Evangelio (Mc 13,24-32)
Pero en aquellos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potestades de los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes con gran poder y gloria. Y entonces enviará a los ángeles y reunirá a sus elegidos desde los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.
Aprended de la higuera esta parábola: cuando sus ramas están ya tiernas y brotan las hojas, sabéis que está cerca el verano. Así también vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que es inminente, que está a las puertas. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Pero nadie sabe de ese día y de esa hora: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre.
Comentario
Jesús habla con sus discípulos sentado en el monte de los Olivos, frente al Templo de Jerusalén. Uno de ellos pondera la solidez y magnificencia de la construcción, y todos quedan sorprendidos cuando le responde: “¿Ves estas grandes construcciones? No quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derruida” (Mc 13,2).
Sus palabras, interrumpiendo unos comentarios llenos de admiración, resultaban sobrecogedoras: ¿de qué catástrofe estaba hablando? Para ellos eso sólo podría suceder en el fin del mundo. ¿El final era inminente?
En la respuesta de Jesús se entrelazan palabras del Antiguo Testamento, concretamente del libro de Daniel, con otras de Isaías y Ezequiel. Utiliza imágenes de género apocalíptico bien conocidas en la tradición de Israel: “el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potestades de los cielos se conmoverán” (Mc 13,24-25).
Pero los vaticinios de los antiguos profetas culminan en la manifestación gloriosa de Jesucristo, el Mesías esperado, que, por encima de los cataclismos del cosmos y de los vaivenes de la historia humana, permanece como punto firme y estable: “Entonces verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes con gran poder y gloria” (Mc 13,26)
El Maestro desvía la atención de los detalles accesorios, como son los relativos al tiempo y momento concreto en que sobrevendrá el final, para centrarse en lo fundamental. “Cristo es el Señor del cosmos y de la historia -enseña el Catecismo de la Iglesia Católica-. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación, su cumplimiento transcendente”[1].
La respuesta de Jesús no ofrece una descripción de lo que sucederá, sino que es una invitación a vivir bien el presente, a estar atentos, siempre preparados para cuando venga el Hijo del Hombre y nos pida cuentas de nuestra vida.
El Maestro enseña que la historia de los pueblos y de las personas tiene una meta que es el encuentro definitivo con el Señor. Cuándo y cómo sucederá no tiene para nosotros mayor interés, por eso dice Jesús de modo provocativo que “nadie sabe de ese día y de esa hora: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre” (Mc 13,32).
Deliberadamente nos aparta de una curiosidad superficial por los acontecimientos del futuro para mostrar lo realmente importante. Señala el sendero justo por el que caminar para llegar a la vida eterna: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mc 13,31). Todo pasa –nos viene a recordar–, pero la Palabra de Dios no cambia, y es guía estable para regir nuestro comportamiento. Sólo tiene sentido y estabilidad una vida que se apoya y fundamenta en la Palabra de Dios que Jesús nos ha dado.
En el Credo confesamos que “Jesucristo subió a los cielos, y está sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos”. “Entonces -dice el Catecismo-, se pondrán a la luz la conducta de cada uno y el secreto de los corazones. Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios. La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino”[2]. En el Juicio quedará patente si hemos caminado en nuestra vida a la luz de la Palabra de Dios, o si la hemos despreciado, fiándonos de nosotros mismos.
PARA TU ORACION PERSONAL
En el Credo profesamos que Jesús «de nuevo vendrá en la gloria para juzgar a vivos y muertos». La historia humana comienza con la creación del hombre y la mujer a imagen y semejanza de Dios y concluye con el juicio final de Cristo. A menudo se olvidan estos dos polos de la historia, y sobre todo la fe en el retorno de Cristo y en el juicio final a veces no es tan clara y firme en el corazón de los cristianos. Jesús, durante la vida pública, se detuvo frecuentemente en la realidad de su última venida. Hoy desearía reflexionar sobre tres textos evangélicos que nos ayudan a entrar en este misterio: el de las diez vírgenes, el de los talentos y el del juicio final. Los tres forman parte del discurso de Jesús sobre el final de los tiempos, en el Evangelio de san Mateo.
