Evangelio (Lc 3, 15-16. 21-22)
En aquel tiempo, el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego”. Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco”.
Comentario
En la vida de Jesús, vemos muchos momentos en que realiza acciones que, aparentemente, no tienen una lógica humana ¿Por qué quiso Jesús encarnarse? ¿Por qué estuvo sujeto a María y José toda su vida? ¿Por qué oraba Jesús si Él mismo era Dios? Y en el caso que nos atañe en el Evangelio de hoy ¿Por qué se bautiza Jesús? Hasta Juan Bautista trató de disuadirlo “Yo soy el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?” (Mt 3, 13) Indudablemente Jesús no necesitaba hacer ninguna de estas acciones. Entonces ¿Por qué? El Papa Francisco responde “Porque quiere estar con los pecadores: por eso se pone en la fila con ellos y cumple su mismo gesto”. Jesús ha querido darnos ejemplo “conviene cumplir con lo justo” (Mt 3, 13), quiere enseñarnos qué es lo mejor para nosotros.
Es una maravillosa realidad considerar que Jesús nos ha enseñado el camino que nosotros debemos seguir. No lo hizo porque Él lo necesitara, lo hizo porque nosotros lo necesitamos. Jesús ha querido venir a la tierra para que fuéramos salvados y pudiésemos ser hijos de Dios. Su Bautismo está estrechamente ligado con nuestro Bautismo. Jesús se hace cargo de aquello que necesitamos. Y nosotros somos mendigos del amor de Dios, de nuestro Padre Dios. Esto es lo que celebramos en el día de hoy.
Tú y yo, añade el Papa Francisco también podemos imitar a Jesús, bajar y hacernos cargo de las necesidades de los demás, “es también la forma en la que nosotros podemos levantar a los otros: no juzgando, no insinuando qué hacer, sino haciéndonos cercanos, compadeciendo, compartiendo el amor de Dios”. Estamos llamados a imitar a Cristo, y un modo muy concreto es fijarnos en las necesidades de los demás y no tanto en las nuestras. Salir de nosotros mismos, mirar al necesitado, al que requiere nuestra atención, nuestro tiempo, nuestra sonrisa, etc. Imitemos a Cristo levantando la mirada al prójimo. Este es el camino de la verdadera felicidad porque hay más felicidad en dar que en recibir.
Otra de las gozosas enseñanzas del Evangelio está en que todos los bautizados somos hijos de Dios. San Josemaría escribía “El Señor, al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y confianza con Él que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna!” (Es Cristo que pasa, 64)
Meditar sobre nuestra condición de hijos de Dios es una gozosa realidad. ¡Yo soy hijo de Dios! Y esto nos enseña a mirar el mundo de otra manera. Cuando somos conscientes de esta realidad, vemos en los demás a una persona que vale mucho. No vemos si tiene una u otra cualidad, si tiene un color en la piel, si tiene una determinada idea política, etc. Cuando nuestra identidad la configura el hecho de que somos hijos de Dios, vemos que no hay “más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros” (Es Cristo que pasa, 106).
Hoy es un gran día para meditar sobre el don recibido en el Bautismo. Lo más importante en mi vida, lo que más me configura como persona es que soy hijo de Dios. Pidamos a nuestra Madre Santa María que nos haga ser conscientes de la maravilla de ser hijos de Dios.
PARA TU ORACION PERSONAL
AL DÍA siguiente, Juan vio a Jesús que venía hacia él» (Jn 1,29). Nuestro Señor va al encuentro del Bautista como uno más, mezclado entre aquellos miles de personas que acudían de todas partes. «Jesucristo, que es Juez de los pecadores, viene a bautizarse entre los esclavos»[1]. Para toda aquella multitud, el carpintero de Nazaret era uno de tantos. Pero la mirada del Bautista descubrió en aquel peregrino al Hijo de Dios y se resistía a bautizarle. «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?» (Mt 3,14). Jesucristo insistió y Juan, al fin, tuvo que transigir.
«Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz de los cielos que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”» (Mt 3,14). Dice san Juan Pablo II que «la predicación de Juan concluía la larga preparación, que había recorrido toda la Antigua Alianza y, se podría decir, toda la historia humana, narrada por las Sagradas Escrituras. Juan sentía la grandeza de aquel momento decisivo, que interpretaba como el inicio de una nueva creación, en la que descubría la presencia del Espíritu que aleteaba por encima de la primera creación (cf. Jn 1,32; Gn 1,2). Él sabía y confesaba que era un simple heraldo, precursor y ministro de Aquel que habría de venir a “bautizar con Espíritu Santo”»[2].
