lo iban a crucificar y que era también el Siervo doliente (cfr. Jn 12,12-19).
El rey san Luis aconsejaba a su hijo que, si un día llegaba a ser rey, en las reuniones del consejo real no defendiera con viveza su opinión, sin escuchar antes a los demás: «Los miembros de tu consejo podrían tener miedo de contradecirte, cosa que no conviene desear»[16]. Es muy saludable aprender a no opinar con ligereza, sobre todo cuando no se tiene la responsabilidad última y se desconoce el trasfondo de un asunto, además de carecer de la gracia de estado y de los datos que quizá posee quien está constituido en la autoridad. Por otro lado, tan importante como la ponderación y la reflexividad es la disposición a rendir el juicio con nobleza y magnanimidad: a veces hay que ejercer la prudencia de escuchar a consejeros y cambiar de parecer, y en eso se manifiesta cómo la humildad y el sentido común hacen a la persona más grande y eficaz. La prudencia en el juicio es favorecida por el trabajo en equipo: hacer equipo, aunar esfuerzos, elaborar un pensamiento y llegar a una decisión con los demás: todo eso es también un ejercicio de humildad y de inteligencia.
Humildad del siervo inútil
En las iniciativas pastorales, en las parroquias, en las asociaciones de beneficencia, en los proyectos para ayudar a los inmigrantes, muchas veces las soluciones a los problemas no son evidentes, o simplemente caben distintos modos de enfrentarlos. La actitud humilde lleva a manifestar la propia opinión, a decir de manera oportuna si algún punto no resulta claro, y a aceptar incluso una orientación distinta de la que uno veía, confiando en que la gracia de Dios asiste a quienes ejercen su función con rectitud de intención y cuentan con la ayuda de expertos en la materia.
Es poco conocido que la Iglesia católica, desde una preciosa humildad colectiva, es la institución que más iniciativas vivifica en el mundo entero para ayudar pobres y enfermos. En el pueblo de Dios justamente, donde conviven lo humano y lo divino, la humildad es especialmente necesaria. ¡Qué bonito aspirar a ser el sobre que se tira cuando se lee una carta, o la aguja que deja el hilo y desaparece, una vez que ha cumplido su misión! El Señor nos invita a decir: «Somos unos siervos inútiles; no hemos hecho más que lo que teníamos que hacer» (Lc 17,10). Así, el sacerdote tendrá la humildad de «aprender a no estar de moda»[17], no buscar estar siempre a la última, a la vanguardia de todo; a rechazar de manera casi instintiva el protagonismo que, fácilmente, va de la mano de una mentalidad de propietario de las almas. A su vez, el fiel laico, si es humilde, respeta a los ministros del culto por lo que representan: no critica a su párroco o a los sacerdotes en general, sino que les ayuda, con discreción. Los hijos de Noé cubrieron la desnudez de su padre embriagado (cfr. Gn 9,23). «Como los hijos buenos de Noé, cubre con la capa de la caridad las miserias que veas en tu padre, el Sacerdote»[18]. Santo Tomás Moro aplicaba este relato incluso al Romano Pontífice, por quien el pueblo cristiano hubiese debido rezar… ¡en vez de perseguirle![19]
El tiempo es de Dios: fe y humildad
«El testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia. Las Sagradas Escrituras afirman con fuerza la soberanía absoluta de Dios en el curso de los acontecimientos: “Nuestro Dios está en los cielos. Cuanto le agrada, lo hace” (Sal 115,3); y de Cristo se dice: “si él abre, nadie puede cerrar; si él cierra, nadie puede abrir” (Ap 3,7); “hay muchos proyectos en el corazón del hombre, pero solo el plan de Dios se realiza” (Pr 19,21)»[20]. Y la dirección espiritual es un medio excelente para situarnos mejor en ese horizonte. El Espíritu Santo actúa, con paciencia, y cuenta con el tiempo: el consejo recibido debe hacer su camino en el alma. Dios espera la humildad de un oído atento a su voz; entonces es posible sacar un provecho personal de las homilías que uno escucha en su parroquia, no solo para aprender algo, sino sobre todo para mejorar: tomar unas notas durante una charla de formación o un rato de oración, para comentarlas después con alguien que conoce bien nuestra alma, es también reconocer la voz del Espíritu Santo.
Fe y humildad van de la mano: en nuestro peregrinar hacia la patria celestial es necesario dejarnos guiar por el Señor, acudiendo a Él y escuchando su Palabra[21]. La lectura sosegada del Antiguo y del Nuevo Testamento, con los comentarios de carácter teológico-espiritual, nos ayuda a entender qué nos dice Dios en cada momento, invitándonos a la conversión: «mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos, mis caminos –oráculo del Señor»(Is 55,8; cfr. Rm 11,33). La humildad de la fe se arrodilla ante Jesucristo presente en la Eucaristía, adorando al Verbo encarnado como los pastores en Belén. Así sucedió santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein: nunca se olvidó de aquella mujer, que entró en una iglesia con su bolsa de compras y se arrodilló para hacer su oración personal, en conversación íntima con Dios[22].