Ante todo recordemos que, con la Ascensión, el Hijo de Dios llevó junto al Padre nuestra humanidad que Él asumió y quiere atraer a todos hacia sí, llamar a todo el mundo para que sea acogido entre los brazos abiertos de Dios, para que, al final de la historia, toda la realidad sea entregada al Padre. Pero existe este «tiempo inmediato» entre la primera venida de Cristo y la última, que es precisamente el tiempo que estamos viviendo. En este contexto del «tiempo inmediato» se sitúa la parábola de las diez vírgenes (cf. Mt 25, 1-13). Se trata de diez jóvenes que esperan la llegada del Esposo, pero él tarda y ellas se duermen. Ante el anuncio improviso de que el Esposo está llegando todas se preparan a recibirle, pero mientras cinco de ellas, prudentes, tienen aceite para alimentar sus lámparas; las otras, necias, se quedan con las lámparas apagadas porque no tienen aceite; y mientras lo buscan, llega el Esposo y las vírgenes necias encuentran cerrada la puerta que introduce en la fiesta nupcial. Llaman con insistencia, pero ya es demasiado tarde; el Esposo responde: no os conozco. El Esposo es el Señor y el tiempo de espera de su llegada es el tiempo que Él nos da, a todos nosotros, con misericordia y paciencia, antes de su venida final; es un tiempo de vigilancia; tiempo en el que debemos tener encendidas las lámparas de la fe, de la esperanza y de la caridad; tiempo de tener abierto el corazón al bien, a la belleza y a la verdad; tiempo para vivir según Dios, pues no sabemos ni el día ni la hora del retorno de Cristo. Lo que se nos pide es que estemos preparados al encuentro —preparados para un encuentro, un encuentro bello, el encuentro con Jesús—, que significa saber ver los signos de su presencia, tener viva nuestra fe, con la oración, con los Sacramentos, estar vigilantes para no adormecernos, para no olvidarnos de Dios. La vida de los cristianos dormidos es una vida triste, no es una vida feliz. El cristiano debe ser feliz, la alegría de Jesús. ¡No nos durmamos!
La segunda parábola, la de los talentos, nos hace reflexionar sobre la relación entre cómo empleamos los dones recibidos de Dios y su retorno, cuando nos preguntará cómo los hemos utilizado (cf. Mt 25, 14-30). Conocemos bien la parábola: antes de su partida, el señor entrega a cada uno de sus siervos algunos talentos para que se empleen bien durante su ausencia. Al primero le da cinco, al segundo dos y al tercero uno. En el período de ausencia, los primeros dos siervos multiplican sus talentos —son monedas antiguas—, mientras que el tercero prefiere enterrar el suyo y devolverlo intacto al señor. A su regreso, el señor juzga su obra: alaba a los dos primeros, y el tercero es expulsado a las tinieblas, porque escondió por temor el talento, encerrándose en sí mismo. Un cristiano que se cierra en sí mismo, que oculta todo lo que el Señor le ha dado, es un cristiano... ¡no es cristiano! ¡Es un cristiano que no agradece a Dios todo lo que le ha dado! Esto nos dice que la espera del retorno del Señor es el tiempo de la acción —nosotros estamos en el tiempo de la acción—, el tiempo de hacer rendir los dones de Dios no para nosotros mismos, sino para Él, para la Iglesia, para los demás; el tiempo en el cual buscar siempre hacer que crezca el bien en el mundo. Y en particular hoy, en este período de crisis, es importante no cerrarse en uno mismo, enterrando el propio talento, las propias riquezas espirituales, intelectuales, materiales, todo lo que el Señor nos ha dado, sino abrirse, ser solidarios, estar atentos al otro. En la plaza he visto que hay muchos jóvenes: ¿es verdad esto? ¿Hay muchos jóvenes? ¿Dónde están? A vosotros, que estáis en el comienzo del camino de la vida, os pregunto: ¿habéis pensado en los talentos que Dios os ha dado? ¿Habéis pensado en cómo podéis ponerlos al servicio de los demás? ¡No enterréis los talentos! Apostad por ideales grandes, esos ideales que ensanchan el corazón, los ideales de servicio que harán fecundos vuestros talentos. La vida no se nos da para que la conservemos celosamente para nosotros mismos, sino que se nos da para que la donemos. Queridos jóvenes, ¡tened un ánimo grande! ¡No tengáis miedo de soñar cosas grandes!
Finalmente, una palabra sobre el pasaje del juicio final, en el que se describe la segunda venida del Señor, cuando Él juzgará a todos los seres humanos, vivos y muertos (cf. Mt 25, 31-46). La imagen utilizada por el evangelista es la del pastor que separa las ovejas de las cabras. A la derecha se coloca a quienes actuaron según la voluntad de Dios, socorriendo al prójimo hambriento, sediento, extranjero, desnudo, enfermo, encarcelado —he dicho «extranjero»: pienso en muchos extranjeros que están aquí, en la diócesis de Roma: ¿qué hacemos por ellos?—; mientras que a la izquierda van los que no ayudaron al prójimo. Esto nos dice que seremos juzgados por Dios según la caridad, según como lo hayamos amado en nuestros hermanos, especialmente los más débiles y necesitados. Cierto: debemos tener siempre bien presente que nosotros estamos justificados, estamos salvados por gracia, por un acto de amor gratuito de Dios que siempre nos precede; solos no podemos hacer nada. La fe es ante todo un don que hemos recibido. Pero para dar fruto, la gracia de Dios pide siempre nuestra apertura a Él, nuestra respuesta libre y concreta. Cristo viene a traernos la misericordia de Dios que salva. A nosotros se nos pide que nos confiemos a Él, que correspondamos al don de su amor con una vida buena, hecha de acciones animadas por la fe y por el amor.
Queridos hermanos y hermanas, que contemplar el juicio final jamás nos dé temor, sino que más bien nos impulse a vivir mejor el presente. Dios nos ofrece con misericordia y paciencia este tiempo para que aprendamos cada día a reconocerle en los pobres y en los pequeños; para que nos empleemos en el bien y estemos vigilantes en la oración y en el amor. Que el Señor, al final de nuestra existencia y de la historia, nos reconozca como siervos buenos y fieles.
