"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

31 de marzo de 2022

Buscar la voluntad de Dios

 




Evangelio (Jn 5,31-47)


Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería verdadero. Otro es el que da testimonio de mí, y sé que es verdadero el testimonio que da de mí. Vosotros habéis enviado mensajeros a Juan y él ha dado testimonio de la verdad. Pero yo no recibo el testimonio de hombre, sino que os digo esto para que os salvéis. Aquél era la antorcha que ardía y alumbraba, y vosotros quisisteis alegraros por un momento con su luz. Pero yo tengo un testimonio mayor que el de Juan, pues las obras que me ha dado mi Padre para que las lleve a cabo, las mismas obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí, de que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me ha enviado, Él mismo ha dado testimonio de mí. Vosotros no habéis oído nunca su voz ni habéis visto su rostro; ni permanece su palabra en vosotros, porque no creéis en éste a quien Él envió. Examinad las Escrituras, ya que vosotros pensáis tener en ellas la vida eterna: ellas son las que dan testimonio de mí. Y no queréis venir a mí para tener vida.


Yo no busco recibir gloria de los hombres; pero os conozco y sé que no hay amor de Dios en vosotros. Yo he venido en nombre de mi Padre y no me recibís; si otro viniera en nombre propio, a ése lo recibiríais. ¿Cómo podéis creer vosotros, que recibís gloria unos de otros, y no queréis la gloria que procede del único Dios? No penséis que yo os acusaré ante el Padre; hay quien os acusa: Moisés, en quien vosotros tenéis puesta la esperanza. En efecto, si creyeseis a Moisés, tal vez me creeríais a mí, pues él escribió sobre mí. Pero si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?



–Buscar la voluntad de Dios.


–Recorrer el camino de la conversión.


–Ser puentes que interceden entre Dios y su pueblo.


«YO NO BUSCO recibir gloria de los hombres» (Jn 5,41), dice Jesús, en un largo discurso en el que explica a los judíos que en él se cumplen las Escrituras. Estas palabras muestran una actitud constante durante su vida en la tierra: su continua atención a hacer la voluntad del Padre. La vemos durante su vida oculta, cuando con toda naturalidad pasa treinta años sin llamar la atención en una aldea casi desconocida de Galilea. Y la vemos también durante su vida pública, cuando se mueve siempre con total libertad de espíritu, buscando transmitir sus enseñanzas como enviado del Padre. Esta convicción de buscar la voluntad de Dios estaba fundamentada en que los designios de Dios Padre siempre son los más sabios y buenos, fuente de consuelo para todos.


«El Señor vivió la cumbre de su libertad en la cruz, como cumbre del amor. En el Calvario le gritaban: “Si eres Hijo de Dios baja de la cruz”; allí demostró su libertad de Hijo precisamente permaneciendo en aquel patíbulo para cumplir a fondo la voluntad misericordiosa del Padre»1. No se queda en la cruz por deseo de sufrir sin más, si no para mostrar que, incluso en esas circunstancias dolorosas y terribles, el amor de Dios es mayor que cualquier otra fuerza. El bien que se alcanza es muy grande: se abre para el hombre el camino de vuelta a casa.


Y, como Jesús, en nuestro camino por hacer la voluntad de Dios también encontraremos la cruz y la posibilidad de experimentar que el amor de Dios es mayor que cualquier otra fuerza. Aunque no siempre lo podamos ver con total claridad, esa experiencia puede ser camino y expresión de amor. A veces habrá momentos en los que esa cruz se nos haga más pesada, pero vemos que el Señor prefiere caer abrazado a ella, antes que soltarla. Llegar al Calvario cuesta, pero «esa pelea es una maravilla, una auténtica muestra del amor de Dios, que nos quiere fuertes, porque virtus in infirmitate perficitur (2 Cor XII,9), la virtud se fortalece en la debilidad»2. El mismo Jesús nos ayudará a asociarnos a la amorosa voluntad del Padre, que trae la alegría, la paz, e incluso «la felicidad en la cruz»3.


DIOS MUESTRA su tristeza cuando el pueblo de Israel le abandona para adorar un becerro de oro. Su pueblo, al que había amado y salvado con prodigios, se había olvidado de los beneficios divinos durante la travesía del desierto. «Pronto se han apartado del camino que les había ordenado –dijo el Señor a Moisés– (...). Ahora, deja que se inflame mi cólera contra ellos hasta consumirlos» (Ex 32,8-10).


«También nosotros somos pueblo de Dios y conocemos bien cómo es nuestro corazón; y cada día debemos retomar el camino para no resbalar lentamente hacia los ídolos, hacia las fantasías, hacia la mundanidad, hacia la infidelidad»4. Por eso, de manera especial durante la Cuaresma, podemos pedir luz al Espíritu Santo para ver ese camino de retorno al Padre. Recordar el amor y las maravillas que Dios ha obrado en nuestra vida –como lo había hecho con el pueblo de Israel– nos llevará a recorrerlo con la convicción de que es junto a él como somos profundamente felices.


Esta conversión, sin embargo, no es cuestión de un día, sino de toda la vida. Por eso, lo decisivo no son los resultados inmediatos, sino el deseo de permanecer siempre junto a Jesús, aunque no lo merezcamos. «Mientras hay lucha, lucha ascética, hay vida interior. Eso es lo que nos pide el Señor: la voluntad de querer amarle con obras, en las cosas pequeñas de cada día. Si has vencido en lo pequeño, vencerás en lo grande»5.


CUANDO Dios manifiesta su intención de acabar con Israel, Moisés lo disuade hablándole con filial confianza: «Aleja el incendio de tu ira, arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo. Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel» (Gn 32,12-13). Y, tras esta intercesión, recoge la Escritura que «se arrepintió el Señor de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo» (Gn 32,14).


La humildad y la confianza de Moisés logran llegar hasta el corazón del Señor. «Su fe en Dios se funde con el sentido de paternidad que cultiva por su pueblo. La Escritura lo suele representar con las manos extendidas hacia arriba, hacia Dios, como para actuar como un puente con su propia persona entre el cielo y la tierra»6. Moisés nos muestra cómo es «la oración que los verdaderos creyentes cultivan en su vida espiritual. Incluso si experimentan los defectos de la gente y su lejanía de Dios, estos orantes no los condenan, no los rechazan. La actitud de intercesión es propia de los santos, que, a imitación de Jesús, son “puentes” entre Dios y su pueblo»7.


El ejemplo de intercesión de Moisés nos lleva a mirar a Cristo, de quien es figura. Jesús intercede continuamente por nosotros ante el Padre. Por eso tenemos la seguridad de que alcanzaremos misericordia. También nosotros, que somos ahora el Pueblo de Dios en la tierra, queremos hacer visible su bondad y su misericordia entre nuestros hermanos, para «orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo»8. María, como buena Madre, intercede siempre por nosotros y no nos deja nunca solos en este camino de identificación con su Hijo.


1 Benedicto XVI, Ángelus, 1-VII-2007.

2 San Josemaría, Vía Crucis, IX Estación, n.2.

3 San Josemaría, Camino, n. 758.

4 Francisco, Meditación, 30-III-2017.

5 San Josemaría, Vía Crucis, III Estación, n.2.

6 Francisco, Homilía, 17-VI-2020.

7 Ibíd.

8 Juan Pablo II, Redemptor hominis, n. 10.



30 de marzo de 2022

ESTAMOS EN LAS MANOS DE DIOS

 



Evangelio (Jn 5, 17-30)


Jesús les replicó:


-Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo. Por esto los judíos con más ahínco intentaban matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.


Respondió Jesús y les dijo:


-En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que Él hace, y le mostrará obras mayores que éstas para que vosotros os maravilléis. Pues así como el Padre resucita a los muertos y les da vida, del mismo modo el Hijo da vida a quienes quiere. El Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio lo ha dado al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre que le ha enviado. ‘En verdad, en verdad os digo que el que escucha mi palabra y cree en el que me envió tiene vida eterna, y no viene a juicio sino que de la muerte pasa a la vida. En verdad, en verdad os digo que llega la hora, y es ésta, en la que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan vivirán, pues como el Padre tiene vida en sí mismo, así ha dado al Hijo tener vida en sí mismo. Y le dio la potestad de juzgar, ya que es el Hijo del Hombre. No os maravilléis de esto, porque viene la hora en la que todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron el bien saldrán para la resurrección de la vida; y los que practicaron el mal, para la resurrección del juicio. Yo no puedo hacer nada por mí mismo: según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió.’



- Dios sostiene nuestra existencia.


– En Jesús aprendemos a ser hijos de Dios.


– En el juicio vence el amor del Padre.


