Evangelio (Mc 9,41-50)
Jesús dijo a sus discípulos, cualquiera que os dé de beber un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que no perderá su recompensa. “Y al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le ajustaran al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y fuera arrojado al mar. Y si tu mano te escandaliza, córtatela. Más te vale entrar manco en la Vida que con las dos manos acabar en el infierno, en el fuego inextinguible. Y si tu pie te escandaliza, córtatelo. Más te vale entrar cojo en la Vida que con los dos pies ser arrojado al infierno. Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado al infierno, donde ‘su gusano no muere y el fuego no se apaga’. Porque todos serán salados con fuego. La sal es buena; pero si la sal se vuelve insípida, ¿con qué la sazonaréis? Tened en vosotros sal y tened paz unos con otros.”
Llamados a ser un Evangelio viviente.
Ser testimonios coherentes con nuestra fe.
El pecado no puede llenar nuestro corazón.
«CUALQUIERA QUE os dé de beber un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que no perderá su recompensa» (Mc 9,41). Un vaso de agua no parece una gran cosa, aunque puede ser importante tras haber estado caminando bajo el ardiente sol de Judea. Pero a Jesús no le interesa tanto el valor material del gesto como su significado: dar un vaso de agua a uno de sus discípulos es una señal de apertura, de acogida. Mientras recorría los caminos de Palestina para anunciar el Reino de Dios, Jesús agradecería las muestras de hospitalidad y cariño que recibía de sus amigos, tanto en Betania –en la casa de Marta, María y Lázaro– como en otros lugares. Quizá nos gustaría haber sido uno de esos personajes del Evangelio: amigos de Jesús, personas que tuvieron la suerte de recibirlo en sus hogares, de ofrecerle algo con sencillez pero con genuino afecto. Muchos de ellos le abrieron las puertas de sus casas, pero, sobre todo, las puertas de sus corazones.
Jesús sigue llamando a nuestra puerta. Se nos hace cercano en los sacramentos, en la Sagrada Escritura, en las personas necesitadas que nos rodean… De seguro tampoco falta en nuestra vida el buen ejemplo de personas que, como los discípulos, o como la gente que acogía a los discípulos, nos encaminan hacia Cristo. Posiblemente las encontramos en nuestra familia, entre nuestros amigos, en un profesor del colegio, en una catequista… Existen en nuestra vida personas que han sido muy significativas precisamente porque eran mujeres y hombres de Dios. Eso es lo que todo discípulo de Jesús está llamado a ser: alguien que es de Cristo y que, por eso, puede ser recibido en su nombre. «Todos nosotros, los bautizados, somos discípulos misioneros y estamos llamados a ser en el mundo un Evangelio viviente»1.
TRAS HABER subrayado el grandísimo valor que tiene llevar su nombre y su presencia a los demás, el Señor también advierte de la enorme gravedad de lo contrario: «Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le ajustaran al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y fuera arrojado al mar» (Mc 9,42). Si un cristiano se profesa como tal, pero luego no piensa, no siente y no actúa como alguien que está en camino hacia Dios, cae en la incoherencia y dificulta que los demás se acerquen a Cristo; deforma su amabilísimo rostro y crea como un muro, en lugar de tender puentes que lleven a la salvación. El Concilio Vaticano II afirma con claridad que muchas veces los cristianos «han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión»2.
Es grande la fuerza negativa de la incoherencia. Todos hemos encontrado personas que se han alejado de la Iglesia porque han percibido una doble vida en algunos cristianos, porque se han sentido tratadas duramente o con excesiva rigidez, porque han sido víctimas de injusticias en el ámbito personal, laboral o social. Es verdad que, por el pecado, todos somos débiles y tendemos, en cierta medida, a comportarnos de modo contradictorio. Por eso, «para vivir con coherencia cristiana es necesaria la oración, porque la coherencia cristiana es un don de Dios. (...). Señor, que yo sea coherente –podemos suplicar–. Señor, que no escandalice nunca. Que sea una persona que piense como cristiano, que sienta como cristiano, que actúe como cristiano»3. Porque, así como la incoherencia hace mucho mal, la coherencia cristiana hace un gran bien. El testimonio cristiano remueve silenciosamente los corazones. Siembra una inquietud santa en los demás, a partir de la cual el Espíritu Santo comienza a hacer su trabajo.
«SI TU MANO te escandaliza, córtatela –dice Jesús–. Más te vale entrar manco en la Vida que con las dos manos acabar en el infierno, en el fuego inextinguible. Y si tu pie te escandaliza, córtatelo. Más te vale entrar cojo en la Vida que con los dos pies ser arrojado al infierno. Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado al infierno, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga» (Mc 9, 43.45.47-48). Después de haber alertado sobre la gravedad de la incoherencia de vida, que aleja de la salvación a los demás, el Señor usa ejemplos gráficos para persuadirnos a mirar con ojos de eternidad nuestra vida presente. Porque el requisito previo para poner en práctica aquellas palabras, lo que Jesús asume al pronunciarlas, es nuestro gran deseo de ser felices con Dios: ese anhelo de «entrar en la vida» o de «entrar en el Reino».
El Señor quiere que apartemos el pecado de nosotros, lo que incluye evitar cualquier ocasión próxima de ofender a Dios, porque sabe que eso no llenará nuestro corazón. Si experimentamos que «nada hay mejor en el mundo que estar en gracia de Dios»4, querremos poner los medios necesarios para alejar de nosotros todo lo que nos pueda apartar del Señor, con humildad y fortaleza. San Josemaría nos animaba a no desanimarnos nunca al descubrir la inclinación al mal dentro de nosotros. «No te avergüences –decía–, porque el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha dado todos los medios idóneos para superar esa inclinación: los Sacramentos, la vida de piedad, el trabajo santificado. Empléalos con perseverancia, dispuesto a comenzar y recomenzar»5.
María nos ayuda en el camino hacia la verdadera felicidad. «En la Salve Regina la llamamos “vida nuestra”: parece exagerado, porque Cristo es la vida, pero María está tan unida a él y tan cerca de nosotros que no hay nada mejor que poner la vida en sus manos y reconocerla como “vida, dulzura y esperanza nuestra”»6.