Evangelio (Lucas 13 18-21)
Y decía:
—¿A qué se parece el reino de Dios y con que lo compararé? Es como un grano de mostaza, que tomó un hombre y lo echó en su huerto y creció y llego a hacerse un árbol, y las aves del cielo anidaron en sus ramas.
—Y dijo también:
—¿Con qué compararé el Reino de Dios? Es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina hasta que fermentó todo.
Comentario:
La acción santificadora del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida. El crecimiento de la vida interior es paulatino. Dios cuenta con el tiempo, conoce nuestra fragilidad y las dificultades que van a presentarse en nuestra vida, pero la gracia, su amor, es constante. El bien es difusivo y así es la santidad. El Señor nos pone la imagen de las aves del cielo, que vienen a posarse en las ramas de la semilla de mostaza que se ha hecho árbol. Igual ocurre con los hijos de Dios, si procuran ser fieles. Muchos acudirán a ampararse en el amor de Dios que se manifiesta en sus vidas.
Hemos de perseverar en la lucha, una lucha cotidiana, casi siempre en cosas pequeñas, que deja el alma dispuesta para recibir la semilla divina y dar fruto. No importa que nuestros deseos de santidad sean efímeros e inconstantes, Dios es tan bueno, que con un poquito de buena voluntad, construye el edificio de nuestra santidad. Solía decir san Josemaría que cada vez que hacía un acto de contrición, recomenzaba. Experimentamos constantemente nuestra imperfección, pero lejos de desanimarnos sabemos que nuestra debilidad atrae al amor divino, un amor que le lleva a clamar: ` ¿Puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del fruto de sus entrañas? ¡Pues aunque ellas se olvidaran, Yo no te olvidaré´[1].
Dios actúa como el fermento en la masa. Aplica a nuestra naturaleza caída los méritos infinitos de su Redención y la transforma, la diviniza. Así hemos de actuar nosotros en medio del mundo: ser fermento en la masa, santificando nuestras ocupaciones diarias, aprovechando esas circunstancias para crecer en santidad y santificar a los demás. La santidad consiste en amar. El fermento del amor hará emerger una nueva civilización, una nueva cultura que alboree en el mundo, llevada a cabo por los hijos de Dios, porque, como afirma el Apóstol: 'la creación espera anhelante la manifestación de los hijos de Dios'.
PARA TU ORACION PERSONAL:
Llamadas, mensajes, tweets, alertas... teléfonos y ordenadores han cambiado nuestro acceso a la realidad. ¿Cómo lograr que sean una ayuda para nuestra vida ordinaria al servicio de Dios y de los demás?
Las nuevas tecnologías han aumentado el volumen de información que recibimos en cada instante, y quizás hoy ya no nos sorprenda que nos lleguen en tiempo real las noticias de sitios lejanos. Estar enterado y tener datos de lo que sucede es progresivamente más fácil. Surgen, quizá, nuevos retos, y en particular este: ¿cómo gestionar los recursos informáticos?
El aumento de la información disponible impone a cada uno de nosotros la necesidad de cultivar una actitud reflexiva. Es decir, la capacidad de discernir los datos que son valiosos de los que no lo son. A veces es complicado, pues «la velocidad con la que se suceden las informaciones supera nuestra capacidad de reflexión y de juicio, y no permite una expresión mesurada y correcta de uno mismo»[1]. Si a lo anterior se suma que las tecnologías de comunicación nos ofrecen una gran cantidad de estímulos que reclaman nuestra atención (mensajes de texto, imágenes, música), es evidente el riesgo de acostumbrarse a responder a estos inmediatamente, sin tener en cuenta la actividad que estábamos realizando en ese momento.
El silencio forma parte del proceso comunicativo, al abrir momentos de reflexión que permitirán asimilar lo que se percibe y dar una respuesta adecuada al interlocutor: «Escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros mismos; nace y se profundiza el pensamiento, comprendemos con mayor claridad lo que queremos decir o lo que esperamos del otro; elegimos cómo expresarnos»[2].
En la vida cristiana, el silencio juega un papel importantísimo, pues es condición para cultivar una interioridad que permite oír la voz del Espíritu Santo y secundar sus mociones. San Josemaría relacionaba al silencio, la fecundidad y la eficacia[3], y el Papa Francisco ha pedido oraciones «para que los hombres y mujeres de nuestro tiempo, a menudo abrumados por el bullicio, redescubran el valor del silencio y sepan escuchar a Dios y a los hermanos»[4]. ¿Cómo conseguir esta interioridad, en un ambiente marcado por las nuevas tecnologías?