JESÚS HABÍA curado a un paralítico en día de sábado y, para nuestro asombro, los maestros de la ley se quedan atrapados en esa circunstancia del calendario, en lugar de creer en la libre manifestación de Dios: basándose en una rígida interpretación de la Sagrada Escritura, no están dispuestos a admitir que alguien pueda realizar actividades en sábado, ni siquiera milagros o curaciones. No se han abierto a la luz del Espíritu Santo –que nosotros podemos pedir– dejándose interpelar por la realidad que tenían frente a sus ojos.


Jesús les responde con una frase lapidaria: «Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo» (Jn 5,17). Estas palabras condensan una importante verdad teológica, que ilumina nuestra condición de criaturas: ciertamente, la Biblia afirma que en el sábado Dios descansó, para dar a entender que no creó nuevas criaturas; «pero siempre y de forma continua actúa, conservándolas en el ser (…). Dios es causa de todas las cosas en el sentido de que también las hace subsistir; porque si en un momento dado se interrumpiera su poder, al instante dejarían de existir todas las cosas que la naturaleza contiene»1. Nuestra existencia depende enteramente de Dios, en cada instante. Cada segundo de nuestra vida es un don que el Señor nos ofrece confiadamente. El Creador no se retiró de su obra, sino que siguió «trabajando en y sobre la historia de los hombres»2.


Como explicaba san Josemaría, «el Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres. Es un Padre que ama ardientemente a sus hijos, un Dios Creador que se desborda en cariño por sus criaturas. Y concede al hombre el gran privilegio de poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio»3.


EN SU RESPUESTA a quienes le reprochaban curar en el día de descanso, Jesús revela implícitamente su naturaleza divina, mostrándose como «señor del sábado» (Lc 6,5). Los rabinos distinguían entre el “trabajo” de Dios en la creación, que cesó el sábado, y su actuar en la providencia, que en cambio es ininterrumpido. Por eso, cuando Jesús se pone al mismo nivel del Padre, asociándose a su acción continua en favor de los hombres, esta afirmación resulta escandalosa a sus oponentes. Entonces, la Sagrada escritura nos dice que «los judíos con más ahínco intentaban matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios» (Jn 5,18). Pero Jesús no trata de disuadirles de esa idea porque efectivamente él es el Hijo, la filiación al Padre está en el centro de su ser y de su misión: es parte esencial de su misterio. Hasta ese momento, nadie en toda la historia de la salvación se había dirigido a Dios llamándole «Padre mío» como Jesús hace siempre; y tanto menos con la palabra llena de confianza que usaban los niños hebreos para llamar a su progenitor: abbá, papá.


«En verdad os digo –dice el Señor– que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo» (Jn 5,19-20). Jesucristo es el modelo más perfecto de unión al Padre. «En referencia a este modelo, reflejándolo en nuestra conciencia y en nuestro comportamiento, podemos desarrollar en nosotros un modo y una orientación de vida “que se asemeje a Cristo” y en la que se exprese y realice la verdadera “libertad de los hijos de Dios” (cfr. Rm 8,21)»4. En efecto, a la luz del ejemplo de Cristo, logramos entender mejor que el sentido de nuestra filiación divina es lo que nos hace más profundamente libres: «Saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas»5.


«EL PADRE no juzga a nadie, sino que todo juicio lo ha dado al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo –continúa diciendo Jesús– no honra al Padre que le ha enviado. En verdad, en verdad os digo que el que escucha mi palabra y cree en el que me envió tiene vida eterna» (Jn 5,22-24). Cuando se habla de postrimerías, del juicio particular y del juicio final, posiblemente experimentamos cierto temor. Sin embargo, es bueno reconducir este temor hacia la esperanza, porque sabemos que nuestro juez será Jesús, que ha venido a salvarnos enviado por el Padre. Cristo ha dado su vida por nosotros: si ponemos nuestros ojos en él, clavado en la cruz y luego resucitado, entendemos que su justicia siempre está unida al misterio de la gracia, de su amor por nosotros.


Ciertamente, «la gracia no excluye la justicia. No convierte la injusticia en derecho. No es un cepillo que borra todo, de modo que cuanto se ha hecho en la tierra acabe por tener siempre igual valor (…). Nuestro modo de vivir no es irrelevante, pero nuestra inmundicia no nos ensucia eternamente, al menos si permanecemos orientados hacia Cristo, hacia la verdad y el amor. A fin de cuentas, esta suciedad ha sido ya quemada en la Pasión de Cristo. En el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el mundo y en nosotros. El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra alegría»6.


«No tengas miedo a la muerte –animaba san Josemaría–. Acéptala, desde ahora, generosamente... cuando Dios quiera... como Dios quiera... donde Dios quiera. No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga... enviada por tu Padre-Dios. ¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte!»7. Al mismo tiempo, al fundador del Opus Dei le consolaba saber que quien nos espera «no será Juez –en el sentido austero de la palabra– sino simplemente Jesús»8. Y allí estará también, intercediendo por nosotros, nuestra madre del cielo; ella es refugio de los pecadores y es nuestra esperanza.




29 de marzo de 2022

PACIENCIA EN LA LUCHA INTERIOR

 



Evangelio (Jn 5, 1-16)


Después de esto se celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Hay en Jerusalén, junto a la puerta de las ovejas, una piscina, llamada en hebreo Betzata, que tiene cinco pórticos, bajo los que yacía una muchedumbre de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos. Estaba allí un hombre que padecía una enfermedad desde hacía treinta y ocho años.


Jesús, al verlo tendido y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo, le dijo:¿Quieres curarte?


El enfermo le contestó: Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se mueve el agua; mientras voy, baja otro antes que yo.


Le dijo Jesús: Levántate, toma tu camilla y ponte a andar.


Al instante aquel hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar.


Aquel día era sábado. Entonces le dijeron los judíos al que había sido curado: Es sábado y no te es lícito llevar la camilla.


Él les respondió: El que me ha curado es el que me dijo: ‘Toma tu camilla y anda’.


Le interrogaron: ¿Quién es el hombre que te dijo: ‘Toma tu camilla y anda?’


El que había sido curado no sabía quién era, pues Jesús se había apartado de la muchedumbre allí congregada.


Después de esto lo encontró Jesús en el Templo y le dijo: Mira, estás curado; no peques más para que no te ocurra algo peor.


Se marchó aquel hombre y les dijo a los judíos que era Jesús el que le había curado. Por eso perseguían los judíos a Jesús, porque había hecho esto un sábado.



- Jesús quiere sanarnos.


– Deseos y paciencia en la lucha.


– El cristiano es comprensivo con los demás.


¡CÓMO NOS llena de esperanza la cercanía de Jesús a quienes le necesitan, que vemos una y otra vez en los evangelios! Hoy contemplamos la curación de un paralítico, del que nadie se acordaba, que yacía junto a la piscina de Betzata. Las excavaciones han aclarado que esta piscina contaba con cinco pórticos, según la describió san Juan: consistía en dos estanques separados y, entre ellos, se había construido el quinto pórtico, que se sumaba a los cuatro laterales. Allí se congregaba «una muchedumbre de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos» (Jn 5,2). Existía la creencia, en efecto, de que un ángel del Señor descendía cada cierto tiempo a mover el agua, y quien se metía primero en la piscina quedaba curado.


Jesús se acerca a aquella multitud dolorida. Entre la masa de personas, se fija en este paralítico, que probablemente es el más desvalido y abandonado. Y, por iniciativa propia, se ofrece a sanarlo, preguntándole: «–¿Quieres curarte? El enfermo le contestó: –Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se mueve el agua; mientras voy, baja otro antes que yo. Le dijo Jesús: –Levántate, toma tu camilla y ponte a andar. Al instante aquel hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar» (Jn 5,6-9).


«Me comentabas –escribió san Josemaría– que hay escenas de la vida de Jesús que te emocionan más: cuando se pone en contacto con hombres en carne viva... cuando lleva la paz y la salud a los que tienen destrozados su alma y su cuerpo por el dolor... Te entusiasmas –insistías– al verle curar la lepra, devolver la vista, sanar al paralítico de la piscina: al pobre del que nadie se acuerda. ¡Le contemplas entonces tan profundamente humano, tan a tu alcance! Pues... Jesús sigue siendo el de entonces»1. Cristo, a través de los sacramentos, puede estar incluso más cerca de nosotros que de aquel encuentro. Y, como al paralítico del evangelio, nos ofrece continuamente su curación.


