"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

19 de diciembre de 2021

EL EVANGELIO DE MARIA




 Evangelio (Lc 1, 39-45)


Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:


—Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor.


Comentario


En el Evangelio de san Lucas, la Visitación sigue inmediatamente a la Anunciación, por la simple razón de que así sucedieron las cosas en la realidad. Ciertos comentadores hacen notar que probablemente la Virgen María ha intuido en el saludo de San Gabriel una invitación a atender a su pariente Isabel. “Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes” (Lc 1, 36). Su explicación parece convincente, y en la decisión de María tenemos sin duda materia más que suficiente para meditar sobre el espíritu de servicio.


Sin embargo, no es esa la dirección que vamos a tomar en nuestro comentario. Más bien, nos vamos a fijar en el adverbio “deprisa”, traducción castellana de la expresión latina “cum festinatione”. ¿Por qué razón hacemos las cosas “deprisa”, es decir sin demora? La más poderosa es ciertamente el amor o el cariño. Cuando se quiere de veras a alguien, se hacen las cosas que se refieren a él “deprisa”, sin dejarse dominar por la pereza. En cambio, un amor o un cariño “tibios” invocan cualquier pretexto para retrasar todo lo que exige un esfuerzo.


En nuestra meditación, puede ser útil que nos pongamos en el lugar de la Virgen María, para entender así mejor su manera de actuar. ¿Qué acaba de suceder? San Gabriel le ha comunicado la noticia más asombrosa de toda la historia humana: que la Encarnación prometida por Dios y anunciada por los profetas va a realizarse, si ella está de acuerdo. Y al responder “fiat mihi”, “Verbum caro factum est”, el Verbo se hizo carne en sus entrañas purísimas. Si pensamos en nosotros ¿cuál es nuestra tendencia al enterarnos de una buena noticia, algo bueno que deseábamos desde hacía mucho tiempo? En general, aislarnos más o menos, para saborear a fondo lo que se nos ha dicho. ¿Qué hizo nuestra Madre?: “se levantó y marchó deprisa a la montaña” (Lc 1, 39).


“Marchar”, o sus sinónimos, es un verbo muy presente en la Santa Escritura, porque Dios en su bondad infinita nos pide a menudo que nos movamos, que “marchemos” aquí o allá, para servirle, para ser útiles en los cometidos que ha previsto en sus planes eternos y que nos da a conocer por el conducto reglamentario. En ese sentido, “instalarse” es el verbo opuesto a “marchar”. Por esta razón, la tendencia a instalarse, una cierta dificultad para superar la pereza, son signos bastante claros de la existencia en nosotros de la tibieza, al menos en algunos ámbitos de nuestra vida.


Para preparar bien la gran fiesta de Navidad, y para prepararnos nosotros mismos bien, sería bueno que en los días próximos pensásemos mucho en nuestra Madre del Cielo. Porque su amor y su celo son la antítesis de cualquier tibieza. Ésta consiste con frecuencia en seguir al Señor “de lejos”, como San Pedro en la noche del Jueves Santo (cfr. Mt 26, 58). En cambio, sabemos que en la Virgen María “Dominus tecum”, “el Señor está contigo”, no a distancia, ni lejos. Al mismo tiempo, el tibio tiene en general un gran vacío interior. En cambio, nuestra Madre es “gratia plena”, “llena de gracia”, sin lugar alguno para cualquier especie de vacío. Se compara también a la tibieza a un fuego que se está apagando, porque no se le alimenta bien. En cambio, el corazón de la Virgen está en llamas, con un amor de una fuerza impresionante. Por estas razones, y sin duda por muchas más, “se levantó y marchó deprisa a la montaña”, para servir y cumplir así la voluntad de Dios.


¿Qué propósito podríamos hacer en este cuarto domingo de Adviento, cuando sólo faltan algunos días para Navidad? Tratar de hacer las cosas previstas “deprisa”, “cum festinatione”, sobre todo el cumplimiento de nuestros deberes ordinarios, como muestra de nuestro amor a Dios y a los demás. Y si nos damos cuenta de que ciertas zonas de nuestra vida se han enfriado, pensemos en el punto siguiente de “Camino” (492): “El amor a nuestra Madre será soplo que encienda en lumbre viva las brasas de virtudes que están ocultas en el rescoldo de tu tibieza”.


PARA TU ORACION PERSONAL 


ZACARÍAS e Isabel «eran justos ante Dios y caminaban intachables en todos los mandamientos y preceptos del Señor» (Lc 1,6). El Antiguo Testamento está llegando a su plenitud. El Mesías está a punto de llegar y la Iglesia nos propone considerar la fe de este matrimonio. San Josemaría dialogaba frecuentemente con los personajes del Evangelio que trataron de cerca a Jesús: «Esta mañana, he comenzado a encomendar todo a Santa Isabel, y enseguida he pasado a hablar con su hijo Juan, y con Zacarías; y después con la Virgen, con San José y con Jesús: y es que en este trato con el Señor, pasa como con las amistades humanas, que se amplía el círculo de conocimiento, a través de los amigos»[1].


Deseamos prepararnos para la venida inminente del Salvador aprendiendo del evangelio a confiar en Dios. En verdad que solemos tener muchas razones que nos empujan a fiarnos más de nuestra experiencia o de nuestra visión de las cosas. Por eso nos suena tan familiar la pregunta, con cierto tono de duda, que realiza Zacarías: «¿Cómo podré yo estar seguro de esto?» (Lc 1,5). Fue en busca de certezas pero se encontró ante un elocuente silencio divino, hasta que se cumplió lo que tantas veces había rogado al Señor.