La humildad lleva a vivir un presente aligerado de todo porvenir, porque los cristianos somos de esos que «han deseado con amor su venida» (2 Tm 4,8). Si nos enfadamos ante unas circunstancias menos favorables, necesitamos crecer en fe y en humildad. «Cuando te abandones de verdad en el Señor, aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la serenidad, si las tareas –a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios oportunos– no salen a tu gusto... Porque habrán “salido” como le conviene a Dios que salgan»[23]. De este modo, se evita un descontento exagerado, o la tendencia a retener en la memoria las humillaciones: un hijo de Dios perdona los agravios, no guarda rencor, va adelante[24]. Y si alguno piensa que otro le ha ofendido, trata de no hacer memoria de las ofensas, no guarda rencor: mira a Jesús, sabiendo que «a mí, que todavía me ha perdonado más, ¡qué gran deuda de amor me queda!»[25]. El humilde dice, con San Pablo: «olvidando lo que queda atrás, una cosa intento: lanzarme hacia lo que tengo por delante, correr hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios nos llama desde lo alto por Cristo Jesús» (Flp 3,13-14).
Esta actitud nos ayuda a aceptar la enfermedad, y a convertirla en una tarea fecunda: es una misión que Dios nos da. Y parte de esa misión es aprender a facilitar que otros nos puedan ayudar a aliviar nuestro dolor y las posibles angustias: dejarse asistir, curar, acompañar, es prueba de abandono en las manos de Jesús, que se hace presente en nuestros hermanos. Hemos de completar «lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).
La conciencia de que somos débiles nos llevará a dejarnos ayudar, a ser indulgentes con los demás, a comprender la condición humana, a evitar sorpresas farisaicas. Nuestra debilidad nos abre la inteligencia y el corazón para comprender la de los demás: se puede salvar la intención, por ejemplo, o pensar que una persona se encontró en situaciones muy difíciles de gestionar, aunque evidentemente eso no supone ignorar la verdad, llamando «al mal bien y al bien mal», y cambiando «lo amargo en dulce y lo dulce en amargo» (Is 5,20). Por otro lado, puede suceder a veces que uno tienda a infravalorarse. Esa baja autoestima, frecuente en muchos ambientes, tampoco es saludable, porque no corresponde a la verdad y corta las alas de quien está llamado a volar alto. No hay motivo para desmoralizarse: la humildad nos lleva a aceptar lo que nos viene dado, con la convicción profunda de que los caminos por los que el Señor desea conducirnos son de misericordia (cfr. Hb 3,10; Sal 95[94],10); pero nos lleva también, por eso mismo, a soñar con audacia: «Sentirse barro, recompuesto con lañas, es fuente continua de alegría; significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo. ¿Y hay mayor alegría que la del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios?»[26]
Apertura a la Providencia
El hombre y la mujer humildes están abiertos a la acción de la Providencia sobre su futuro. No buscan ni desean controlar todo, ni tener explicaciones para todo. Respetan el misterio de la persona humana y confían en Dios, aunque parezca incierto el día de mañana. No intentan conocer las secretas intenciones divinas, ni lo que supera su fuerza (cfr. Si 3,21). Les basta la gracia de Dios, porque «la fuerza se perfecciona en la flaqueza» (2 Co 12,9). Encontramos esa gracia en el trato con Jesucristo: es participación en su vida.
Tras una emocionante acción de gracias a Dios Padre, Jesús invita a sus discípulos de todos los tiempos a acercársele, quia mitis sum et humilis corde (Mt 11,29): el Señor es manso y humilde de corazón, y por eso encontraremos en Él comprensión y sosiego. Nos acercamos a Cristo en la Eucaristía, a su Cuerpo herido y resucitado: in humilitate carnis assumptae, reza el Prefacio I de Adviento –viene por primera vez en la humildad de nuestra carne. Tocamos la inefable humildad de Dios. «Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario... –Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz»[27]. La Virgen María nos acompaña para que le recibamos con la humildad con la que ella recibió a su Hijo Jesús. Salve radix, salve porta, ex qua mundo lux est orta[28]: Salve Raíz, salve puerta, de quien nació la Luz para iluminar un mundo sumergido en las tinieblas del orgullo; Jesucristo, Luz de Luz[29], nos revela la misericordia de Dios Padre.