Evangelio (Mc 8,11-13)
En aquel tiempo:
Salieron los fariseos y comenzaron a discutir con él, pidiéndole, para tentarle, una señal del cielo. Suspirando desde lo más íntimo, dijo:
— ¿Por qué esta generación pide una señal? En verdad os digo que a esta generación no se le dará ninguna señal.
Y dejándolos, subió de nuevo a la barca y se marchó a la otra orilla.
Se han abierto los caminos divinos de la tierra.
La Obra es una familia.
Mujeres y sacerdotes para iluminar el mundo.
EL VIERNES 14 de febrero de 1930 en Madrid, a primera hora de la mañana, san Josemaría se dirige hacia un pequeño oratorio para celebrar la Santa Misa. Al poco de recibir al Señor, surgió algo nuevo en su interior. A veces sucede que durante la Misa brotan en nosotros deseos de identificarnos más con Jesús, ansias de santidad, luces sobre el misterio de Dios… Pero esta vez era algo mucho más grande de lo habitual: comprendió que, en adelante, muchas mujeres serían llamadas por Dios para unirse a la misión del Opus Dei, que había nacido poco más de un año atrás. Cuando se celebró el cincuenta aniversario de aquel día, don Álvaro del Portillo, primer sucesor de san Josemaría al frente de la Obra, apuntaba precisamente que «de la santa Misa, presencia siempre actual del sacrificio de Jesucristo, salta al mundo esta chispa de amor divino que provocará incendios de Amor en tantos corazones»1.
Por querer divino, algo muy similar sucedería en 1943. San Josemaría había acudido a celebrar la santa Misa precisamente en una casa de sus hijas, también en Madrid. «Al acabar de celebrarla –cuenta el fundador–, dibujé el sello de la Obra, la Cruz de Cristo abrazando el mundo, metida en sus entrañas, y pude hablar de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Dad gracias a Dios por todas estas bondades suyas»2.
El espíritu de la Obra es, ante todo, un regalo de Dios, siempre nuevo. Como recordaba san Josemaría, no se trata de un proyecto elaborado por mentes humanas para solucionar problemas del pasado o de algún lugar concreto3. La Obra nace, una y otra vez, con cada persona llamada a hacerla vida: habita en el «perenne hoy del Resucitado»4. Por eso, para caminar hacia el futuro con la misma audacia de Dios, podemos hacer memoria del 2 de octubre de 1928 y de las demás fechas fundacionales. Así podremos redescubrir, a cualquier edad, ese «alud arrollador»5 que el Espíritu Santo ha preparado para nosotros y para las personas que nos rodean.
PARTE ESENCIAL del encargo que Dios hizo a san Josemaría en aquellas fechas fundacionales –y que luego ha hecho a tanta gente a través de él– consiste en dar vida a una familia. Dentro de este designio de Dios, la presencia de la mujer en la Obra cobra una especial relevancia. Esta presencia es «un presupuesto necesario para que en el Opus Dei exista de hecho un espíritu de familia»6. Efectivamente, la Obra es, sobre todo, una gran familia con hombres y mujeres de todas las edades, en donde cada uno y cada una aportan su manera de ser, sus propios talentos e intereses. Este rasgo lleva a que cada persona, individualmente, sea el centro de la atención y de las oraciones de todos, sobre todo cuando, por alguna razón, lo necesita de manera especial. Dice el salmista: «Ved qué bueno y qué gozoso es convivir con los hermanos unidos. (…) Pues allí envía el Señor la bendición, la vida para siempre» (Sal 133,1-3). Lo propio de una familia es generar el espacio idóneo, fértil, en el que cada miembro pueda encontrar el lugar en el que echar raíces siendo plenamente acogido y feliz. Al mismo tiempo, san Josemaría consideró que las actividades apostólicas del Opus Dei –esto es: los ámbitos de formación y de gobierno– se llevarían a cabo separadamente para hombres y mujeres. Esto, naturalmente, no está reñido con la profunda unidad que mueve los corazones de todos.