Quizá el padre del Bautista tenía miedo de no estar a la altura. También nosotros buscamos referencias, seguridades, agarraderos. Argumentó que ya no tenía edad, que su mujer no tenía condiciones. Siempre ocurre lo mismo: cuando nos miramos a nosotros mismos, pensamos que podemos hacer fracasar los planes de Dios. Nos parece que somos decisivos e imprescindibles y el miedo nos bloquea. «En un mundo en el que corremos el peligro de confiar solamente en la eficiencia y en el poder de los medios humanos, en este mundo estamos llamados a redescubrir y testimoniar el poder de Dios que se comunica en la oración»[2]. El Evangelio de hoy nos invita precisamente a eso: a confiar en Dios. A pesar de haber dudado, Zacarías se llenaría de gozo al escuchar el anuncio de Gabriel: «No temas, Zacarías, porque tu oración ha sido escuchada» (Lc 1,13).


CUÁNTAS cosas debió de aprender Zacarías en aquellos meses de silencio. Todos intuían que había tenido una visión. No podía hablar pero su rostro reflejaba algo más que eso: de alguna manera, se había vuelto tremendamente expresivo. Seguramente fueron muchos días de intensa oración; aquel silencio le permitió una especial cercanía con Dios. Cuando por fin volvió a hablar, sus palabras demuestran que ese tiempo le había servido para prepararse mejor a la venida de su hijo, el precursor, y de su sobrino, el Mesías esperado: «En aquel momento recobró el habla, se soltó su lengua y hablaba bendiciendo a Dios» (Lc 1,64).


Zacarías no cabía en sí de gozo. En esas semanas seguramente también reconoció el valor de muchos gestos comunes, muy significativos cuando no hay palabras: un guiño, una caricia, una sonrisa. Isabel quizá trataría de intuir lo que él le quería decir. Les bastaba mirarse y compartir lo que Dios había hecho en sus vidas. Quisieron vivir en la intimidad ese regalo del Señor, disfrutarlo juntos y en silencio. Dios se había manifestado y no había nada más que decir: era el momento de disfrutarlo y de soñar. «Y se apoderó de todos sus vecinos el temor y se comentaban estos acontecimientos por toda la montaña de Judea; y cuantos los oían los grababan en su corazón, diciendo: –¿Qué va a ser, entonces, este niño? Porque la mano del Señor estaba con él» (Lc 1,65-66).


La experiencia de Zacarías nos enseña que también nosotros podemos conocer mejor los planes de Dios a través de las personas y los eventos que tenemos a nuestro alrededor. Y que quizá no las hemos comprendido antes porque nos escuchábamos demasiado a nosotros mismos. «Es necesario aprender a fiarse y a callar frente al misterio de Dios y a contemplar en humildad y silencio su obra, que se revela en la historia y que tantas veces supera nuestra imaginación»[3]. Cuando hacemos silencio y escuchamos a Dios, como les sucedió a Zacarías e Isabel, nos llenamos de inmenso gozo al ver que Dios nos bendice, incluso cuando y en donde menos lo esperamos.


CON FRECUENCIA, querer y dejarse querer implica no decir al otro cómo tiene que hacer las cosas. El amor deja libre a la persona amada para que se exprese como ella quiera. No le dicta ni le exige maneras de manifestar el cariño. De modo análogo, algo similar sucede en nuestra relación con Dios: nos ilusiona dejarnos sorprender por el Señor. La gracia no es predecible, sino que es libre y creativa. Zacarías pudo comprobar lo maravillosa que es la iniciativa divina. Descubrió que confiar siempre trae premio y que Dios está cerca en todo momento, aunque no lo parezca: «No te fíes de mí... Yo sí que me fío de ti, Jesús... Me abandono en tus brazos: allí dejo lo que tengo, ¡mis miserias!»[4].


Preparando nuestro corazón para la llegada del Niño Jesús, podemos pedir a este santo varón su fe, su ilusión y su paciencia. Fe para pedir durante años un milagro que acabó sucediendo cuando ya no había esperanza; ilusión para soñar con el Mesías y la salvación que traería a Israel; y paciencia consigo mismo mientras aprende a buscar la seguridad en Dios. El amor siempre supone un riesgo, porque no es posible asegurarlo; depende de la voluntad de quien nos ama. Por eso, le pedimos a Zacarías que nos ayude en los momentos de inquietud, cuando tenemos que fiarnos solo de Dios. Él es nuestra seguridad. Santa Teresa lo atestiguaba con muy pocas palabras, pero con gran firmeza: «Fiad de su bondad, que nunca falló a sus amigos»[5].


«Resuena muchas veces en el Evangelio este no temáis: parece el estribillo de Dios que busca al hombre. Porque el hombre, desde los orígenes, también a causa del pecado, tiene miedo de Dios: “me dio miedo (…) y me escondí” (Gn 3,10), dice Adán después del pecado. Belén es el remedio al miedo, porque a pesar del “no” del hombre, allí Dios dice siempre “sí”: será para siempre Dios con nosotros. Y para que su presencia no inspire miedo, se hace un niño tierno»[6]. A la Virgen podemos pedirle que sepamos fiarnos del Señor, de su bondad y de su cariño; que no tratemos de controlar a Dios y que nos dejemos sorprender por su Providencia amorosa.