"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

14 de septiembre de 2021

Fiesta de la EXALTACION DE LA SANTA CRUZ

 



Evangelio (Jn 3,13-17)

Pues nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre. Igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él.

Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.


Comentario

El evangelio de la fiesta de la exaltación de la Santa Cruz incluye un fragmento de la conversación que mantiene Jesús con Nicodemo, uno de los hombres ilustres de Jerusalén, que acude a Él de noche. Aunque se trata de un “maestro en Israel” (Jn 3,10), Nicodemo se acerca con deferencia al Señor, atraído por su imponente figura y predicación, llena de autoridad y sabiduría. Las palabras de Jesús son profundas y requieren por nuestra parte una actitud de escucha atenta y humilde, como la de Nicodemo.

El pasaje hace bastantes referencias al binomio arriba/abajo, y las acciones de subir y bajar, con gran contenido teológico. “Lo alto” es el ámbito de lo divino, el Cielo, donde está el Padre, de donde ha venido el Hijo, el cual, desciende al mundo, al ámbito limitado de los hombres, para ser uno de nosotros; y desde aquí, desde abajo regresa triunfante junto al Padre, con nuestra humanidad glorificada y asumida, como dirá el propio Jesús resucitado al final del evangelio: “subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Jn 20,17). Gracias a la obra realizada por Jesús, los hombres podrán tener vida eterna y salvación.

Todo este misterio es posible porque Jesús se ha dejado levantar en la cruz, para transformar paradójicamente en una exaltación el gesto terrible y humillante de alzar a los crucificados para que fueran vistos por todo el pueblo. El culmen de su fracaso a los ojos del mundo, se convierte en figura de su triunfo a los ojos del Padre y por eso en fuente de salvación para los hombres. En esto se ve cuánto amó Dios al mundo (v. 16).

Para explicar esto a Nicodemo en pocas palabras, Jesús hace referencia al famoso pasaje de la serpiente de bronce, contenido en el libro de los Números 21,8-9. En dicho pasaje, Dios manda a Moisés forjar una serpiente de bronce y colocarla en un mástil para ser alzada y contemplada por el pueblo en el desierto. Y así como los israelitas picados por las serpientes, obtenían paradójicamente salvación y curación al mirar a una serpiente alzada, así los hombres sumidos en el pecado pueden alcanzar salvación mirando al que es alzado en una cruz como si fuera maldito y pecador.

Reflexionando sobre la fiesta de la exaltación de la Cruz que conmemoramos hoy, el Papa Francisco explicaba en una ocasión el pasaje del diálogo de Jesús con Nicodemo así: “Alguna persona no cristiana podría preguntarnos: ¿por qué «exaltar» la cruz? Podemos responder que no exaltamos una cruz cualquiera, o todas las cruces: exaltamos la cruz de Jesús, porque en ella se reveló al máximo el amor de Dios por la humanidad. Es lo que nos recuerda el evangelio de Juan en la liturgia de hoy: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito» (3,16). El Padre «dio» al Hijo para salvarnos, y esto implicó la muerte de Jesús, y la muerte en la cruz”[1].

El papa Francisco se preguntaba entonces: “¿Por qué fue necesaria la cruz?” y respondía: “a causa de la gravedad del mal que nos esclavizaba. La cruz de Jesús expresa ambas cosas: toda la fuerza negativa del mal y toda la omnipotencia mansa de la misericordia de Dios. La cruz parece determinar el fracaso de Jesús, pero en realidad manifiesta su victoria. En el Calvario, quienes se burlaban de Él, le decían: «si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz» (cf. Mt 27,40). Pero era verdadero lo contrario: precisamente porque era el Hijo de Dios estaba allí, en la cruz, fiel hasta el final al designio del amor del Padre. Y precisamente por eso Dios «exaltó» a Jesús (Flp 2,9), confiriéndole una realeza universal”[2].


Al celebrar la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, suplicaste al Señor, con todas las veras de tu alma, que te concediera su gracia para "exaltar" la Cruz Santa en tus potencias y en tus sentidos... ¡Una vida nueva! Un resello: para dar firmeza a la autenticidad de tu embajada..., ¡todo tu ser en la Cruz! –Veremos, veremos. (Forja, 517)


La Cruz, ¡la Santa Cruz!, pesa.

–De una parte, mis pecados. De otra, la triste realidad de los sufrimientos de nuestra Madre la Iglesia; la apatía de tantos católicos que tienen un "querer sin querer"; la separación –por diversos motivos– de seres amados; las enfermedades y tribulaciones, ajenas y propias...

La Cruz, ¡la Santa Cruz!, pesa: «Fiat, adimpleatur...!» –¡Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios sobre todas las cosas! Amén. Amén. (Forja, 769)

La Cruz no es la pena, ni el disgusto, ni la amargura... Es el madero santo donde triunfa Jesucristo..., y donde triunfamos nosotros, cuando recibimos con alegría y generosamente lo que Él nos envía. (Forja, 788)

¡Sacrificio, sacrificio! –Es verdad que seguir a Jesucristo –lo ha dicho Él– es llevar la Cruz. Pero no me gusta oír a las almas que aman al Señor hablar tanto de cruces y de renuncias: porque, cuando hay Amor, el sacrificio es gustoso –aunque cueste– y la cruz es la Santa Cruz.

–El alma que sabe amar y entregarse así, se colma de alegría y de paz. Entonces, ¿por qué insistir en "sacrificio", como buscando consuelo, si la Cruz de Cristo –que es tu vida– te hace feliz? (Surco, 249)