Una familia extendida por toda la tierra puede estar efectivamente unida gracias a la Comunión de los santos, que el fundador del Opus Dei solía imaginar gráficamente como la capacidad de compartir la misma sangre arterial. La beata Guadalupe Ortiz de Landázuri experimentó de muchos modos este tipo de unión. El miércoles 4 de junio de 1958, don Álvaro había dejado a Jesús reservado por primera vez en el sagrario del centro de la Obra de Madrid en el que ella vivía. Relatando algunos detalles de este suceso, Guadalupe escribía por carta a san Josemaría, que se encontraba en Italia, a muchos kilómetros de distancia: «[Don Álvaro] Nos habló de Roma y nos parecía estar allí junto al Padre, como en realidad estamos siempre y queremos estarlo cada vez más, aunque como ahora, estemos lejos»7. Quienes han experimentado un amor auténtico, reflejo del amor divino, saben que los límites del espacio físico son muy relativos para saberse cercanos a las demás personas, de manera especial en los días de algún aniversario especial.
TERMINADO el Concilio Vaticano II, la Iglesia dirigía estas palabras a todas las mujeres: «Ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud (…). Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto»8. Se trata de un proceso siempre en curso, en el que las mujeres del Opus Dei están llamadas a poner «en diálogo toda su riqueza espiritual y humana con las personas de nuestro tiempo»9. Esa es precisamente la misión divina transmitida a san Josemaría en 1928: dar a los cambios en la sociedad, desde dentro, el rostro de Cristo, siendo protagonistas principales de la historia.
«Hijas mías, –decía el fundador del Opus Dei, en un 14 de febrero– yo quisiera que hoy os dierais cuenta de tantas cosas como el Señor, la Iglesia, la humanidad entera esperan de la Sección femenina del Opus Dei; y que, conociendo toda la grandeza de vuestra vocación, la améis cada día más»10. La vocación de las mujeres en el Opus Dei es una vocación apostólica, una luz que el Señor ha suscitado para que pueda ponerse «sobre el candelero» (Lc 11,33), de modo que a todos alcance su claridad y su calor. «De la santidad de la mujer depende en gran parte la santidad de las personas que la rodean»11.
Cada 14 de febrero es un día de oración agradecida a Dios y de fiesta. Por un lado, porque, en continuidad con el 2 de octubre, ese día se abrió un camino de verdadera alegría cristiana para muchas mujeres y, en consecuencia, para todos; y, por otro lado, porque Dios continúa bendiciendo a su Iglesia a través de los sacerdotes de la Obra que, prestando su voz y sus manos a Cristo, llenan de santidad todos los caminos de la tierra. Se anota en el diario del centro en el que vivían muchas mujeres del Opus Dei en Roma, cerca de san Josemaría, en un aniversario de aquella fecha: «Hoy es un día grande, feliz, lleno de alegría para nosotras. Es día de echar a volar todas las campanas de Roma, día de pasárselo entero dando gracias a Dios. Y día también de celebrarlo, porque es como si fueran los santos y cumpleaños de todas»12. Esta alegría se extiende a todas las personas que se acercan al calor de la Obra, con quienes podemos agradecer, junto a santa María, todos los dones que Dios ha regalado a su Iglesia.
1 Beato Álvaro del Portillo, Carta pastoral, 9-I-1980.
2 San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 14-II-1958.
3 Cfr. San Josemaría, Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra de Dios, n. 15.
4 Francisco, Gaudete et exsultate, n. 173.
5 San Josemaría, Cartas 32, n. 41.
6 Mons. Fernando Ocáriz, “La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia”, en El Opus Dei en la Iglesia, Rialp, Madrid, 1993, p 190.
7 Carta a san Josemaría, 4-VI-1958, en Letras a un santo.
8 San Pablo VI, Mensaje a las mujeres, en la Clausura del Concilio Vaticano II, 8-XII-1965.
9 Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje, 5-II-2020.
10 San Josemaría, Homilía, 14-II-1956.
11 Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje, 5-II-2020.
12 Diario de Villa Sacchetti, 14-II-1950