AQUEL PARALÍTICO llevaba treinta y ocho años enfermo. Su vida había sido una larga espera, hasta que al final Jesús pasó junto a él. Podemos aprender de su paciencia, ya que durante todo ese tiempo, «sin cejar, insistió, esperando verse libre de su enfermedad»2. También nosotros estamos llamados a ser serenos y perseverantes en la vida interior. Necesitamos una paciencia optimista en la lucha cristiana, así como en el esfuerzo por adquirir las virtudes. Habrá algunos aspectos en los que nos parecerá, al menos por temporadas, que no avanzamos; y otros que requerirán un largo periodo de lucha alegre, quizá el de toda una vida; ese fue el caso del paralitico, que llegó a la vejez con su enfermedad, pero no por eso dejó de ver a Jesús.


A veces, una impaciencia excesiva, una tensión interior un tanto crispada, un empeño en valorar si mejoramos o no que va cobrando tintes desasosegantes, podrían manifestar cierta tendencia al perfeccionismo; y esta actitud no se corresponde con la lucha filial, confiada y humilde que el Señor nos pide. Ciertamente, hemos de intentar no quedarnos solamente en buenos deseos y poner las últimas piedras de lo que emprendemos. Pero también es verdad que no siempre lo conseguiremos, y no hemos de perder la paz por ello.


«En ocasiones –dice san Josemaría– el Señor se conforma con los deseos, y otras veces hasta con los deseos de tener deseos, si nosotros soportamos con alegría la humillación de sabernos tan poca cosa. Esto es lo que nos llevará bien altos al cielo. Porque si una persona se da cuenta de que va adelante y bien... ¡qué peligro para la soberbia! Hay mucha gente maravillosa que se juzga de una vulgaridad inmensa, incapaces de hacer lo que saben que Dios nuestro Señor quiere. Y son excelentes, extraordinarios. No os preocupe demasiado si avanzáis o no, si sois mejores o seguís igual. Lo importante es querer ser mejores, desear querer, y ser sinceros abriendo bien el corazón. Así, Dios os dará luces»3.


LA PACIENCIA con nosotros mismos, que viene de mirar primero a Dios y contar cada vez más con su ayuda, nos impulsará asimismo «a ser compresivos con los demás, convencidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo»4. A veces nos cuesta vivir esta comprensión paciente con las personas más cercanas y afines, pues fácilmente tendemos a fijarnos demasiado en unos pocos defectos, en lugar de valorar todo lo bueno que atesoran. Y en otras ocasiones, puede resultar difícil disculpar, acoger y querer de verdad a quienes quizá están en apariencia lejos de Dios o a quienes, por la formación que han recibido, mantienen unos parámetros de pensamiento ajenos a la fe.


En el evangelio vemos que, después de ser curado por Jesús, el paralítico toma su camilla y echa a andar hacia su casa. Pero entonces se encuentra con algunos judíos, posiblemente personas de autoridad, que le recriminan que esté llevando objetos en día de sábado; se escandalizan de que Jesús haya curado ese día. Se trata de «una historia que también se repite muchas veces hoy. Muchas veces sucede que un hombre o una mujer, que se siente enfermo del alma, triste, porque ha cometido muchos errores en su vida, en determinado momento siente que las aguas se remueven –es el Espíritu Santo quien todo lo mueve– o escucha unas palabras y piensa: “Me gustaría ir”. ¡Y se arma de valor y va! Pero cuántas veces en las comunidades cristianas encuentra las puertas cerradas (...). ¡La Iglesia tiene siempre las puertas abiertas! Es la casa de Jesús, y el Señor es acogedor. No solo acoge, sino que sale en busca de la gente, como fue a buscar al paralítico. Y si la gente está herida, ¿qué hace Jesús? ¿La regaña por estar herida? No: la busca y la carga sobre sus hombros»5.


San Josemaría animaba a sus hijos a vivir «con el corazón y los brazos dispuestos a acoger a todos» porque, como explicaba, «no tenemos la misión de juzgar, sino el deber de tratar fraternalmente a todos los hombres. No hay un alma que excluyamos de nuestra amistad –continuaba–, y ninguno se ha de acercar a la Obra de Dios y marcharse vacío: todos han de sentirse queridos, comprendidos, tratados  como explicaba, «no tenemos la misión de juzgar, sino el deber de tratar fraternalmente a todos los hombres. No hay un alma que excluyamos de nuestra amistad –continuaba–, y ninguno se ha de acercar a la Obra de Dios y marcharse vacío: todos han de sentirse queridos, comprendidos, tratados con afecto»6. Podemos pedir a María, madre de misericordia, que nos ayude a difundir el amor, la comprensión y la misericordia de Dios entre quienes tenemos alrededor.


1 San Josemaría, Surco, n. 233.

2 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el evangelio de san Juan, 36.

3 San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 19-III-1972.

4 San Josemaría, Amigos de Dios, n. 78.

5 Francisco, Homilía, 17-III-2015.

6 San Josemaría, Cartas 4, n. 25.





28 de marzo de 2022

DIOS ESTA ILUSIONADO CON VOS

 



Evangelio (Jn 4, 43-54)


Dos días después marchó de allí hacia Galilea. Pues Jesús mismo había dado testimonio de que un profeta no es honrado en su propia tierra. Cuando vino a Galilea, le recibieron los galileos porque habían visto todo cuanto hizo en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido a la fiesta. Entonces vino de nuevo a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaún, el cual, al oír que Jesús venía de Judea hacia Galilea, se le acercó para rogarle que bajase y curara a su hijo, porque estaba a punto de morir.


Jesús le dijo: Si no veis signos y prodigios, no creéis.


Le respondió el funcionario real: Señor, baja antes de que se muera mi hijo.


Jesús le contestó: Vete, tu hijo está vivo.


Aquel hombre creyó en la palabra que Jesús le dijo y se marchó. Mientras bajaba, sus siervos le salieron al encuentro diciendo que su hijo estaba vivo. Les preguntó la hora en que empezó a mejorar.


Le respondieron: Ayer a la hora séptima le dejó la fiebre.


Entonces el padre cayó en la cuenta de que precisamente en aquella hora Jesús le había dicho: ‘Tu hijo está vivo’. Y creyó él y toda su casa.


Este segundo signo lo hizo Jesús cuando vino de Judea a Galilea.



Dios se ilusiona con nosotros.


– Abandonarnos como hijos.


– Fe es dejar sitio a Dios.


AYER CELEBRÁBAMOS el domingo laetare, como un recordatorio de que la Cuaresma es un tiempo de penitencia que nos dispone hacia la gran alegría de la Pascua. En el libro del profeta Isaías escuchamos a Dios que nos dice: «He aquí que Yo creo unos cielos nuevos y una tierra nueva. Las cosas pasadas no serán recordadas ni vendrán a la memoria. Al contrario, alegraos y regocijaos eternamente de lo que yo voy a crear, pues voy a crear a Jerusalén para el gozo, y a su pueblo para la alegría. Me gozaré en Jerusalén y me alegraré en su pueblo» (Is 65,17-19). El Señor nos invita a la alegría y él mismo se alegra. En el libro del Génesis también percibimos este gozo de Dios cuando, al contemplar el mundo recién salido de sus manos, ve que es «muy bueno» (Gn 1,31). El creador, que había preparado el mundo para los hombres, soñaba ya con la vida de sus hijos.


Sabemos que, sin embargo, después vino el pecado y la destrucción de la armonía inicial. Pero Dios no se cansó de perdonar ni de ilusionarse con los hombres. Cada uno de nosotros somos, de alguna manera, un sueño de Dios, un proyecto de bien y felicidad. «Dios piensa en cada uno de nosotros, ¡y piensa bien! Nos quiere y sueña con la alegría que gozará con nosotros. Por eso, el Señor quiere recrearnos, hacer nuevo nuestro corazón (...) para que triunfe la alegría. (...) Y hace tantos planes: construiremos casas..., plantaremos viñas, comeremos sus frutos..., todas las ilusiones que pueda tener un enamorado»1. San Josemaría, al pensar en las palabras del profeta Isaías en las que Dios nos dice que somos un proyecto divino, no ocultaba su emoción: «¡Que Dios me diga a mí que soy suyo! ¡Es como para volverse loco de Amor!»2.


«TE ENSALZARÉ, Señor, porque me has librado» (Sal 29,2). Este salmo expresa el agradecimiento de un hombre que fue rescatado por Dios de las garras de la muerte. En esta experiencia, el salmista ha aprendido al menos dos cosas importantes. La primera es que la ira de Dios dura solo un instante, pero su bondad toda la vida. El Señor no quiere destruir, sino corregir para que sus hijos puedan ser felices. Por eso, aun habiéndole ofendido con el pecado, siempre es posible volver a él con la seguridad de que seremos acogidos. Aunque quizás alguna vez parezca que nos ha dejado solos o que se ha ocultado, en realidad Dios siempre será fiel. «Por un breve instante te abandoné, pero con grandes ternuras te recogeré. En un arrebato de ira te oculté mi rostro un momento, pero con amor eterno me he apiadado de ti, dice tu Redentor, el Señor» (Is 54,7-8).


