"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

17 de diciembre de 2021

LOS PLANES DE DIOS




Evangelio Mateo (1,1-17):

Origen de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán.
Abrahán engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos. Judá engendró, de Tamar, a Farés y a Zará, Farés engendró a Esrón, Esrón engendró a Aran, Aran engendró a Aminadab, Aminadab engendró a Naasón, Naasón engendró a Salmón, Salmón engendró, de Rajab, a Booz; Booz engendró, de Rut, a Obed; Obed engendró a Jesé, Jesé engendró a David, el rey.


David, de la mujer de Urías, engendró a Salomón, Salomón engendró a Roboán, Roboán engendró a Abías, Abías engendró a Asaf, Asaf engendró a Josafat, Josafat engendró a Jorán, Jorán engendró a Ozías, Ozías engendró a Joatán, Joatán engendró a Acaz, Acaz engendró a Ezequías, Ezequías engendró a Manasés, Manasés engendró a Amós, Amós engendró a Josías; Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, cuando el destierro de Babilonia.
Después del destierro de Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel engendró a Zorobabel, Zorobabel engendró a Abiud, Abiud engendró a Eliaquín, Eliaquín engendró a Azor, Azor engendró a Sadoc, Sadoc engendró a Aquín, Aquín engendró a Eliud, Eliud engendró a Eleazar, Eleazar engendró a Matán, Matán engendró a Jacob; y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo.
Así, las generaciones desde Abrahán a David fueron en total catorce; desde David hasta la deportación a Babilonia, catorce; y desde la deportación a Babilonia hasta el Cristo, catorce.

PARA TU RATO DE ORACION 

En gran parte del libro del profeta Isaías leemos cuánto le duele a Yahvé la infidelidad de su pueblo. Sin embargo, llega un momento en el que Dios decide consolar a Jerusalén, perdonar todos sus pecados y sellar una alianza eterna. Lo recordamos hoy en la primera lectura de la Misa. El lenguaje que utiliza el profeta es casi maternal: «Por un breve instante te abandoné, pero con grandes ternuras te recogeré», «te oculté mi rostro un momento, pero con amor eterno me he apiadado de ti», «mi amor no se apartará de ti» (Is 54,1-10). Frente a nuestras infidelidades, Dios responde con misericordia. «Su ira dura un sólo instante, su bondad, toda la vida» (Sal 29,6). Su amor es más fuerte que nuestro pecado.


En Adviento la liturgia nos recuerda una y otra vez el deseo divino de estar con los hombres. El Señor anhela que el hombre no rechace su compañía y se deje querer. «Dios está cerca de nosotros, es fiel y hace grandes obras de salvación en aquellos que esperan en Él. Dios ama con un amor sin límites, que ni el pecado puede frenar, y hace que el corazón del hombre se llene de alegría y de consolación»[1]. La historia humana, por nuestra parte, está tristemente llena de infidelidades. No obstante, Dios tiene una paciencia infinita y no se cansa de educarnos como unos padres lo hacen con su hijo. Su corazón está siempre inclinado hacia el perdón. Dios mantiene su alianza a pesar de los pesares, de generación en generación. Como dice san Pablo, «Dios es fiel y no puede negarse a sí mismo» (2Tm 2,13).

«Este “misterio” de la fidelidad de Dios constituye la esperanza de la historia»[2]. Se trata de la mayor garantía para nuestra lealtad, pues el Señor «es fiel en todas sus palabras, y piadoso en todas sus obras» (Sal 144,13). «¿Que cuál es el fundamento de nuestra fidelidad?», se preguntaba en una ocasión san Josemaría; y respondía: «Te diría, a grandes rasgos, que se basa en el amor de Dios, que hace vencer todos los obstáculos: el egoísmo, la soberbia, el cansancio, la impaciencia…»[3].


DURANTE estas semanas de Adviento, Juan Bautista está muy presente en la liturgia de la Palabra. Escuchamos los momentos más importantes de su singular misión de preparar el camino a Jesús. Le miramos para aprender a esperar con deseo creciente el nacimiento del redentor. Juan es el último de los profetas y el primero en morir por Cristo. En el evangelio de hoy, Jesús habla de su primo a la multitud: «¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿A un hombre vestido con finos ropajes? Daos cuenta de que los que visten con lujo y viven entre placeres están en palacios de reyes. Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os lo aseguro, y más que un profeta» (Lc 7,24-26).

Entre las características de la personalidad de Juan, y que son un modelo para los cristianos, destaca la fidelidad. El Precursor no duda en señalar al Mesías, no teme perder a sus discípulos o quedarse solo porque conoce y se identifica con su misión. «Ese es el Cordero de Dios» (Jn 1,29) «que es más poderoso que yo, a quien no soy digno de desatarle la correa de las sandalias» (Lc 3,16), dice. Son expresiones de un corazón humilde, consciente de que está de paso, como cada uno de nosotros; sabe que su felicidad está en poner en primer plano a Dios, así que no se siente imprescindible.

El Bautista no es «una caña sacudida por el viento», de naturaleza inestable, complaciente para quedar bien con todos; Juan es un mensajero de Dios que vive para su misión, aunque esta le obligue a hacer ciertos sacrificios personales. La lealtad a Dios y a la verdad le llevan incluso a derramar su sangre. Por eso, san Juan Pablo II pudo afirmar que la «fidelidad radical a Cristo resplandece en el martirio de san Juan Bautista»[4].


«TU ALIANZA la estableciste para siempre»[5]. Esta certeza estuvo presente durante toda la vida san Juan Bautista. La fidelidad de Dios no conoce ocaso. Dios es el de siempre. Al considerar esta intensidad de su amor, la criatura se siente empujada a devolver también un amor fiel, fruto de su libertad. Leemos hoy en la Antífona de la comunión los consejos que Pablo da a Tito: «Pues se ha manifestado la gracia de Dios (...). Vivamos con prudencia, justicia y piedad en este mundo, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Tt 2,12-13). Esta fidelidad a Dios exige una intimidad auténtica con Jesús en la oración, porque en el coloquio con el Señor experimentamos su amor –dulce y exigente– y esto nos lleva a ser generosos.

El rostro de una vida santa y fiel está compuesto por tantos momentos que no brillan externamente, porque la mayoría de las veces son escondidos, pero siempre hechos por amor: una sonrisa, un detalle de orden, agradecer o pedir perdón cuando hemos ofendido a otra persona, una respuesta amable… Refiriéndose al beato Álvaro, san Josemaría comentó: «Querría que le imitarais en muchas cosas, pero sobre todo en la lealtad. En este montón de años de su vocación, se le han presentado muchas ocasiones –humanamente hablando– de enfadarse, de molestarse, de ser desleal; y ha tenido siempre una sonrisa y una fidelidad incomparables. Por motivos sobrenaturales, no por virtud humana. Sería muy bueno que le imitaseis en esto»[6].

«La fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor; de un amor coherente, verdadero y profundo»[7]. A lo largo de la vida, el amor auténtico se renueva muchas veces al día. Así crece cada vez más, está vivo; la fidelidad no es inercia o sencillamente dejar pasar el tiempo. Ser fieles no supone ser personas inflexibles; nada más lejos la fidelidad que el simple mantener una elección del pasado. La persona fiel es creativa, es capaz de renovarse y de soñar en grande dentro de los planes de Dios.

Y si, en algún momento, el camino se hace algo más duro, la reacción del hombre fiel es pedir ayuda para poner todo de su parte en seguir adelante. Al mirar a María, Virgen fiel, podemos poner en sus manos nuestros deseos de amar como ella.