Evangelio (Jn 2,1-12)
Al tercer día se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús. También fueron invitados a la boda Jesús y sus discípulos. Y, como faltó vino, la madre de Jesús le dijo:
—No tienen vino.
Jesús le respondió:
—Mujer, ¿qué nos importa a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora.
Dijo su madre a los sirvientes:
—Haced lo que él os diga.
Había allí seis tinajas de piedra preparadas para las purificaciones de los judíos, cada una con capacidad de unas dos o tres metretas. Jesús les dijo:
—Llenad de agua las tinajas.
Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dijo:
—Sacadlas ahora y llevadlas al maestresala.
Así lo hicieron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, sin saber de dónde provenía —aunque los sirvientes que sacaron el agua lo sabían— llamó al esposo y le dijo:
—Todos sirven primero el mejor vino, y cuando ya han bebido bien, el peor; tú, al contrario, has reservado el vino bueno hasta ahora.
Así, en Caná de Galilea hizo Jesús el primero de los signos con el que manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él.
Comentario
Al inicio de su vida pública Jesús acude con sus discípulos a una fiesta de bodas para bendecir y santificar con su presencia la celebración del amor humano. «¿Y qué tiene de extraño que fuera a aquella casa donde se celebraban las bodas Aquel que vino al mundo a celebrar las suyas?»[1]. Aquella joven pareja de novios se hacía modelo de todos los que quieren formar un proyecto de vida, porque incluyeron a Dios en él. Aunque la gran protagonista de la escena va a ser María, la madre de Jesús pues el narrador no tiene reparo en mencionarla antes que a su Hijo.
La celebración de unas bodas en el Oriente antiguo podía durar varios días. Sobre todo si los invitados realizaban largos desplazamientos a pie desde lugares lejanos. Este hecho suaviza algo la indolencia de los novios y los encargados, que quizá con el pasar de los días de celebración no repararon en que faltó el vino. ¡Qué desastre! «¿Cómo es posible celebrar la boda y hacer fiesta si falta aquello que los profetas indicaban como un elemento típico del banquete mesiánico (Cfr. Am 9,13-14; Jo 2,24; Is 25,6)?»[2]. Este detalle cotidiano pero importante para todos no pasa desapercibido a la intuición femenina y práctica de María, acostumbrada a centrar su atención e interés en los demás. Cuando descubre el problema, enseguida piensa en su Hijo para solucionarlo. Con diligencia y fe, reúne a los sirvientes y se atreve a apelar en público a la condición divina de Jesús: “No tienen vino”. —“Mira cómo pide a su Hijo, en Caná. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. —Y cómo logra. —Aprende”[3].
La petición de María trasciende además la escena de Caná y hace vibrar en el corazón de su Hijo la promesa de salvación que Dios anunció en el Génesis. Por eso Jesús la llama con solemnidad bíblica “Mujer”, y expresa un aparente reproche porque no ha llegado su hora. Reproche que María parece ignorar: “Dijo su madre a los sirvientes: -Haced lo que él os diga”. Estas son las últimas palabras de María recogidas en los evangelios. Son como un legado materno para todos los hombres.
Jesús no solo cede a la petición de su Madre sino que también admite la colaboración de los siervos que María le presenta. El que multiplica el vino habitualmente a través del agua filtrada por las viñas de los campos, acelera ahora el proceso a través del agua vertida por el trabajo de los hombres. Cuando somos generosos y ponemos los medios a nuestro alcance: “llenad de agua las tinajas y las llenaron hasta arriba”, Dios bendice con su acción santificadora y transforma la tarea humana en obra divina, en signo de su amor para beneficio de todos. “Y lo más vulgar se convierte en extraordinario, en sobrenatural, cuando tenemos la buena voluntad de atender a lo que Dios nos pide”[4].
Nos podemos fijar en dos detalles más. El relato dice que había allí seis tinajas cuya capacidad equivaldría a un total de casi 600 litros. El agua de la purificación de los judíos es convertida por Dios en vino excelente y muy abundante porque «ha empezado la fiesta de Dios con la humanidad»[5]. La gran cantidad de vino simboliza el inmenso amor de Dios por los hombres y prefigura la sangre del Cordero que se inmolaría hasta el extremo para atraer a todos hacia sí. Simboliza también la entrega del cristiano a los demás por el mandamiento nuevo del amor, cuya medida es no tener medida. María adelanta la hora de Jesús: la del misterio pascual de su muerte y su resurrección, insinuado en el apunte temporal con el empezaba el relato: “al tercer día”.
Por último, Jesús dice “Llevad ahora al maestresala”. El texto griego lo llama architriclinio que literalmente designa al “jefe del triple asiento”. Era el invitado que se recostaba en primer lugar para alabar la prosperidad de los celebrantes, catando como experto los productos de su fiesta. Su alabanza pública hará que conste al lector, que conoce el origen del vino, la prosperidad que les espera a los que cuentan con Dios en sus vidas como los novios de Caná, a los que confían en su poder como María y a los que aman el servicio escondido y eficaz como los sirvientes.
PARA TU RATO DE ORACION
Dios nos llama por nuestro nombre.
La unidad surge de querer enriquecernos de los demás.
María cuida la unidad.
CUANDO CONOCEMOS a alguien, lo primero que le preguntamos es cómo se llama. Todo nombre propio esconde dos dimensiones. Por una parte, es lo que le permite distinguirse como un individuo único e irrepetible. Y, al mismo tiempo, dar a conocer nuestro nombre nos permite entablar una relación con otra persona, nos permite formar una comunidad.