La segunda enseñanza del salmo es que la enfermedad y la muerte muestran al hombre su fragilidad. En el momento de la prosperidad es fácil olvidarlo y no dar relieve a la necesidad que tenemos de los demás y, sobre todo, de Dios. En cambio, cuando llega un momento de crisis personal o familiar, esta debilidad se pone de manifiesto; se comprende, entonces, con nueva profundidad, la importancia que tienen en nuestra vida la comunión –con Dios y con los demás– y la oración. «Me has dicho: “Padre, lo estoy pasando muy mal”. Y te he respondido al oído: toma sobre tus hombros una partecica de esa cruz, solo una parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes con ella,... déjala toda entera sobre los hombros fuertes de Cristo. Y ya desde ahora, repite conmigo: “Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno”. Y quédate tranquilo»3.


EN UNA OCASIÓN, un hombre poderoso, funcionario real de alto rango, le pide a Jesús que vaya con él a Cafarnaún para curar a su hijo gravemente enfermo. Su fe y su esperanza son todavía débiles, pero en su amor de padre no quiere dejar de intentar cualquier cosa para ayudar a su hijo. Por eso, ha recorrido los más de treinta kilómetros entre Cafarnaún y Caná, para ir a buscar a este Maestro del que le han asegurado que hace milagros nunca vistos.


El Señor se hace un poco de rogar, lamentándose serenamente de la incredulidad que encontraba en Galilea: todos deseaban ver signos y prodigios, pero no estaban tan dispuestos a acoger su palabra ni a convertirse. Aquel hombre insiste y, sobre todo, empieza poco a poco a creer de verdad, como muestra su dócil obediencia a lo que Jesús le indica: «Vete, tu hijo está vivo» (Jn 4,50). Mientras regresa presuroso a Cafarnaún, sus servidores le salen al encuentro con la noticia de que el niño se encuentra bien. «Y creyó él y toda su casa» (Jn 4,53), concluye el evangelista.


El Señor nos quiere curar, como al hijo del funcionario real, liberándonos de nuestras esclavitudes y perdonando nuestros pecados. Y nos pide lo mismo: creer. «La fe es dejar sitio a ese amor de Dios, dejar sitio al poder de Dios, pero no al poder de alguien muy poderoso, sino al poder de alguien que me quiere, que está enamorado de mí y quiere vivir la alegría conmigo. Eso es la fe. Eso es creer: dejar sitio al Señor para que venga y me cambie»4. Podemos pedir a nuestra Madre que nos ayude a tener, como ella, una fe grande, disponible y humilde, para que el Señor pueda llenarnos con su gracia.


1 Francisco, Homilía, 16-III-2015.

2 San Josemaría, Forja, n. 12.

3 San Josemaría, Vía Crucis, VII Estación, n.3.

4 Francisco, Homilía, 16-III-2015.



27 de marzo de 2022

BIENAVENTURADOS LOS PACIFICOS

 



 

Evangelio (Lc 15,1-3. 11-32)


Se le acercaban todos los publicanos y pecadores para oírle. Pero los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:


—Éste recibe a los pecadores y come con ellos.


Entonces les propuso esta parábola:


—Un hombre tenía dos hijos. El más joven de ellos le dijo a su padre: «Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde». Y les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo más joven lo recogió todo, se fue a un país lejano y malgastó allí su fortuna viviendo lujuriosamente. Después de gastar todo, hubo una gran hambre en aquella región y él empezó a pasar necesidad. Fue y se puso a servir a un hombre de aquella región, el cual lo mandó a sus tierras a guardar cerdos; le entraban ganas de saciarse con las algarrobas que comían los cerdos; y nadie se las daba. Recapacitando, se dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan abundante mientras yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros”». Y levantándose se puso en camino hacia la casa de su padre.


Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció; y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Comenzó a decirle el hijo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo». Pero el padre les dijo a sus siervos: «Pronto, sacad el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado». Y se pusieron a celebrarlo.


El hijo mayor estaba en el campo; al volver y acercarse a casa oyó la música y los cantos y, llamando a uno de los siervos, le preguntó qué pasaba. Éste le dijo: «Ha llegado tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado por haberle recobrado sano». Se indignó y no quería entrar, pero su padre salió a convencerlo. Él replicó a su padre: «Mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya, y nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos. Pero en cuanto ha venido ese hijo tuyo que devoró tu fortuna con meretrices, has hecho matar para él el ternero cebado». Pero él respondió: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero había que celebrarlo y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».



Bienaventurados los pacíficos.

Ayudar con el realismo de la oración.

Forjar la paz desde la familia.




«AL VER JESÚS a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba diciendo: (…) Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,1-2.9). En el Evangelio de san Mateo, el Señor, antes de confirmar sus palabras con prodigios, nos enseña con las bienaventuranzas el camino hacia la felicidad en la tierra y en el cielo. La ruta, aunque pueda sorprender, no es otra que ser pobre de espíritu, preocuparse por el dolor de los demás, buscar la justicia, tener un corazón limpio, no devolver mal por mal… Y, también, ser una persona que construye la paz.


San Pablo VI, a mitad de los años setenta, decía que «desafortunadamente, a medida que la trágica experiencia de la última guerra mundial va declinando en la esfera de los recuerdos, tenemos que registrar un recrudecimiento del espíritu contencioso entre las naciones»[1]. San Juan Pablo II, constatando un ambiente similar, a finales de 1989 señaló que «la memoria vigilante del pasado debería conseguir que nuestros contemporáneos estuvieran atentos a los abusos siempre posibles en el uso de la libertad, que la generación de esta época ha conquistado a costa de tantos sacrificios. El frágil equilibrio de la paz –continuaba– podría verse comprometido si en las conciencias se despertaran males como el odio racial, el menosprecio de los extranjeros, la segregación de los enfermos o de los ancianos, la exclusión de los pobres o el recurso a la violencia privada y colectiva»[2]. Y ya hacia nuestros días, el Papa Francisco, teniendo en mente tanto los conflictos en diversas partes del mundo, como la siempre creciente interdependencia entre países, ha afirmado que se podría hablar de una «guerra mundial a pedazos»[3]. En este contexto, ¿cómo hacer vida aquellas palabras de paz que dirigió Jesús a sus discípulos? ¿Cómo podemos ser esas personas pacíficas que buscan alcanzar la bienaventuranza?


«Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz» (Is 52,7), dice el profeta Isaías refiriéndose a Cristo y, en él, a todos quienes queremos seguir su camino. Ante la impotencia y la incomprensión que puede generar la violencia, estamos llamados a ser sembradores de esperanza. «La realización de la paz depende en gran medida del reconocimiento de que, en Dios, somos una sola familia humana (…). La paz no es un sueño, no es una utopía: la paz es posible»[4], animaba Benedicto XVI. En su discurso de las bienaventuranzas, Jesús une la paz con la filiación común: «O somos hermanos o todo se derrumba»[5].


«PAZ, VERDAD, unidad, justicia. ¡Qué difícil parece a veces la tarea de superar las barreras, que impiden la convivencia humana! –decía san Josemaría–. Y, sin embargo, los cristianos estamos llamados a realizar ese gran milagro de la fraternidad»[6]. Dios, desde los primeros tiempos, nos ha querido revelar la tristeza que surge de la violencia entre sus hijos. «¿Dónde está tu hermano?» (Gén 4,9), pregunta a Caín en el libro del Génesis; se trata de un interrogante que resuena a lo largo de los siglos, recordándonos la tarea de cuidar de quienes nos acompañan en esta tierra. Ese «milagro de la fraternidad» espera nuestra colaboración, nuestro empeño positivo, ya que todos podemos ayudar de alguna manera. En primer lugar, Dios cuenta con nuestras oraciones; si nos fijamos bien, en la santa Misa rogamos incesantemente por la paz.


Es lógico que, al sabernos hijos de un mismo Padre, nos interesen las cosas que suceden en cualquier lugar del planeta. Vivir la comunión de los santos nos hace experimentar como propio el destino de muchas otras personas. En un mundo interconectado y casi inmediato, es comprensible querer saber siempre lo que ocurre, estar atentos a los medios de comunicación que nos acercan hasta esos lugares. Sin embargo, puede suceder que «la velocidad con la que se suceden las informaciones supera nuestra capacidad de reflexión y de juicio (...). El mundo de la comunicación puede ayudarnos a crecer o, por el contrario, a desorientarnos»[7]. En este contexto, a la vez que se impone una responsabilidad personal de aprender a informarse bien y no solo superficialmente, sin hacer violencia a la realidad, también puede ser bueno estar atentos a un posible desorden al querer saberlo todo, a tiempo real, o querer tener la mayor cantidad posible de detalles. El prelado del Opus Dei, refiriéndose a la profesión de la comunicación, señalaba que solo «un comunicador sereno podrá infundir el sentido cristiano en el flujo inevitablemente veloz de la opinión pública»[8]. De manera análoga, solo un consumidor sereno de noticias podrá asimilar la información con un sentido cristiano.


