EVANGELIO Lc 6, 39-45
Y les dijo una parábola: “¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en un pozo? Ningún discípulo es superior al maestro; pero cuando esté completamente entrenado, cada discípulo será como su maestro.
¿Por qué notas la astilla en el ojo de tu hermano, pero no percibes la viga de madera en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: 'Hermano, déjame quitarte esa astilla que tienes en el ojo', cuando ni siquiera te das cuenta de la viga de madera que tienes en tu propio ojo? ¡Hipócrita! Quita primero la viga de madera de tu ojo; entonces verás bien para sacar la paja que está en el ojo de tu hermano.
“Un buen árbol no da frutos podridos, ni un árbol podrido da frutos buenos. Porque cada árbol se conoce por su propio fruto. Porque la gente no recoge higos de los espinos, ni recoge uvas de las zarzas. Una persona buena, del depósito de bondad en su corazón produce el bien, pero una persona mala, del depósito de maldad produce el mal; porque de la plenitud del corazón habla la boca.
La importancia de la formación para el apostolado.
Mirar primero los propios defectos.
Purificar nuestro corazón para dar frutos buenos.
«¿ACASO PUEDE un ciego guiar a otro ciego? –se pregunta Jesús, de manera retórica, en su predicación–. ¿No caerán los dos en el hoyo?» (Lc 6,39). Si recordamos que el Señor había dicho también que el ojo es la lámpara del alma (cfr. Mt 6,22), esta enseñanza adquiere una relevancia importante para nuestra tarea apostólica.
A un ciego no le vale recibir orientación de otro ciego, aunque este tuviera una intención generosa; los ojos sellados necesitan tener cerca unos ojos sabios, que puedan ver la senda con claridad. Y aquella ciencia imprescindible para guiar a otros no se alcanza por generación espontánea: el Espíritu Santo, al asistirnos, cuenta también con nuestro propia preparación para llevar a cabo la misión. Una mirada de fe que nos permita «guiar» con sabiduría a otras personas se adquiere con una formación adecuada. Así lo expresaba el profeta Isaías: «discite benefacere» (Is 1,17), aprended a hacer el bien; «es inútil que una doctrina sea maravillosa y salvadora, si no hay hombres capacitados que la lleven a la práctica»1.
La formación personal no se improvisa, requiere tiempo y dedicación. Necesitamos mantener siempre vivo el deseo de conocer mejor nuestra fe. Esta actitud abierta y joven solo se sostiene en el tiempo con humildad de corazón. Nunca somos completamente «maestros», porque continuamos siempre siendo «discípulos». Un buen maestro es el que no deja nunca de aprender; el mejor guía es aquel que mejor se deja guiar. Muchos de aquellos «guías ciegos» (Mt 23,16), por tanto, son quienes, desconociendo sus propios límites, piensan que nadie puede enseñarles algo nuevo. Al final de su vida, lo explicaba san Josemaría diciendo: «Nosotros nunca decimos basta. Nuestra formación no termina nunca: todo lo que habéis recibido hasta ahora es fundamento para lo que vendrá después»2. Sobre todo, nunca podemos dar por acabada la acción progresiva del Espíritu Santo en nuestra alma, que busca identificarla con el modo de ser de Jesucristo.
EN UNA SEGUNDA parábola, el Señor utiliza otra vez la metáfora del ojo. En esta oportunidad, el ojo está irritado por un cuerpo extraño que hace incómoda la visión. «¿Por qué te fijas en la mota del ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?» (Lc 6,41-42). Jesús subraya la necesidad de la purificación personal para ver con claridad, en primer lugar, nuestro propio corazón, y después poder ver a los demás. No es difícil caer en el peligro de justificar una imperfección propia –la viga–, al mismo tiempo que condenamos un defecto ajeno, quizá insignificante –la mota–. «Parece, en verdad, que el conocimiento de sí mismo es el más difícil de todos –sostiene san Basilio–. Ni el ojo que ve las cosas exteriores se ve a sí mismo; y nuestro propio entendimiento, pronto para juzgar el pecado de otro, es lento para percibir sus propios defectos»3. Cristo indica el adecuado orden para tener una visión real de las cosas: «Saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la mota del ojo de tu hermano» (Lc 6,43).
¿Cómo evitar deslizarnos por una pendiente de juicios sobre los defectos ajenos? San Agustín ofrece una solución sencilla, y comienza por hacernos la pregunta: «¿No hemos caído nunca en esta falta? ¿Nos hemos curado de ella? Aún si nunca la hubiésemos cometido, acordémonos de que somos humanos y que hubiéramos podido caer en ella»4. El Señor nos sugiere que, antes de juzgar a los demás, miremos hacia nuestro interior, reconociendo nuestras fragilidades, y dejando en manos de Dios la delicada tarea de juzgar. «El primer paso, pues, es pedir la gracia al Señor de una conversión (...). ¿Cuántas cosas podemos decir de nosotros mismos? Ahorremos los comentarios sobre los demás y hagamos comentarios sobre nosotros mismos. Ese es el primer paso en el camino de la magnanimidad»5.
UNA TERCERA parábola breve que encontramos en el Evangelio dice así: «No hay árbol bueno que dé fruto malo, ni tampoco árbol malo que dé buen fruto. Pues cada árbol se conoce por su fruto; no se recogen higos de los espinos, ni se vendimian uvas del zarzal» (Lc 6,43-44). En el marco de su enseñanza sobre la pureza de intención, el Señor insiste que todas nuestras obras tienen su raíz en el corazón. De la misma manera que los frutos nos dan a conocer el árbol del que proceden, así las obras desvelan el fondo del alma. «El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal saca lo malo» (Lc 6,45). Más allá de las manifestaciones externas, lo realmente determinante son las disposiciones interiores. El valor de nuestras acciones se determina en el corazón que, como lo llama el Catecismo de la Iglesia, «es el lugar de la decisión» y «de la verdad»6.
«Cuando la persona habla, se descubren sus defectos, (...) la palabra revela el corazón» (Ecl 27,4-6), dice la Sagrada Escritura. Y Jesús añade: «De la abundancia del corazón habla su boca» (Lc 6,45). Es algo que se corresponde con nuestra experiencia. Basta prestar atención a nuestras conversaciones para caer en la cuenta de lo que llevamos en el corazón, lo que nos preocupa o nos llena de alegría. Por eso, al reflexionar sobre nuestras conversaciones podremos descubrir egoísmos, resentimientos o envidias que no aligeran nuestro corazón. Santa María guardaba en su interior las palabras y los gestos de su hijo; por eso, de sus labios solo surgían conversaciones de consuelo para quienes le rodeaban. Ella puede ayudarnos a, siguiendo las enseñanzas de Jesús, formarnos mejor y no juzgar a los demás, alegrándonos de los dones que Dios les ha dado.