«Los pueblos verán tu justicia, y los reyes tu gloria; te pondrán un nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor» (Is 62,2). Estas palabras del profeta Isaías, dirigidas a Jerusalén, pueden ser también referidas a nuestras vidas. En el rito de acogida del Bautismo se pregunta por el nombre del que va a recibir el sacramento porque «Dios llama a cada uno por el nombre, amándonos individualmente, en la concreción de nuestra historia»1. Cada uno de nosotros es querido por Dios con un amor de predilección. Nuestro nombre está en su boca como el de un niño en los labios de su madre cuando quiere hacerlo sonreír o consolarlo por una caída. Sigue diciendo el profeta: «Ya no te llamarán “Abandonada”, ni a tu tierra “Devastada”; a ti te llamarán “Mi predilecta”, y a tu tierra “Desposada”, porque el Señor te prefiere a ti» (Is 62,4). ¿Sentimos habitualmente en nuestro interior las palabras de ánimo y de consuelo que nos dirige el Señor en todo momento?
En ocasiones podemos pensar que nuestra oración consiste sobre todo en dirigir palabras hacia Dios. Pero, antes, quizás nos haría bien escuchar cómo Dios pronuncia nuestro nombre y nos invita a que abramos nuestra vida a su presencia. Nuestra vocación está anclada en esa relación amorosa con Dios. Y así como cada uno de nosotros tiene un nombre personal que nos vuelve únicos ante los ojos de la Santísima Trinidad, también conocemos cómo se llama Dios: «Amor es el nombre propio de Dios»2.
«HAY DIVERSIDAD de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos» (1 Co 12,4-5). Son conocidas estas palabras de san Pablo, de la segunda lectura de la Misa de hoy, con las que busca subrayar la unidad de la Iglesia que sostiene su rica pluralidad. Dios invita a cada uno a seguirlo en un camino personal, de íntima unión con él, y por eso nos llama por nuestros nombres. Le importan nuestras biografías, los talentos que nos ha regalado y las limitaciones que percibimos cuando intentamos poner por obra lo que nos sugiere. Pero, al mismo tiempo, la llamada de Dios tiene como uno de sus más sabrosos frutos la formación de una familia a la que pertenecen personas con distintos dones y sensibilidades. ¡Qué alegría podemos experimentar al sabernos parte de una familia con tanta riqueza!
«La legítima diversidad no se opone de ningún modo a la unidad de la Iglesia, sino que por el contrario aumenta su honor y contribuye no poco al cumplimiento de su misión»3. En la Iglesia existen diversos modos de anunciar el Evangelio porque su unidad se funda en un amor creativo. Nuestros nombres, que Dios pronuncia con tanto cariño, nos abren a los demás para que ellos también puedan llamarnos y, entre todos, llevemos el buen olor de Cristo a todos los rincones del mundo.
«No me he cansado de repetir desde 1928 –explicaba san Josemaría–, que la diversidad de opiniones y de actuaciones en lo temporal y en lo teológico opinable, no es para la Obra ningún problema: la diversidad que existe y existirá siempre entre los miembros del Opus Dei es, por el contrario, una manifestación de buen espíritu, de vida limpia, de respeto a la opción legítima de cada uno»4. También en esta partecica de la Iglesia –la Obra– queremos admirarnos ante la gran variedad de sensibilidades. Ser cada día una familia más unida consiste, precisamente, en fomentar nuestro propio modo de ser y de pensar; y, al mismo tiempo, manifestar un interés real por querer enriquecernos con las visiones y las actitudes de quienes nos rodean.
EL EVANGELIO DE la Misa de hoy nos introduce en el pintoresco ambiente de una boda judía en Caná de Galilea. Llama la atención que, poco después de escoger a sus primeros discípulos, Jesús los invita a participar en una celebración con un tan hondo significado comunitario. También a cada uno de nosotros, al mismo tiempo que nos impulsa a sentir una profunda responsabilidad personal en nuestra familia y en nuestra vida profesional, nos recuerda esa otra dimensión: el sentido de comunidad. Ser parte de la Iglesia, de la familia de Dios, consiste también en saber disfrutar en compañía de los demás.
En medio de la animada celebración se acaba el vino. Solo una mujer discreta y delicada se da cuenta de la gran angustia que están experimentando los organizadores del evento. En un breve instante, el ambiente distendido y alegre podría haberse convertido en una gran decepción. Pero María intercede ante su Hijo y le dice: «No tienen vino» (Jn 2,3). En una fiesta, el vino puede ser una imagen de unidad, de concordia, y nuestra Madre, que cuida a la Iglesia con preocupación infatigable, no quiere que se acabe. Ella siempre intercede para que nuestra diversidad sea fuente de comprensión y admiración mutua, en lugar de dificultarla.
«Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Con estas palabras, María nos regala una frase que podría condensar toda nuestra vida. Nuestra llamada de Dios –ese nombre que nos ha regalado– nos lleva a construir la Iglesia con nuestras vidas entregadas. «La vocación divina nos da una misión, nos invita a participar en la tarea única de la Iglesia, para ser así testimonio de Cristo ante nuestros iguales los hombres y llevar todas las cosas hacia Dios»5. Podemos pedir a nuestra Madre, la del dulce nombre, que también nosotros queramos cuidar la unidad de la Iglesia, en la medida en que vivimos con alegría y cariño nuestra propia vocación.