«La comprensión comienza cuando tratamos de ver personas concretas, y no “masas”, en el centro de cada relación comunicativa, aunque esas personas no estén físicamente presentes. No las vemos, pero están ahí, con toda su dignidad, especialmente cuando son más vulnerables»[9]. Este equilibrio para informarnos sobre conflictos lo podemos conseguir si vivimos el realismo que nos otorga una vida de oración y de caridad con los más cercanos; un realismo forjado en el silencio y en la vida concreta, que impulsa nuestro deseo de servir, aquí y ahora, en medio de nuestra familia y de nuestra profesión. La vida contemplativa nos lleva a ocuparnos de lo que verdaderamente podemos cambiar: primero en nosotros mismos y, después, en el ambiente que nos rodea, para llenarlo todo de paz.


«NO DEVOLVÁIS a nadie mal por mal –dice san Pablo a los romanos–: buscad hacer el bien delante de todos los hombres. Si es posible, en lo que está de vuestra parte, vivid en paz con todos los hombres» (Rm 12,17-18). Nuestro anhelo por que llegue la paz a tantos lugares del mundo puede ser un buen impulso para hacer lo mismo en nuestro ambiente. Quizás nosotros también vivimos nuestras pequeñas batallas domésticas, o enemistades con personas que vemos día a día. La sabiduría del pueblo judío recogía una máxima que rezaba: «Es honra para un hombre dejarse de litigios, pero cualquier necio se enzarza en ellos» (Prov 20,3), y esto sucede tanto a nivel político como a nivel doméstico. San Juan Pablo II, que ha sido llamado el Papa de la familia, veía que es precisamente en aquel entorno en donde se puede sembrar un futuro de paz para el mundo: «Los pequeños aprenden muy pronto a conocer la vida. Observan e imitan el modo de actuar de los adultos. Aprenden rápidamente el amor y el respeto por los demás, pero asimilan también con prontitud los venenos de la violencia y del odio. La experiencia que han tenido en la familia –continuaba diciendo el santo Papa polaco– condicionará fuertemente las actitudes que asumirán de adultos. Por tanto, si la familia es el primer lugar donde se abren al mundo, la familia debe ser para ellos la primera escuela de paz»[10].


«Tanto la paz, como la guerra, están dentro de nosotros»[11], escribió san Josemaría. «Si el origen del que brota la violencia está en el corazón de los hombres, entonces es fundamental recorrer el sendero de la no violencia en primer lugar en el seno de la familia (…). La familia es el espacio indispensable en el que los cónyuges, padres e hijos, hermanos y hermanas aprenden a comunicarse y a cuidarse unos a otros de modo desinteresado, y donde los desacuerdos o incluso los conflictos deben ser superados no con la fuerza, sino con el diálogo, el respeto, la búsqueda del bien del otro, la misericordia y el perdón. Desde el seno de la familia, la alegría se propaga al mundo y se irradia a toda la sociedad»[12]. El fundador del Opus Dei, en su búsqueda de paz, acudía a María; en ella podemos encontrar, primero, nuestra paz interior y, subiendo en escalada, la paz en nuestro ambiente, en nuestro trabajo, en nuestra ciudad. «Santa María es –así la invoca la Iglesia– la Reina de la paz. Por eso, cuando se alborota tu alma, el ambiente familiar o el profesional, la convivencia en la sociedad o entre los pueblos, no ceses de aclamarla con ese título: “Regina pacis, ora pro nobis!” –Reina de la paz, ¡ruega por nosotros! ¿Has probado, al menos, cuando pierdes la tranquilidad?... –Te sorprenderás de su inmediata eficacia»[13].


[1] San Pablo VI, Mensaje, 1-I-1974.

[2] San Juan Pablo II, Carta apostólica, 27-VIII-1989.

[3] Francisco, Fratelli tutti, n. 259.

[4] Benedicto XVI, Mensaje, 1-I-2013.

[5] Francisco, Videomensaje, 4-II-2022.

[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 157.

[7] Francisco, Mensaje, 1-VI-2014.

[8] Mons. Fernando Ocáriz, Discurso, 19-IV-2018.

[9] Ibíd.

[10] San Juan Pablo II, Mensaje, 1-I-1996.

[11] San Josemaría, Surco, n. 852.

[12] Francisco, Mensaje, 1-I-2017.

[13] San Josemaría, Surco, n. 874.

26 de marzo de 2022

ACTITUD HUMILDE

 



Evangelio (Lc 18, 9-14)

Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás:

Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo».

Pero el publicano, quedándose lejos, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador».

Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado.



Actitud humilde para orar.

La cerrazón del fariseo.

La ventaja del publicano.



ANTES de narrar la parábola del fariseo y el publicano, san Lucas hace notar que Jesús la contó en referencia «a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás» (Lc 18,9). De esa manera, el Señor busca mostrarnos la actitud correcta para hablar con Dios; esto es, desde nuestra propia verdad: desde la humildad de sabernos pecadores y necesitados de la misericordia divina. «La humildad es la base de la oración»1, dice el Catecismo de la Iglesia.


San Josemaría se definía como «un pecador que ama a Jesucristo»2. Ese ha sido un patrón común en la vida de los santos: dejaron brillar la luz de Dios en sus vidas, por lo que les resultaba fácil descubrir las oscuridades personales. Esta es la actitud con la que el sacerdote, en la santa Misa, se dirige al Señor en nombre de toda la Iglesia: «A nosotros, pecadores, siervos tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia, admítenos en la asamblea de los santos apóstoles y mártires»3.


El reconocimiento de nuestra propia debilidad lleva, al mismo tiempo, a sentirnos sostenidos por Dios. Su misericordia es mayor que nuestras faltas. Por eso el cristiano afronta la vida sin desaliento, pues la conciencia de ser un pecador no le impide ser consciente de una realidad más decisiva: es hijo muy querido de Dios. «Refúgiate en la filiación divina: Dios es tu Padre amantísimo. Esta es tu seguridad, el fondeadero donde echar el ancla, pase lo que pase en la superficie de este mar de la vida. Y encontrarás alegría, reciedumbre, optimismo, ¡victoria!»4. Esta es la actitud con la que el Señor quiere que nos acerquemos a él, y que explica en la parábola: no somos unos «justos» autosuficientes, sino hijos que necesitan a su Padre.


EL PRIMER PERSONAJE que aparece en la parábola es un fariseo que subió al templo a orar. Aparentemente, su plegaria tiene un inicio ideal, porque comienza dando gracias a Dios. Sin embargo, inmediatamente se revela que algo no funciona: su agradecimiento no se debe a un reconocimiento de la acción del Señor en él, sino que se limita a enumerar todas sus cualidades y méritos: «Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo». Y, en medio de su oración, hay una frase que puede revelar el motivo por el que realizaba todo eso: «No soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano» (Lc 18,11-12).


El fariseo cae en la actitud que san Lucas había prevenido antes de relatar la parábola: desprecia a los demás teniéndose por justo. Al compararse mentalmente con el publicano, pensó que salía aventajado. Quizá a ojos de la gente incluso podía tener razón, pues estos eran considerados pecadores públicos al haber traicionado al pueblo de Israel. Sin embargo, no tiene en cuenta que solo Dios mira en el fondo de los corazones. Ninguna comparación será capaz de emular el alcance de la mirada divina.


Este fue el principal obstáculo de muchos para no reconocer al Mesías: refugiarse en las propias seguridades y en las miras solamente humanas. «Esta cerrazón tiene resultados inmediatos en la vida de relación con nuestros semejantes. El fariseo que, creyéndose luz, no deja que Dios le abra los ojos, es el mismo que tratará soberbia e injustamente al prójimo»5. Por eso, el Señor dirá después que este no bajó justificado a su casa: si tenía ya todo lo que creía necesitar, no sería capaz de acoger la salvación que Dios le ofrecía.


EL SEGUNDO personaje de la parábola es un publicano que ni siquiera se atreve a levantar los ojos al cielo en su oración. Simplemente se limita a golpearse el pecho mientras dice: «¡Oh, Dios!, ten compasión de este pecador». Y a continuación, Jesús añade: «Os digo que este bajó a su casa justificado» (Lc 18,13-14).


