"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

26 de diciembre de 2021

SAGRADA FAMILIA


Evangelio (Lc 2, 41-52)

Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres.

Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo.

Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.

Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados».

Él les contestó: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?». Pero ellos no comprendieron lo que les dijo.

Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.


Comentario

Hoy celebramos en la Iglesia la fiesta de la Sagrada Familia. Qué maravilla que Dios haya querido encarnarse en una familia.

Jesús nos enseñó que Dios es familia. No es que sea como una familia, sino que Dios es una familia en sí mismo. Son las familias en la tierra las que imitan el modo de ser de Dios. Dios es uno y es trino. Dios Padre engendra al Hijo. Y fruto de este Amor entre el Padre y el Hijo, surge el Espíritu Santo. Este es el misterio de la Santísima Trinidad, revelado por Cristo a los hombres. Por tanto, en Dios está la paternidad, la filiación y el amor incondicional. Todos los elementos de una familia.

Nosotros hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. No es casualidad que Dios haya querido darnos una naturaleza humana, y que seamos semejantes a Él. No es casualidad que el hombre necesite una familia.

Chesterton decía que, cuando ingresamos en una familia, entramos en un mundo incalculable, que no hicimos nosotros, un auténtico cuento de hadas donde la aventura suprema es nacer. La familia es el lugar en el que eres amado sólo por el hecho de formar parte de ella, no depende ni de lo que haces, ni de lo que produces ni de una determinada cualidad. Los padres quieren a los hijos por el hecho de ser sus hijos. Una madre o un padre hacen lo que sea por sus hijos, son amados incondicionalmente.

Y si esto es verdad para cada familia, cuánto más lo es para la Sagrada Familia de Nazaret. Meditemos un momento sobre cómo es la familia de Jesús.

Miremos la docilidad de María a los planes de Dios. El Espíritu Santo le pide que se convierta en la Madre del Mesías, y cuándo es llamada por Dios para esta misión, no duda en proclamarse su "sierva". El Papa Francisco señaló en una audiencia que Jesús exalta la grandeza de Su madre, y lo hace “no tanto por su papel de madre, sino por su obediencia a Dios” María siempre se pone a disposición de Dios, siempre reza, reflexiona y da gloria a Dios.

También José destaca por su obediencia a los planes de Dios. Es sorprendente que José no dice ni una palabra en el Evangelio. En cambio, no para de hacer aquello que le pide Dios. Se fía totalmente de Dios. No habla, sino que actúa poniendo a salvo a su familia. Tuvieron que exiliar a un país extranjero, abandonar su propia tierra.

¿Y qué decir de la obediencia de Jesús? “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió” (Jn 4, 34) O en el huerto de los olivos "Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, que se cumpla tu voluntad" (Mt 26,42). Jesús es el ejemplo de una vida entregada por Amor, de una obediencia absoluta a los planes de Dios.

La Sagrada Familia de Nazaret representa “una respuesta coral a la voluntad del Padre”, dice el Papa Francisco. Y esta es una de las grandes enseñanzas de este Evangelio: la felicidad del hombre viene de cumplir la voluntad de Dios. No viene de hacer un plan propio, por muy grande que sea. Dios tiene planes mucho más grandes. Nos enseña que cumpliendo esos planes, podemos ser completamente felices. Y eso, a pesar de las dificultades. Cada día se nos presenta la oportunidad de cumplir los planes de Dios para nuestra vida.

Hoy es un buen día para rezar por nuestra familia y por todas las familias que padecen sufrimientos, dificultades o persecución. Imploramos la protección divina. No se trata de no sufrir o no tener dificultades en esta vida, sino aceptar la voluntad de Dios para nosotros y para nuestra familia. El ejemplo de la docilidad de la Sagrada Familia de Nazaret nos ayudará en esta tarea.


PARA TU ORACION PERSONAL


«SU PADRE y su madre estaban admirados por las cosas que se decían de él» (Lc 2,33). Y así estamos también nosotros: asombrados de que Dios se haya hecho hijo, de que haya necesitado una familia. Allí aprendemos a dejarnos querer, a dejarnos ayudar, a dejarnos perdonar. Mucho antes de que podamos ser conscientes hemos recibido cariño y cuidado. Nunca seremos capaces de compensarlo y eso sucede generación tras generación. No es un peso que abruma, sino una realidad que nos llena de agradecimiento y nos impulsa a corresponder. ¡Gracias, Señor, por la familia que nos has dado a cada uno!

