Evangelio (Mt 4,12-17.23-25)
Cuando oyó que Juan había sido encarcelado, se retiró a Galilea. Y dejando Nazaret se fue a vivir a Cafarnaún, ciudad marítima, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías:
Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí
en el camino del mar,
al otro lado del Jordán,
la Galilea de los gentiles,
el pueblo que yacía en tinieblas
ha visto una gran luz;
para los que yacían en región
y sombra de muerte
una luz ha amanecido.
Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir:
—Convertíos, porque está al llegar el Reino de los Cielos.
Recorría Jesús toda la Galilea enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y dolencia del pueblo.
Su fama se extendió por toda Siria; y le traían a todos los que se sentían mal, aquejados de diversas enfermedades y dolores, a los endemoniados, lunáticos y paralíticos, y los curaba. Y le seguían grandes multitudes de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y del otro lado del Jordán.
Comentario
Ayer celebrábamos la Epifanía del Señor. Unos sabios de Oriente, habiendo advertido la estrella del Rey de los judíos, se decidieron a salir en busca de la Luz del mundo. La encontraron en un humilde lugar: Belén. Y supieron reconocerla. El profeta Isaías había hablado mucho de esa Luz que disiparía toda tiniebla y haría realidad las esperanzas más profundas que anidan en todo corazón humano. El evangelio de la misa de hoy nos vuelve a hablar de esa Luz, Jesús, que se establece en la Galilea de los gentiles, en Cafarnaún, para iluminar así a los que yacían en tierra de muerte.
La luz es condición de vida. Y esa constatación natural nos habla de una realidad que va más allá de lo meramente natural. En Galilea se había adorado a dioses paganos. Pero esos dioses eran incapaces de dar la vida, de traer luz, de saciar los corazones. La ausencia del Dios verdadero, del Dios vivo, siempre sumerge en una oscuridad que, aunque tenga apariencia de luz, en realidad lo que hace en encerrar en uno mismo. Cristo vino a mostrarnos el camino de la vida, y lo hizo con signos y palabras, con las curaciones, símbolo de una nueva vida que deja atrás las limitaciones de la enfermedad y la muerte, y con la fuerza del Evangelio.
Navidad es un tiempo especialmente adecuado para enfocar lo determinante, la Luz que vemos en Belén, y a relativizar todo lo demás, a apagarlo, como cuando en una iglesia la luz más importante se proyecta sobre el sagrario. Allí está el alimento que transforma, que da la Vida. En la Palabra proclamada en la Santa Misa experimentamos la fuerza del Evangelio, que abre los corazones, que ilumina las mentes, que fortalece la voluntad, que llena de esperanza, que nos empuja a la caridad. Se trata de una Palabra que, con apariencia humilde, encierra toda la fuerza divina. Los sabios de Oriente estuvieron atentos a los signos y encontraron la Luz. Y atención es conversión. A eso se nos invita hoy. Sólo un corazón limpio y lleno de deseos puede, al escuchar la Palabra, encontrarse con la Luz que en ella le sale al encuentro.
PARA TU ORACION PERSONAL
LA LITURGIA ahora que comienza el año nos ayuda a considerar las principales manifestaciones del Señor. Después de haber meditado sobre los inicios de la vida pública de Jesús en la sinagoga de Nazaret, hoy leemos el relato de un milagro cargado de significación teológica. «Sucedió que, estando él en una de las ciudades, se presentó un hombre lleno de lepra» (Lc 5,12). Padecer esta enfermedad en aquel tiempo era una verdadera calamidad: las personas que la sufrían estaban obligadas a apartarse de la ciudad y a portar campanas que anunciaban su cercanía; de esa manera, los sanos, al oírlas, se podían alejar del peligro de contagio.
Sin embargo, en este caso, un leproso se presenta con audacia ante el Señor y le dirige una petición llena de fe: «Al ver a Jesús, cayendo sobre su rostro, le suplicó, diciendo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”» (Lc 5,12). Con sus gestos corporales y con la convicción de su ruego confiesa la divinidad y omnipotencia de Jesús. Los Padres de la Iglesia ven la lepra como una representación del pecado y, así, la actitud del leproso se convierte para nosotros en un modelo de actuación. En nuestro examen personal nos damos cuenta de que permanentemente estamos necesitados de la curación del Médico divino. «La súplica del leproso muestra que, cuando nos presentamos ante Jesús, no es necesario hacer largos discursos. Son suficientes pocas palabras, siempre que vayan acompañadas por la plena confianza en su omnipotencia y en su bondad. Confiar en la voluntad de Dios significa, en efecto, situarnos ante su infinita misericordia»[1].