La virtud de la templanza, una aliada
Señala san Josemaría una experiencia con la que es fácil identificarse: "Me bullen en la cabeza los asuntos en los momentos más inoportunos...", dices. Por eso te he recomendado que trates de lograr unos tiempos de silencio interior,... y la guarda de los sentidos externos e internos[5]. Para alcanzar un recogimiento que lleve a meter las potencias en la tarea que realizamos, y así poder santificarla, es preciso ejercitarse en la guarda de los sentidos. Y esto se aplica de modo especial al uso de los recursos informáticos, que ‒como todos los bienes materiales‒ se deben emplear con moderación.
La virtud de la templanza es una aliada para conservar la libertad interior al moverse por los ambientes digitales. Templanza es señorío[6], porque ordena nuestras inclinaciones hacia el bien en el uso de los instrumentos con los que contamos. Lleva a obrar de manera que se empleen rectamente las cosas, porque se les da su justo valor, de acuerdo con la dignidad de hijos de Dios.
Si queremos acertar en la elección de aparatos electrónicos, la contratación de servicios, o incluso al usar un recurso informático gratuito, resulta lógico que consideremos su atractivo o utilidad, pero también si aquello corresponde con un estilo templado de vivir: ¿Esto me llevará a aprovechar más el tiempo, o me procurará distracciones inoportunas? ¿las funcionalidades adicionales justifican una nueva compra, o es posible seguir utilizando el aparato que ya tengo?
El ideal de la santidad implica ir más allá de lo que es meramente lícito ‒si se puede…‒, para preguntarse: esto, ¿me acercará más a Dios? Da mucha luz aquella respuesta de san Pablo a los de Corinto:«Todo me es lícito». Pero no todo conviene. «Todo me es lícito». Pero no me dejaré dominar por nada[7]. Esta afirmación de autodominio del Apóstol cobra nueva actualidad, cuando consideramos algunos productos o servicios informáticos que, al procurar una recompensa inmediata o relativamente rápida, estimulan la repetición. Saber poner un límite a su uso evitará fenómenos como la ansiedad o, en casos extremos, una especie de dependencia. Nos puede servir en este campo aquel breve consejo: Acostúmbrate a decir que no[8], detrás del cual se encuentra una llamada a luchar con sentido positivo, como el mismo san Josemaría explicaba: Porque de esta victoria interna sale la paz para nuestro corazón, y la paz que llevamos a nuestros hogares –cada uno, al vuestro–, y la paz que llevamos a la sociedad y al mundo entero[9].
El uso de las nuevas tecnologías dependerá de las circunstancias y necesidades propias. Por eso, en este ámbito cada uno ‒ayudado por el consejo de los demás‒ debe encontrar su medida. Cabe siempre preguntarse si el uso es templado. Los mensajes, por ejemplo, pueden ser útiles para manifestar cercanía a un amigo, pero si fueran tan numerosos que acarrearan interrupciones continuas en el trabajo o el estudio, probablemente estaríamos cayendo en la banalidad y la pérdida de tiempo. En este caso, el autodominio nos ayudará a vencer la impaciencia y a dejar la respuesta para más tarde, de modo que podamos emplearnos en una actividad que exigía concentración, o simplemente prestar atención a una persona con la que estábamos conversando.
Ciertas actitudes ayudan a vivir la templanza en este ámbito. Por ejemplo, conectar el acceso a las redes a partir de una hora determinada, fijar un número de veces al día para mirar la cuenta de una red social o para comprobar el correo electrónico, desconectar los dispositivos por la noche, evitar su uso durante las comidas y en los momentos de mayor recogimiento, como son los días dedicados a un retiro espiritual. Internet se puede consultar en momentos y lugares apropiados, de modo que uno no se ponga en una situación de navegar por la web sin un objetivo concreto, con el riesgo de toparse con contenidos que contradicen un planteamiento cristiano de la vida, o al menos perder el tiempo con trivialidades.
El convencimiento de que nuestras aspiraciones más altas están más allá de las satisfacciones rápidas que nos podría dar un click, da sentido al esfuerzo por vivir la templanza. A través de esta virtud, se forja una personalidad sólida y la vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes[10].