Pocos días después Juan recibió una embajada singular. «¿Os acordáis –preguntaba san Josemaría– de aquellas escenas que nos cuenta el Evangelio, narrando la predicación de Juan el Bautista? ¡Buen murmullo se había organizado! ¿Será el Cristo, será Elías, será un Profeta? Tanto ruido se armó que “los judíos le enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas, para preguntarle: ¿tú quién eres?” (Jn 1,19). A lo que Juan respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia» (Jn 1,26-27).
A nosotros también se nos descubrió el Señor cuando nos hizo ver, con la luz del Espíritu Santo, que estaba a nuestro lado en el camino de la vida. Entonces, como a Juan, nos pidió que diéramos testimonio de Él.
TODA la vida del Bautista se ha gastado en la espera, en el esfuerzo por preparar su corazón y el de los demás para la llegada del Redentor. Suya ha sido la voz que clamaba en el desierto: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos» (Mt 3,3). Hoy la alegría de Juan es grande porque el Señor ha llegado; ahora puede exclamar: «Este es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”» (Jn 1,30). Nuestra tarea no es muy distinta a la del Bautista; «¡Cuántas veces se podrían decir (…) aquellas palabras del Santo Evangelio: “En medio de vosotros está el que vosotros no conocéis: Jesucristo” (Jn 1,26). Sin espectáculo, con una sobrenatural naturalidad, Cristo se hace presente en vuestra vida y en vuestra palabra, para atraer a la fe y al amor a quienes nada o muy poco saben de la Fe y del Amor»[3].
Juan da testimonio de Jesús; días atrás había anunciado públicamente que él no era el Mesías, que el Cristo vendría después. Luego, en el círculo íntimo de sus discípulos, Juan descubrió dónde estaba el Señor: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Era un apostolado de persona a persona que preparaba el ánimo de sus oyentes para la llamada divina. En otra ocasión, de manera más directa, el Bautista lo señaló a Juan y a Andrés: «Al día siguiente, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: “Este es el Cordero de Dios”. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús» (Jn 1,35-37). ¡Qué eficacia! La palabra del Bautista dispuso las dos primeras vocaciones de apóstoles. Después, Andrés y Juan traerían a otros.
Es fácil que nos vengan a la mente unas palabras de san Josemaría sobre el apostolado de los cristianos en medio del mundo: «No se os conoce, pero en todos los rincones de la tierra hay compañeros de trabajo y amigos que están descubriendo en vuestros hermanos, en vosotros, a Cristo; y ellos luego llevan también a Cristo a otros corazones, a otras inteligencias. Sois Cristo que pasa en medio de la calle; pero debéis pisar donde Él pisó»[4].
ACUDÍAN muchos al Jordán a escuchar y recibir el bautismo de Juan. Para todos había, en labios del profeta, palabras de luz, y a todos preparaba para recibir al Señor. Pero tenía además un grupo reducido de discípulos, a los que formaba al calor de la conversación directa. Y es precisamente de ese grupo de donde surgieron los primeros seguidores del Señor.
Cada uno de nosotros conoce a numerosas personas y quizá, en ocasiones, puede difundir el mensaje de Cristo entre un auditorio muy amplio a través de diversos medios. Pero particularmente adecuado para la difusión del mensaje cristiano es el apostolado que san Josemaría llamaba de amistad y confidencia. Lo describía así: «Habéis de acercar las almas a Dios con la palabra conveniente, que despierta horizontes de apostolado, con el consejo discreto, que ayuda a enfocar cristianamente un problema; con la conversación amable, que enseña a vivir la caridad (…). Pero habéis de atraer sobre todo con el ejemplo de la integridad de vuestras vidas, con la afirmación –humilde y audaz a un tiempo– de vivir cristianamente entre vuestros iguales, con una manera ordinaria, pero coherente, manifestando, en nuestras obras, nuestra fe: ésa será, con la ayuda de Dios, la razón de nuestra eficacia»[5].
El apostolado cristiano es servicio, difusión del bien, amistad; preocupación sincera por los demás, informada por la caridad, que nos lleva a transmitir lo que llena de alegría nuestra vida. Los laicos, de manera particular, están llamados a «la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano»[6]. El panorama es inmenso.
Podemos poner bajo la protección maternal de la Virgen a esas personas que tenemos más cerca; a ella le pedimos que nos alcance la gracia necesaria para avivar nuestras ansias de sembrar la palabra divina a través de nuestra amistad. «Sembrad, pues –decía san Josemaría–: yo os aseguro, en nombre del Amo de la mies, que habrá cosecha»[7].