Este publicano comienza su oración siendo consciente de que es un pecador. Además, en su caso, lo sabe todo el pueblo, pues colaboraba con las autoridades extranjeras. Esta realidad, que en apariencia puede ser un obstáculo, es más bien la ventaja que tiene respecto al fariseo, pues el clamor general de su entorno le recuerda que es un pecador: su indigencia es evidente. Pero las seguridades sobre las que construye su vida no son sus propias cualidades, ni tampoco el reconocimiento de los demás, sino la compasión de Dios. «Actúa como un humilde, seguro solo de ser un pecador necesitado de piedad. Si el fariseo no pedía nada porque tenía ya todo, el publicano puede solo mendigar la misericordia de Dios. Y esto es bello: mendigar la misericordia de Dios. Presentándose “con las manos vacías”, con el corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano muestra a todos nosotros la condición necesaria para recibir el perdón del Señor»6.


La actitud del publicano es justamente contraria a la del fariseo: no se tiene por justo ni desprecia a los demás, aunque quizá habría tenido motivos para esto último, por el trato que recibiría de sus contemporáneos. Jesús señala «que este bajó a su casa justificado». La oración de este hombre recuerda, de alguna manera, a la de la Virgen, en quien Dios se fijó precisamente por su humildad (cfr. Lc 1,48). Ella nos enseñará a recorrer este camino para que el Señor obre también en nuestras vidas las grandezas que cantó nuestra Madre.


1 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2559.

2 Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, n.113.

3 Misal Romano, Plegaria Eucarística I.

4 San Josemaría, Vía Crucis, VII estación, n.2.

5 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 71.

6 Francisco, Audiencia, 1-VI-2016.

25 de marzo de 2022

LA ANUNCIACION

 


Evangelio (Lc 1, 26-38)


En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David. La virgen se llamaba María.


Y entró donde ella estaba y le dijo:


— Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo.


Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo.


Y el ángel le dijo:


— No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin.


María le dijo al ángel:


— ¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?


Respondió el ángel y le dijo:


— El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible.


Dijo entonces María:


— He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.


Y el ángel se retiró de su presencia.



Textos de San Josemaría 


En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David, y el nombre de la virgen era María (Lc 1, 26-27).


“No olvides, amigo mío, que somos niños. La Señora del dulce nombre, María, está recogida en oración. Tú eres, en aquella casa, lo que quieras ser: un amigo, un criado, un curioso, un vecino... —Yo ahora no me atrevo a ser nada. Me escondo detrás de ti y, pasmado, contemplo la escena: El Arcángel dice su embajada... ¿Quomodo fiet istud, quoniam virum non cognosco? —¿De qué modo se hará esto si no conozco varón? (Luc., I, 34.)


La voz de nuestra Madre agolpa en mi memoria, por contraste, todas las impurezas de los hombres..., las mías también.


Y ¡cómo odio entonces esas bajas miserias de la tierra!... ¡Qué propósitos!”.


La Anunciación, Santo Rosario


“Nuestra Madre es modelo de correspondencia a la gracia y, al contemplar su vida, el Señor nos dará luz para que sepamos divinizar nuestra existencia ordinaria. A lo largo del año, cuando celebramos las fiestas marianas, y en bastantes momentos de cada jornada corriente, los cristianos pensamos muchas veces en la Virgen. Si aprovechamos esos instantes, imaginando cómo se conduciría Nuestra Madre en las tareas que nosotros hemos de realizar, poco a poco iremos aprendiendo: y acabaremos pareciéndonos a Ella, como los hijos se parecen a su madre.


Imitar, en primer lugar, su amor. La caridad no se queda en sentimientos: ha de estar en las palabras, pero sobre todo en las obras. La Virgen no sólo dijo fiat , sino que cumplió en todo momento esa decisión firme e irrevocable. Así nosotros: cuando nos aguijonee el amor de Dios y conozcamos lo que El quiere, debemos comprometernos a ser fieles, leales, y a serlo efectivamente. Porque no todo aquel que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos; sino aquel que hace la voluntad de mi Padre celestial [i].


Hemos de imitar su natural y sobrenatural elegancia. Ella es una criatura privilegiada de la historia de la salvación: en María, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros [ii]. Fue testigo delicado, que pasa oculto; no le gustó recibir alabanzas, porque no ambicionó su propia gloria. María asiste a los misterios de la infancia de su Hijo, misterios, si cabe hablar así, normales: a la hora de los grandes milagros y de las aclamaciones de las masas, desaparece. En Jerusalén, cuando Cristo —cabalgando un borriquito— es vitoreado como Rey, no está María. Pero reaparece junto a la Cruz, cuando todos huyen. Este modo de comportarse tiene el sabor, no buscado, de la grandeza, de la profundidad, de la santidad de su alma.


Tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra [iii]. ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios [iv]”.


Es Cristo que pasa , 173


El diálogo más importante de la historia tuvo lugar en el interior de una pobre casa de Nazaret. Sus protagonistas son el mismo Dios, que se sirve del ministerio de un Arcángel, y una Virgen llamada María, de la casa de David, desposada con un artesano de nombre José.


Muy probablemente María se hallaba recogida en oración, quizá meditando algún pasaje de la Sagrada Escritura referente a la salvación prometida por el Señor; así la muestra el arte cristiano, que se ha inspirado en esta escena para componer las mejores representaciones de la Virgen. O quizá estaba ocupada en los trabajos de la casa y, en este caso, también se hallaba metida en oración: todo en Ella era ocasión y motivo para mantener un diálogo constante con Dios.


—Dios te salve, oh llena de gracia, el Señor es contigo (Lc 1, 28).


Al escuchar estas palabras, María se turbó y consideraba qué podía significar tal saludo (Lc 1, 29). Se llena de confusión, no tanto por la aparición del ángel, sino por sus palabras. Y, azorada, se pregunta el porqué de tantas alabanzas. Se turba porque, en su humildad, se siente poca cosa. Buena conocedora de la Escritura, se da cuenta inmediatamente de que el mensajero celestial le está transmitiendo un mensaje inaudito. ¿Quién es Ella para merecer esos elogios? ¿Qué ha hecho en su breve existencia? Ciertamente desea servir a Dios con todo su corazón y toda su alma; pero se ve muy lejos de aquellas hazañas que valieron alabanzas a Débora, a Judit, a Ester, mujeres muy celebradas en la Biblia. Sin embargo, comprende que la embajada divina es para Ella. Ave, gratia plena!


"NO HAY EN SU RESPUESTA LA MÁS MÍNIMA SOMBRA DE DUDA O DE INCREDULIDAD: ¡SÍ, DESDE SU MÁS TIERNA INFANCIA, SÓLO ANSIABA EL CUMPLIMIENTO DE LA VOLUNTAD DIVINA!"

En este primer momento, Gabriel se dirige a María dándole un nombre — la llena de gracia — que explica la profunda turbación de Nuestra Señora. San Lucas utiliza un verbo que, en lengua griega, indica que la Virgen de Nazaret se hallaba completamente transformada, santificada por la gracia de Dios. Como posteriormente definiría la Iglesia, esto había ocurrido en el primer momento de su concepción, en consideración de la misión que había de cumplir: ser Madre de Dios en su naturaleza humana, permaneciendo al mismo tiempo Virgen.


El Arcángel advierte el sobresalto de la Señora y, para tranquilizarla, se dirige a Ella llamándola —ahora sí— por su propio nombre y explicándole las razones de ese saludo excepcional.


—No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin (Lc 1, 30-33).


María, que conoce bien las profecías mesiánicas y las ha meditado muchas veces, comprende que será la Madre del Mesías. No hay en su respuesta la más mínima sombra de duda o de incredulidad: ¡sí, desde su más tierna infancia, sólo ansiaba el cumplimiento de la Voluntad divina! Pero desea saber cómo se realizará ese prodigio, pues, inspirada por el Espíritu Santo, había decidido entregarse a Dios en virginidad de corazón, de cuerpo y de mente.


San Gabriel le comunica entonces el modo divinísimo en el que maternidad y virginidad se conciliarán en su seno.


—El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible (Lc 1, 35-37):


El ángel calla. Un gran silencio se adueña del cielo y de la tierra, mientras María medita en su corazón la respuesta que va a dar al mensajero divino. Todo depende de los labios de esta Virgen: la Encarnación del Hijo de Dios, la salvación de la humanidad entera.


No se demora María. Y, al responder a la invitación del Cielo, lo hace con toda la energía de su voluntad. No se limita a un genérico dar permiso , sino que pronuncia un sí — fiat! — en el que vuelca toda su alma y todo su corazón, plenamente adherida a la Voluntad de Dios: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38).


Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1, 14). Al contemplar una vez más este misterio de la humildad de Dios y la humildad de la criatura, prorrumpimos en una exclamación de gratitud que quisiera no terminar nunca: «¡Oh Madre, Madre!: con esa palabra tuya —"fiat"— nos has hecho hermanos de Dios y herederos de su gloria. — ¡Bendita seas!» (Camino , n. 512).