El valor del estudio
El hábito del estudio, que ordena el afán de conocer hacia metas nobles, suele relacionarse a la templanza. Santo Tomás caracteriza la virtud de la studiositas como un «cierto entusiasmante interés por adquirir el conocimiento de las cosas»[11], que implica la superación de la comodidad y la pereza. Cuanto más intensamente la mente se aplique a algo gracias a haberlo conocido, tanto más se desarrolla regularmente su deseo de aprender y saber.
Foto: Esthervargas
El afán de saber es enriquecedor cuando se pone al servicio de los demás, y contribuye a fomentar un recto amor al mundo, que nos impulsa a seguir la evolución de las realidades culturales y sociales en las que nos movemos y que queremos llevar a Dios. Pero esto es distinto del vivir abocado hacia fuera, dominado por una curiosidad que se manifestaría, por ejemplo, en el ansia de estar informados de todo o de no querer perderse nada. Esa actitud desordenada acabaría conduciendo a la superficialidad, a la dispersión intelectual, a la dificultad para cultivar el trato con Dios, a la pérdida del afán apostólico.
Las nuevas tecnologías, al ampliar las fuentes de información disponibles, son una ayuda valiosa en el estudio de asuntos tan variados como un proyecto académico de investigación, la elección de un sitio para las vacaciones familiares, etc. Sin embargo, también existen varias formas de desorden del apetito o deseo de conocimiento: una persona puede abandonar un determinado estudio que constituye para ella una obligación, y comenzar «otra investigación menos beneficiosa»[12]. Por ejemplo, cuando la atención se centra en la respuesta a un mensaje o a la última actualización, en lugar de concentrarse en el estudio o el trabajo.
La curiosidad desmedida, que santo Tomás caracterizaba como una «inquietud errante del espíritu»[13], puede conducir a la acidia: una tristeza del corazón, una pesadez del alma que no consigue responder a su vocación que exige poner atención y esfuerzo en el trato con el prójimo y con Dios. La acidia es compatible con una cierta agitación de la mente y el cuerpo, pero que solo refleja la inestabilidad interior. Por el otro lado, el hábito del estudio mantiene el vigor a la hora de trabajar y relacionarse con los demás, da eficacia al tiempo que empleamos e incluso ayuda a encontrar gusto a las actividades que exigen un esfuerzo mental.
Proteger los tiempos de silencio
La templanza allana el camino hacia la santidad, pues construye un orden interior que permite emplear la inteligencia y la voluntad en lo que se trae entre manos: ¿Quieres de verdad ser santo? –Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces[14]. Para recibir la gracia divina, para crecer en santidad, el cristiano ha de meterse en la actividad que es su materia de santificación.
¿Las nuevas tecnologías favorecen la superficialidad? Dependerá, sin duda, del modo en que se utilicen. Sin embargo, hay que estar prevenidos contra la disipación: –Dejas que se abreven tus sentidos y potencias en cualquier charca. –Así andas tú luego: sin fijeza, esparcida la atención, dormida la voluntad y despierta la concupiscencia[15].
Evidentemente, cuando se cede a la disipación por un empleo desordenado del teléfono o de internet, la vida de oración encuentra obstáculos para su desarrollo. No obstante, el espíritu cristiano lleva a conservar la calma mientras uno se mueve con soltura en las diversas circunstancias de la vida moderna: Los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en coloquio permanente con el Señor[16].
San Josemaría señalaba que el silencio es como el portero de la vida interior[17], y en esta línea animaba a los fieles que viven en medio del mundo a tener momentos de mayor recogimiento, compatibles con un trabajo intenso. Especial importancia daba a la preparación de la Santa Misa. En un ambiente permeado por las nuevas tecnologías, los cristianos saben encontrar tiempos para el trato con Dios, donde se recogen los sentidos, la imaginación, la inteligencia, la voluntad. Como el profeta Elías, descubrimos al Señor no en el ruido de los elementos y el ambiente, sino en un susurro de brisa suave[18].
El recogimiento que abre espacio al coloquio con Jesucristo exige dejar en un segundo plano otras actividades que reclaman nuestra atención. La oración pide desconectarse de lo que nos pueda distraer, y con frecuencia será oportuno que la desconexión sea física: desactivando las notificaciones de un dispositivo, cerrando los programas en ejecución o, eventualmente, apagándolo. Es el momento de dirigir la mirada al Señor, y dejar en sus manos el resto.