«Señor, si quieres, puedes limpiarme». Podemos repetir esta jaculatoria con la fe del leproso, conscientes de que el Señor nos ha redimido y está dispuesto a darnos su fuerza para ayudarnos a ser buenos hijos suyos.
LA LITURGIA de los últimos días de Navidad enlaza los relatos de los primeros días de Jesús con el misterio pascual, que es el desenlace hacia el que se dirige la Encarnación. Por ese motivo, consideramos ahora el poder con el que Jesús curaba las enfermedades, manifestación anticipada de la redención de nuestros pecados. «Y extendiendo la mano, lo tocó diciendo: “Quiero, queda limpio”. Y enseguida la lepra se le quitó» (Lc 5,13). Jesucristo no solo no rehúye el diálogo con el leproso, sino que lo toca. No teme contagiarse, no rechaza el contacto con nuestras miserias. El enfermo experimenta la misericordia y la eficacia divina del Maestro cuando escucha aquellas palabras que resuenan siempre detrás del sacramento de la Penitencia: «Quiero, queda limpio».
«Es Médico y cura nuestro egoísmo si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Señor, si quieres –y Tú quieres siempre–, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino»[2].
Continúa el evangelio de san Lucas: «Y él le ordenó no comunicarlo a nadie; y le dijo: “Ve, preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación según mandó Moisés, para que les sirva de testimonio”» (Lc 5,14). A lo largo de los tres años que los discípulos convivieron con Jesús pudieron observar –siguiendo unas palabras de san Josemaría– que «el abismo de malicia, que el pecado lleva consigo, ha sido salvado por una Caridad infinita. Dios no abandona a los hombres (...). Este fuego, este deseo de cumplir el decreto salvador de Dios Padre, llena toda la vida de Cristo, desde su mismo nacimiento en Belén»[3]. También nosotros podemos ser testimonios de cómo el Señor nos ha curado con su caridad infinita.
DESPUÉS de ese milagro tan palmario, el prestigio de Jesús se difundió por toda la región: «Se hablaba de él cada vez más, y acudía mucha gente a oírlo y a que los curara de sus enfermedades» (Lc 5,15). Sin embargo, Jesús no se entregó a la popularidad ni a dirigir hacia sí mismo el fruto de aquellas acciones milagrosas. «Él, por su parte, solía retirarse a despoblado y se entregaba a la oración» (Lc 5,16). Retirarse y orar. Tras una jornada apostólica, en medio del fragor del cansancio por el trabajo, Jesús nos enseña que la oración es el alma de nuestro obrar. «Hemos de ser almas contemplativas, y para eso no podemos dejar la meditación –decía san Josemaría– (...). Ahora parece que tenemos más obligación de ser verdaderamente almas de oración, ofreciendo al Señor con generosidad todo lo que nos ocupa y no abandonando jamás nuestra conversación con Él, pase lo que pase. Si os comportáis de esta manera, viviréis pendientes de Dios durante todo el día»[4].
Consolados por la misericordia con que Jesús cura al leproso, podemos acercarnos a los sacramentos y a nuestros ratos de oración mental con mucha confianza.«Gracias a esos ratos de meditación, a las oraciones vocales, a las jaculatorias, sabremos convertir nuestra jornada, con naturalidad y sin espectáculo, en una alabanza continua a Dios. Nos mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen continuamente su pensamiento a la persona que aman, y todas nuestras acciones –aun las más pequeñas– se llenarán de eficacia espiritual»[5].
Podemos aprovechar este rato de diálogo con el Señor para pedirle que nos dé una oración que transforme nuestra vida, de la misma manera en que Jesús transformó la del leproso del relato evangélico. La santísima Virgen nos abrirá la puerta del diálogo contemplativo con la Trinidad mientras pedimos: «Señor, si quieres, puedes limpiarme».