Papa Francisco
¿Cómo será el Juicio final? ¿Qué actitud debemos tener los cristianos ante lo que sucederá tras la muerte? San Josemaría nos propone varios textos para meditarlo.
La imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza; quizás la imagen decisiva para nosotros de la esperanza. ¿Pero no es quizás también una imagen que da pavor? Yo diría: es una imagen que exige la responsabilidad. (...) Dios es justicia y crea justicia. Éste es nuestro consuelo y nuestra esperanza. (Benedicto XVI, Spe Salvi, n. 44)
«Me hizo gracia que hable usted de la ‘cuenta’ que le pedirá Nuestro Señor. No, para ustedes no será Juez —en el sentido austero de la palabra— sino simplemente Jesús».
—Esta frase, escrita por un Obispo santo, que ha consolado más de un corazón atribulado, bien puede consolar el tuyo.
Camino, 168
El Señor (...) no es un Dominador tiránico, ni un Juez rígido e implacable: es nuestro Padre. Nos habla de nuestros pecados, de nuestros errores, de nuestra falta de generosidad: pero es para librarnos de ellos, para prometernos su Amistad y su Amor. La conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre.
Es Cristo que pasa, 64
Aunque todo se hunda y se acabe, aunque los acontecimientos sucedan al revés de lo previsto, con tremenda adversidad, nada se gana turbándose. Además, recuerda la oración confiada del profeta: “el Señor es nuestro Juez, el Señor es nuestro Legislador, el Señor es nuestro Rey; El es quien nos ha de salvar”.
—Rézala devotamente, a diario, para acomodar tu conducta a los designios de la Providencia, que nos gobierna para nuestro bien.
Surco, 855
Seamos hombres de paz, hombres de justicia, hacedores del bien, y el Señor no será para nosotros Juez, sino amigo, hermano, Amor.
Es Cristo que pasa, 187
¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?
Camino, 746
La conquista del Cielo
Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el campo. El reino de los cielos es una conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo, pero el clamor humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par. Uno de los ladrones que fueron crucificados con Jesús le suplica: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le respondió: en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.
Es Cristo que pasa, 180
Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres.
Cuando Cristo inicia su predicación en la tierra, no ofrece un programa político, sino que dice: haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos; encarga a sus discípulos que anuncien esa buena nueva, y enseña que se pida en la oración el advenimiento del reino. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero, lo único verdaderamente necesario.
Es Cristo que pasa, 180
La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que —por tanto— se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios.
Es Cristo que pasa, 64
¿Harás un examen bien a fondo?
Los primeros Apóstoles, cuando el Señor los llamó, estaban junto a la barca vieja y junto a las redes rotas, remendándolas. El Señor les dijo que le siguieran; y ellos, statim —inmediatamente, relictis omnibus—abandonando todas las cosas, ¡todo!, le siguieron...
Y sucede algunas veces que nosotros —que deseamos imitarles— no acabamos de abandonar todo, y nos queda un apego en el corazón, un error en nuestra vida, que no queremos cortar, para ofrecérselo al Señor.
—¿Harás el examen de tu corazón bien a fondo? —No ha de quedar nada ahí, que no sea de El; si no, no le amamos bien, ni tú ni yo.
Forja, 356
Nuestra vida —la de los cristianos— ha de ser así de vulgar: procurar hacer bien, todos los días, las mismas cosas que tenemos obligación de vivir; realizar en el mundo nuestra misión divina, cumpliendo el pequeño deber de cada instante.
—Mejor: esforzándonos por cumplirlo, porque a veces no lo conseguiremos y, al venir la noche, en el examen, tendremos que decir al Señor: no te ofrezco virtudes; hoy sólo puedo ofrecerte defectos, pero —con tu gracia— llegaré a llamarme vencedor.
Forja, 616
Justicia y misericordia
Si se pierde la sensibilidad para las cosas de Dios, difícilmente se entenderá el Sacramento de la Penitencia. La confesión sacramental no es un diálogo humano, sino un coloquio divino; es un tribunal, de segura y divina justicia y, sobre todo, de misericordia, con un juez amoroso que no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
Es Cristo que pasa, 78
Hay mucha propensión en las almas mundanas a recordar la Misericordia del Señor. —Y así se animan a seguir adelante en sus desvaríos.
Es verdad que Dios Nuestro Señor es infinitamente misericordioso, pero también es infinitamente justo: y hay un juicio, y El es el Juez.
Camino, 747
Sin miedo a la muerte
No tengas miedo a la muerte. —Acéptala, desde ahora, generosamente..., cuando Dios quiera..., como Dios quiera..., donde Dios quiera. —No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga..., enviada por tu Padre-Dios. —¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte!
Camino, 739
Me hablas de morir "heroicamente". —¿No crees que es más "heroico" morir inadvertido en una buena cama, como un burgués..., pero de mal de Amor?
Camino, 743