Por otro lado, el silencio lleva a ser atento con los demás y refuerza la fraternidad, para descubrir personas que necesitan ayuda, caridad y cariño[19]. En una época donde contamos con recursos tecnológicos que parecen empujarnos a llenar todo nuestro día de iniciativas, de actividades, de ruido, es bueno hacer silencio fuera y dentro de nosotros. En este sentido, al reflexionar sobre el papel de los medios de comunicación en la cultura actual, el Papa Francisco ha invitado a «recuperar un cierto sentido de lentitud y de calma. Esto requiere tiempo y capacidad de guardar silencio para escuchar. (…) Si tenemos el genuino deseo de escuchar a los otros, entonces aprenderemos a mirar el mundo con ojos distintos y a apreciar la experiencia humana tal y como se manifiesta en las distintas culturas y tradiciones»[20]. El esfuerzo por formar una actitud personal de escucha, y la promoción de espacios de silencio, nos abre a los demás, y de modo especial, a la acción de Dios en nuestras almas y en el mundo.
Hasta ahora no habías comprendido el mensaje que los cristianos traemos a los demás hombres: la escondida maravilla de la vida interior. ¡Qué mundo nuevo les estás poniendo delante! (Surco, 654)
¡Cuántas cosas nuevas has descubierto! –Sin embargo, a veces eres un ingenuo, y piensas que has visto todo, que estás ya enterado de todo... Luego, tocas con tus manos la riqueza única e insondable de los tesoros del Señor, que siempre te mostrará "cosas nuevas", si tú respondes con amor y delicadeza: y entonces comprendes que estás al principio del camino, porque la santidad consiste en la identificación con Dios, con ese Dios nuestro, que es infinito, inagotable. (Surco, 655)
Vamos a no engañarnos... –Dios no es una sombra, un ser lejano, que nos crea y luego nos abandona; no es un amo que se va y ya no vuelve. Aunque no lo percibamos con nuestros sentidos, su existencia es mucho más verdadera que la de todas las realidades que tocamos y vemos. Dios está aquí, con nosotros, presente, vivo: nos ve, nos oye, nos dirige, y contempla nuestras menores acciones, nuestras intenciones más escondidas.
Creemos esto..., pero ¡vivimos como si Dios no existiera! Porque no tenemos para Él ni un pensamiento, ni una palabra; porque no le obedecemos, ni tratamos de dominar nuestras pasiones; porque no le expresamos amor, ni le desagraviamos...
–¿Vamos a seguir viviendo con una fe muerta? (Surco, 658)
Es preciso que seas “hombre de Dios”, hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. –Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida “para adentro”. (Camino, 961)
Vida interior. Santidad en las tareas ordinarias, santidad en las cosas pequeñas, santidad en la labor profesional, en los afanes de cada día...; santidad, para santificar a los demás. Soñaba en cierta ocasión un conocido mío -¡nunca le acabo de conocer bien!- que volaba en un avión a mucha altura, pero no dentro, en la cabina; iba montado sobre las alas. ¡Pobre desgraciado: cómo padecía y se angustiaba! Parecía que Nuestro Señor le daba a entender que así van –inseguras, con zozobras– por las alturas de Dios las almas apostólicas que carecen de vida interior o la descuidan: con el peligro constante de venirse abajo, sufriendo, inciertas.
Y pienso, efectivamente, que corren un serio peligro de descaminarse aquellos que se lanzan a la acción –¡al activismo!–, y prescinden de la oración, del sacrificio y de los medios indispensables para conseguir una sólida piedad: la frecuencia de Sacramentos, la meditación, el examen de conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo con la Virgen Santísima y con los Ángeles custodios... Todo esto contribuye además, con eficacia insustituible, a que sea tan amable la jornada del cristiano, porque de su riqueza interior fluyen la dulcedumbre y la felicidad de Dios, como la miel de panal.
En la personal intimidad, en la conducta externa; en el trato con los demás, en el trabajo, cada uno ha de procurar mantenerse en continua presencia de Dios, con una conversación -un diálogo- que no se manifiesta hacia fuera. Mejor dicho, no se expresa de ordinario con ruido de palabras, pero sí se ha de notar por el empeño y por la amorosa diligencia que pondremos en acabar bien las tareas, tanto las importantes como las menudas. (Amigos de Dios, 18-19)