«Honra a tu padre con todo tu corazón y no te olvides de los dolores de tu madre.Recuerda que ellos te engendraron» (Si 7,29-30), dice la Sagrada Escritura. Tenemos un deber de gratitud con quienes nos han cuidado cuando ni siquiera podíamos agradecerlo. Es justo que nuestros padres sean partícipes de nuestra dicha. Ellos han sido, muchas veces, quienes han puesto en nuestra vida la semilla de la fe y de la piedad.

San Josemaría nos pone delante de la misión insustituible de cada familia: «Al pensar en los hogares cristianos, me gusta imaginarlos luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia. El mensaje de la Navidad resuena con toda fuerza: “Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,14). “Que la paz de Cristo triunfe en vuestros corazones”, escribe el apóstol (Col 3,15). La paz de sabernos amados por nuestro Padre Dios, incorporados a Cristo, protegidos por la Virgen Santa María, amparados por San José. Esa es la gran luz que ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos»[1].


LO IMPORTANTE en nuestra vida es sabernos queridos y aprender a querer. Y esto sucede, en primer lugar, dentro de la propia familia. Al mismo tiempo, es verdad que no todo es ideal. Todos estamos lejos de ser perfectos. Por eso podemos pedir ahora a Jesús, María y José que intercedan por todas las familias que atraviesan dificultades.

Se podría decir que este primer círculo social es la cuna de todo don. Ahí nos sentimos afirmados por ser quien somos, nos sentimos bendecidos y descubrimos que también nuestra vida es un don para los demás. Está inscrito en nuestro corazón que todos somos hijos. Algunos además son padres, otras son madres, puede que tengamos hermanas o hermanos... pero todos somos hija o hijo. La vida nos ha sido regalada y hay alguien que nos espera. Incluso en las situaciones más difíciles, la condición de hijo tiene tanta fuerza que habitualmente sigue siendo un camino privilegiado para encontrar a Dios Padre.

«La Navidad se considera la fiesta de la familia. El hecho de reunirse e intercambiarse regalos subraya el fuerte deseo de comunión recíproca y pone de relieve los valores más altos de la institución familiar. La familia se redescubre como comunión de amor entre personas, fundada en la verdad, en la caridad, en la fidelidad indisoluble de los esposos y en la acogida de la vida. A la luz de la Navidad, la familia comprende su vocación a ser una comunidad de proyectos, de solidaridad, de perdón y de fe donde la persona no pierde su identidad, sino que, aportando sus dones específicos, contribuye al crecimiento de todos. Así sucedió en la Sagrada Familia, que la fe presenta como inicio y modelo de las familias iluminadas por Cristo»[2].


EN BELÉN Dios se ha convertido en uno de nosotros. Quiere vivir nuestra historia, nuestro camino y nuestra libertad. «La familia es un signo cristológico, porque manifiesta la cercanía de Dios que comparte la vida del ser humano uniéndose a él en la Encarnación, en la Cruz y en la Resurrección»[3]. Es tal la fuerza de la familia que podemos llenarnos de esperanza. La capacidad de transformación y sanación que tiene el amor en la familia es capaz de superar todas las dificultades, por muy abrumadoras que parezcan. Nuestras familias son el lugar elegido por Dios para darnos todos sus dones: el primero de todos, la vida, y con él, la fe, la vocación, un nombre, la educación, el temperamento, la lengua, un lugar al que pertenecer... Este gran reto llevó a san Juan Pablo II a incluir una invocación a la Reina de la Familia en las letanías del Rosario. Desde entonces, millones de voces y corazones le han pedido a la Virgen que proteja a las familias del mundo entero, que todas ellas sean esa cuna en donde se renueva continuamente la humanidad.

Carne y sangre nuestra son nuestros padres y hermanos, y por ellos ha de empezar nuestra preocupación apostólica. Así comenzó el apostolado de los primeros discípulos de Cristo. Andrés, «encontró primero a su hermano Simón y le dijo: — hemos encontrado al Mesías — que significa: “Cristo”. Y lo llevó a Jesús» (Jn 1,41-42). Y Juan, que con Andrés fue el primero en acercarse al Señor, comunicó el hallazgo a su hermano Santiago y le preparó para cuando Jesucristo le encontrara en medio de las redes y le llamara a su servicio. Es lógico que san Josemaría haya llamado el dulcísimo precepto al mandamiento de Moisés sobre honrar a la propia familia.

Con María y con José queremos llenarnos de admiración. En Belén, Dios ha descendido a cada familia, sobre todo a las más heridas, para sanarnos, acompañarnos y descubrir con nosotros el papel decisivo que tiene para cada hijo y para Jesús.