24 de marzo de 2022

EXAMEN CAMINO DE LA LIBERTAD

 


Evangelio (Lc 11, 14-23)


Estaba expulsando un demonio que era mudo.


Y cuando salió el demonio, habló el mudo y la multitud se quedó admirada; pero algunos de ellos dijeron: Expulsa los demonios por Beelzebul, el príncipe de los demonios. Y otros, para tentarle, le pedían una señal del cielo.


Pero él, que conocía sus pensamientos, les replicó: Todo reino dividido contra sí mismo queda desolado y cae casa contra casa. Si también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo se sostendrá su reino? Puesto que decís que expulso los demonios por Beelzebul. Si yo expulso los demonios por Beelzebul, vuestros hijos ¿por quién los expulsan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros.


»Cuando uno que es fuerte y está bien armado custodia su palacio, sus bienes están seguros; pero si llega otro más fuerte y le vence, le quita las armas en las que confiaba y reparte su botín.




Reconocer el propio pecado.

Sinceridad en el examen de conciencia.

Reconquistar nuestra libertad.




«ESTABA expulsando un demonio que era mudo. Y cuando salió el demonio, habló el mudo y la multitud se quedó admirada» (Lc 11,14). Esas son las palabras del evangelista que nos introduce, sin demasiado preámbulo, en esta escena. Esa expresión evangélica –el «demonio mudo»– se ha afianzado en la tradición espiritual de la Iglesia para describir un fenómeno que puede afectar a cualquier cristiano: la falta de sinceridad. Se trata de una actitud que en ocasiones se puede dar en nuestra vida: la dificultad para asumir algún aspecto de nuestra vida que todavía no lo hemos llenado de Cristo, y buscar ayuda para aquella conversión.


Como el demonio es el padre de la mentira, pone toda su astucia en juego para que no nos demos cuenta de nuestros errores. «Aquí hay un aspecto que nos puede engañar: al decir “todos somos pecadores”, como quien dice “buenos días”, algo habitual, incluso algo social, no tenemos una verdadera conciencia del pecado. No: yo soy un pecador por esto, esto y esto. (...) La verdad es siempre concreta»1. La sinceridad comienza con uno mismo. Como no estamos exentos de ningún mal, necesitamos acudir al Señor para ser sanados. Sobre el «demonio mudo», Jesús deja claro a sus apóstoles que «esa raza no puede ser expulsada por ningún medio, sino con la oración» (Mc 9,29). Acercarnos a Dios con sencillez, invocar al Espíritu Santo, nos dará la gracia de conocernos mejor para identificarnos más con Jesucristo.


CUANDO san Josemaría pensaba en las consecuencias que podía generar aquel «demonio mudo», aquella falta de sinceridad con uno mismo y con quien nos puede ayudar, las reunía en una palabra, quizás fuerte: «mezquindades»2. En su origen, se trata de lo que lógicamente sigue a la falta del aire limpio que genera la verdad, que distorsiona no solamente la capacidad de reconocer lo real de nuestra vida sino también, quizás, en las palabras de los demás. Lo vemos justamente en quienes presencian la escena después de que el Señor obra el milagro. Algunas personas de la multitud, en lugar de sorprenderse ante ese hecho inaudito, empezaron a decir que Jesús expulsaba los demonios por el poder de Beelzebul. Otros, yendo más allá, «le pedían una señal del cielo», lo cual no deja de ser paradójico, pues acababan de presenciar un verdadero milagro.


Algunas veces sucede que, «si el demonio mudo se introduce en un alma, lo echa todo a perder»3, también las cosas buenas de la vida, como las maravillas que Dios obra delante de nuestros ojos. Una persona así, condiciona su propia capacidad de contemplar las acciones del Señor –en uno mismo y en los demás–, e incluso, como sucede en el pasaje evangélico, tergiversa sus intenciones. De ahí que sea valioso acudir diariamente al examen de conciencia para ponernos en ese breve tiempo, que es oración, con la disposición a que el Espíritu Santo ilumine nuestra conciencia y nos empuje a buscar querer cada día más a Dios; entonces, descubriremos la hondura de su amor por nosotros, pues nos abraza como el padre del hijo pródigo cuando reconocemos con sencillez nuestra dificultades y pecados. Por eso, la Iglesia suplica cada año: «Escucha con piedad nuestras súplicas, Señor, e ilumina las tinieblas de nuestro corazón con la gracia de tu Hijo, que viene a visitarnos»4.


JESÚS, en su defensa, argumenta con una explicación que cualquiera podría entender: todo reino dividido contra sí mismo está destinado a la ruina. Él no actúa por el poder del demonio, pues no tendría sentido que Beelzebul actuara contra sí mismo. Es por eso que el Señor les anuncia directamente el punto central: ese milagro es realmente una señal de que el Reino de Dios ha llegado. Lo que esas personas han presenciado no es más que una realización de lo que había sido anunciado, y que el mismo san Lucas trae a colación en los inicios de su Evangelio: Jesús es el Ungido de Dios que ha venido a traer la libertad a los cautivos.


Y nos podemos preguntar: ¿a los cautivos de quién? Del que era más fuerte que ellos: el demonio. Es por eso que el Señor continúa su intervención con una imagen: «Cuando uno que es fuerte y está bien armado custodia su palacio, sus bienes están seguros; pero si llega otro más fuerte y le vence, le quita las armas en las que confiaba y reparte su botín» (Lc 11,21-22). Desde el primer pecado, el diablo había ganado terreno en la humanidad. Tuvo que venir Jesús, que es más fuerte que él, para vencerlo y devolver a las personas su tesoro más precioso: la libertad.


Identificar y expulsar el demonio mudo de nuestra vida significa proteger ese bien que nos ha regalado el Señor. Como dice el propio Jesús: «La verdad os hará libres» (Jn 8,32) . De ahí que la sinceridad con nosotros mismos, con Dios y con los demás, sea parte integrante de esa tarea que tenemos todos: luchar cada día por reconquistar la libertad. María Santísima, la mujer libre por excelencia, llena de gracia, nos ayudará a vivir en todo momento con la libertad propia de los hijos de Dios.


1 Francisco, Homilía, 29-IV-2020.

2 Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 188.

3 Ibíd.

4 II Lunes de Adviento, Oración colecta.


»El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama.


»Cuando el espíritu impuro ha salido de un hombre, vaga por lugares áridos en busca de descanso, pero al no encontrarlo dice: «Me volveré a mi casa, de donde salí». Y al llegar la encuentra bien barrida y en orden. Entonces va, toma otros siete espíritus peores que él, y entrando se instalan allí, con lo que la situación última de aquel hombre resulta peor que la primera.

23 de marzo de 2022

ENTENDER LO QUE SE AMA

 



Evangelio (Mt 5, 17-19)


No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles su plenitud. En verdad os digo que mientras no pasen el cielo y la tierra, de la Ley no pasará ni la más pequeña letra o trazo hasta que todo se cumpla. 


Así, el que quebrante uno solo de estos mandamientos, incluso de los más pequeños, y enseñe a los hombres a hacer lo mismo, será el más pequeño en el Reino de los Cielos. Por el contrario, el que los cumpla y enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos.





Jesús es la plenitud de la Ley.

Una fidelidad que vivifica y agranda el corazón.

Entender lo que se ama.




«AL OTRO lado del Jordán, en el desierto (...), Moisés comunicó a los hijos de Israel todo lo que el Señor le había mandado para ellos» (Dt 1,1.3). El pueblo se encuentra a un paso de entrar en la tierra prometida. Sin embargo, quien ha sido su guía y pastor desde que salieron de Egipto, cuarenta años atrás, no cruzará con ellos esa última frontera. Antes de entregar su alma a Dios, Moisés cumple su misión hasta el final. «Mirad –les dice–: yo os enseño los mandatos y decretos, como me mandó el Señor, mi Dios, para que los cumpláis en la tierra donde vais a entrar para tomar posesión de ella. Observadlos y cumplidlos, pues esa es vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos» (Dt 4,5-6).


En la fidelidad a esta Ley se irá forjando la identidad de Israel. Desde Josué y Pinjás hasta Saulo de Tarso, pasando por Elías, Judit o Matatías, serán muchos los israelitas que sientan arder su alma de amor por la Ley de Dios. Por eso, cuando Jesús comienza su vida pública, se genera un cierto revuelo. Habla con autoridad, y parece que se permite a sí mismo y a sus discípulos hacer excepciones a las tradiciones de sus padres. Los israelitas piadosos están confundidos, así que el Señor les sale al encuentro: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud» (Mt 5,17).


