Evangelio (Lc 1, 39-45)
Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:
—Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada la que ha creído, porque se cumplirán las cosas que se le han dicho de parte del Señor.
Comentario
Después de haber recibido el anuncio del ángel y haber respondido su sí, María se levanta y se marcha de prisa a visitar a su prima Isabel, que está en el sexto mes de embarazo.
El trayecto es largo. La Virgen vive en Nazaret y su prima cerca de Jerusalén. Unos 150 km de camino. Pero María no se detiene ante las dificultades. Se dirige apresuradamente, aunque estuviese también ella embarazada y se arriesgase a encontrarse con salteadores en la ruta hacia el sur. Su ilusión es cuidar de su prima.
María es de esas personas que llevan adelante la familia, que llevan adelante la educación de los hijos, que enfrentan tantas adversidades, tanto dolor, que curan a los enfermos. Se levantan y sirven.
No se da importancia a sí misma. No piensa: “como soy la madre de Dios, yo soy la importante; soy yo la que tiene que ser el centro de atenciones y cuidados”. No, María no piensa así. Su modo de pensar es distinto: “por ser la más digna, tengo que ayudar más”.
No se encierra en casa, sino que va a cuidar a su prima. Y no es la prisa alocada, sino la prisa de la ternura. Como señala el Papa Francisco, “María no es la clase de personas que para estar bien necesita un buen sofá donde sentirse cómoda y segura. No es una joven-sofá” (Papa Francisco, Discurso en la Vigilia de la JMJ en Cracovia, 30 de julio de 2016)
Y de ese encuentro surge la alegría. La alegría profunda de María e Isabel; una alegría que llena sus vidas. Del mismo modo, si aprendemos a servir y vamos al encuentro de los otros, permitimos que Dios cambie este mundo. Somos la mirada, la sonrisa, los brazos, las manos, la alegría de Dios mismo.
PARA TU ORACION PERSONAL
«MARÍA se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá» (Lc 1,39); intuye que su prima la necesita y corre hacia ella, sin detenerse. Qué suerte la de Isabel al tener una pariente así: tan dispuesta, tan sensible, tan dócil a las necesidades de los demás. «¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?» (Lc 1,43). Quizá también nosotros podemos dirigir una oración así al Señor: ¿por qué tengo tanta suerte de conocerte, Señor, de poder estar conversando ahora contigo, de tenerte en mi alma? Le pedimos a santa Isabel, que recibió la primera visita del Mesías encarnado, que nos ayude a agradecer a Dios sus delicadezas con cada uno de nosotros. Y eso, al mismo tiempo, nos lleva a querer, como santa María, salir deprisa para compartir este regalo con muchas almas.
Isabel se emocionó cuando llegó su prima. Algo se movió en lo profundo de su alma. Se llenó del Espíritu Santo. Ya desde los primeros compases de la nueva alianza, Dios inunda con su gracia a las almas que se dejan acariciar por ella. Sabemos, entonces, que María era la llena de gracia y que Isabel se llenó del Espíritu Santo. Es impresionante esta capacidad del corazón humano de contener a Dios. A san Josemaría le sobrecogía la grandeza e infinitud de un Creador que quiere estar tan cerca de nosotros: «¡Qué grande eres, y qué hermoso, y qué bueno! Y yo, qué tonto soy, que pretendía entenderte. ¡Qué poca cosa serías, si me cupieras en la cabeza! Me cabes en el corazón, que no es poco»[1].
ANTE LA GRANDEZA de la misión que habían recibido, estas dos primas no se echan para atrás, asustadas. No se dejan llevar por el miedo al fracaso ni por la angustia. Confían plenamente en Dios. Están agradecidas. No se ven rodeadas más que por dones y se vuelcan en acción de gracias, sin pensar demasiado en las dificultades que ya han tenido o que inevitablemente llegarán.
Así aparecen estas dos madres: serenas, alegres, agradecidas. Se saben queridas por Dios y eso las impulsa muy por encima de lo humanamente razonable. María e Isabel están entusiasmadas. Sus hijos, cada uno de un modo distinto, van a marcar un antes y un después en la historia de la humanidad. Ellas no se preocupan demasiado de cómo se va a llevar a cabo todo eso, están convencidas de que Dios lo hará muy bien. «Bienaventurada eres porque has creído, dice Isabel a nuestra Madre. —La unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas: María lleva la alegría al hogar de su prima, porque “lleva” a Cristo»[2].
Para Isabel, el silencio de Zacarías, su esposo, también fue una fuente de gracia. Probablemente la hizo rezar más, preguntar directamente a Dios por el sentido de sus planes. Juntos, entre Isabel y Zacarías se prepararon silenciosamente para la venida de Juan; así era más fácil evitar que lo superficial tapara el gran misterio de la redención que se estaba abriendo ante sus miradas. Habían sido elegidos para ser parientes del Mesías y eso bastaba para llenar sus horas de un diálogo continuo con Dios.
«BENDITA tú entre las mujeres» (Lc 1,42). Esta es posiblemente una de las frases más repetidas de la historia. La pronunciamos en cada avemaría, junto a todos los cristianos del mundo y de todos los tiempos. Y los años han confirmado que Isabel no se equivocaba. Quien se fía de Dios es más feliz. Las únicas promesas que son seguras, que no son frágiles, son las del Señor. Como en la vocación de María, también en la historia de Isabel podemos ver que la alegría tiene una importante presencia: Juan salta de gozo en el vientre de su madre por la presencia de Jesús.
A nosotros nos gustaría también saltar de gozo continuamente. Quisiéramos sentir hasta físicamente la presencia de Cristo, su cercanía. Ciertamente, santa Isabel había rezado durante muchos años antes de estos sucesos. Quizá ya había asumido que no tendría hijos. Es entonces cuando Dios interviene en su vida convirtiéndola en madre del más grande entre los nacidos de mujer (cfr. Mt 11,9). Así es Dios y lo mismo hace en nuestra vida. Donde parece que nos falta es donde nos bendice. Donde no llegamos nosotros, él desborda su gracia. Donde nos rendimos a su Providencia, comprobamos que sus planes son los mejores, más emocionantes y ambiciosos. «Dios llega gratis. Su amor no es negociable: no hemos hecho nada para merecerlo y nunca podremos recompensarlo»[3].
Quién iba a imaginarse seis meses antes que su prima iba a ser la madre del Mesías y que ella sería la del precursor. Cuántas veces nuestra fe es puesta a prueba por unas circunstancias adversas o por nuestros deseos de querer considerar todas las variables y las posibilidades del futuro. Podemos pedir a Isabel y a santa María que nos ayuden a dar gracias con su misma alegría. «¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?» (Lc 1,43).