Jesús se inserta en esa tradición de amor a la Ley, gloria de su pueblo. Pero añade algo más. Ciertamente, no ha venido a eliminarla, pero tampoco es el suyo un mero cumplimiento. Con Cristo, ha sonado para la Ley la hora de la plenitud. «Él va a la raíz de la Ley, apuntando sobre todo a la intención y, por lo tanto, al corazón del hombre, donde tienen origen nuestras acciones buenas y malas (...). Y nosotros, a través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la acción del Espíritu, que nos hace capaces de vivir el amor divino»1.


A ALGUNOS de los oyentes de Jesús, su respuesta quizá les supo a poco. «Si no ha venido a abolir la Ley, ¿cómo se explica entonces su conducta ambigua?», se podían preguntar. Pero la supuesta ambigüedad de Jesús aparece tal únicamente a quienes tienen una visión deformada de la Ley. Y lo que Jesús quiere abolir es precisamente esa visión deformada. La tarea se demuestra ardua, porque la encuentra muy arraigada, sobre todo entre algunos fariseos: es el suyo un cumplimiento superficial de la Ley, una observancia formal, compatible con un corazón que no crece (cfr. Is 29,13; Mt 15,6).


Pero no es esa la fidelidad que quiere el Señor. Moisés había dicho: «Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os enseño para que, cumpliéndolos, viváis» (Dt 4,1). La finalidad de la Ley es ayudar a vivir, hacer crecer. En el mismo sentido, las palabras de Jesús son espíritu y vida (cfr. Jn, 6,63) que, lejos de permanecer inmóviles, el salmista nos dice que «corren veloces» (Sal 147,15). Lejos de empequeñecernos, la fidelidad a la Ley tiene la capacidad de hacernos grandes, porque nos descubre los caminos para dilatar el corazón: «Dirige mis pasos, Señor, con tu palabra, para que no me domine la maldad» (Sal 118,113).


«La santidad tiene la flexibilidad de los músculos sueltos», decía san Josemaría. «La santidad no tiene la rigidez del cartón (...). Es vida, vida sobrenatural»2. ¿Cómo podemos distinguir el cumplimiento farisaico, que nos vuelve pequeños y rígidos, de ese otro que nos hace grandes y nos llena de vida? Se podrían decir muchas cosas, pero la clave última está en un amor que tiene dos indicadores concretos: la alegría, fruto de hacer las cosas libremente3; y la ternura con la que hacemos las cosas4, porque damos a aquello toda nuestra atención. Así se comprende por qué «las almas grandes tienen muy en cuenta las cosas pequeñas»5.


PARA PODER cumplir la Ley de Dios con amor, conviene saber por qué hacemos esas cosas. Es verdad que podemos amar algo aunque no lo comprendamos del todo porque, en ese caso, nos fiamos de quien nos lo dice: el Señor, nuestros padres, alguien en quien confiamos… Pero el amor auténtico busca siempre entender mejor, y el amor crece en la medida en que profundizamos en sus causas6. Si hacemos las cosas sin comprender por qué, es fácil que acabemos limitándonos a un cumplimiento externo, sin interiorizar las razones para hacerlo, y sin identificarnos con ello. Así, podemos acabar olvidando fácilmente que aquello lo hacíamos por el Señor, y se nos puede convertir en algo pesado o sin sentido. «Ten cuidado y guárdate bien de olvidar las cosas que han visto tus ojos y que no se aparten de tu corazón mientras vivas –dice la Sagrada Escritura–; cuéntaselas a tus hijos y a tus nietos» (Dt 4,1.5-9).


Algunas veces comprenderemos las cosas precisamente a través de la obediencia, cuando esa obediencia nace del deseo de identificarnos con lo que Dios quiere. Este milagro se da sobre todo en la oración, donde el Señor nos ayuda a conformar nuestro querer con el suyo, gracias a las luces, afectos e inspiraciones que derrama en nuestras almas. Y junto a la oración, un medio indispensable es el estudio, en particular de la Sagrada Escritura y del Catecismo de la Iglesia Católica. Se trata de tesoros inagotables en los que podemos profundizar siempre más, y donde encontraremos cada vez luces nuevas para llenar de sentido todo lo que hacemos, y para dar razón a quien nos lo pida. Santa María tuvo también que esforzarse por entender. Por eso meditaba frecuentemente las cosas en su corazón (cfr. Lc 1,29; 2,19.51), preguntaba lo que no entendía (cfr. Lc 1,34; 2,48) y buscaba la orientación de quien la pudiera ayudar (cfr. Lc 1,39). Ella puede enseñarnos a ser, así, verdaderamente libres.


1 Francisco, Ángelus, 16-II-2014.

2 San Josemaría, Forja, n. 156.



22 de marzo de 2022

VOLVER AL PADRE

 



Evangelio (Mt 18, 21-35)


Entonces, se acercó Pedro a preguntarle:


—Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano cuando peque contra mí? ¿Hasta siete?


Jesús le respondió:


—No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso el Reino de los Cielos viene a ser como un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos. Puesto a hacer cuentas, le presentaron uno que le debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el señor mandó que fuese vendido él con su mujer y sus hijos y todo lo que tenía, y que así pagase. Entonces el siervo, se echó a sus pies y le suplicaba: «Ten paciencia conmigo y te pagaré todo». El señor, compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda. Al salir aquel siervo, encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándole, lo ahogaba y le decía: «Págame lo que me debes». Su compañero, se echó a sus pies y se puso a rogarle: «Ten paciencia conmigo y te pagaré». Pero él no quiso, sino que fue y lo hizo meter en la cárcel, hasta que pagase la deuda. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se disgustaron mucho y fueron a contar a su señor lo que había pasado. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: «Siervo malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti?». Y su señor, irritado, lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la deuda. Del mismo modo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada uno no perdona de corazón a su hermano.



Dios espera el sacrificio de nuestro corazón.

Volver al Padre en esta Cuaresma.

Perdonar porque nos sabemos perdonados.



ENTRE los judíos deportados a Babilonia se encontraba Azarías, un «joven de sangre real o de la nobleza, perfectamente sano, de buen tipo, bien formado en la sabiduría, culto e inteligente, y apto para servir en palacio» (Dn 1,3-4). Había aprendido la lengua y la literatura de Babilonia, y le habían impuesto un nombre caldeo: Abdénago. Los primeros capítulos del libro de Daniel nos cuentan las aventuras de Azarías, Ananías, Misael y Daniel, y cómo entre los cuatro se sostienen para permanecer fieles a Dios y a las costumbres de su pueblo, en un ambiente hostil.


En su oración desde el horno encendido, los pensamientos de Azarías van más allá del gran sufrimiento inmediato. Su corazón, además, no deja de sufrir por la situación de Israel, y trata de comprender el desastre que había supuesto la deportación a Babilonia para el pueblo elegido. Dios había librado a su pueblo de la esclavitud y le había dado una tierra donde vivir en libertad. Sin embargo, todo aquel esplendor no es más que un doloroso recuerdo. «Ahora, Señor –reza Azarías–, somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados» (Dn 3,37).


En esta dramática situación, Azarías ofrece al Señor lo único que tiene: «Acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, como un holocausto de carneros y toros o una multitud de corderos cebados» (Dn 3,39). Y Dios, complacido, acepta aquel sacrificio, que es precisamente el más agradable a sus ojos: «Convertíos a mí de todo corazón, porque quiero solo vuestro bien y estoy lleno de misericordia» (Jl 2,12-13). Esta actitud interior frente a Dios, de quien sabe que en realidad no puede pagar tanto bien, es la que hace agradable cualquier sacrificio nuestro.


AZARÍAS ha entendido la lógica de Dios. Incluso en medio de las llamas, el asombro ante la infinita misericordia de Dios le lleva a tener su pensamiento en los cielos. Azarías y sus compañeros han experimentado lo que es no tener nada y han aceptado recibirlo todo de Dios. Estalla entonces el agradecimiento de estos tres jóvenes en un canto en el que convocan a todas las criaturas para, junto a ellas, alabar y bendecir la misericordia de Dios (cf. Dn 3,51-90).


Aquel horno del destierro fue, para el pueblo de Israel, el crisol que permitió el retorno a lo esencial. Desde allí construirán un nuevo comienzo en el que Dios y su amor ocupen, otra vez, el centro. «Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro; no nos defraudes, Señor; trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia. Líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu nombre» (Dn 3,41-43).


También para nosotros, la Cuaresma es una oportunidad de comenzar de nuevo. «La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre –decía san Josemaría–. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que –por tanto– se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega»1. Descubrir y recorrer ese camino de vuelta al Padre nos inundará de la misma alegría que llenó el corazón de los tres jóvenes.


EXPERIMENTAR el perdón de Dios nos obliga a salir de esquemas puramente humanos. Cuando Pedro pregunta a Jesús cuántas veces tiene que perdonar a su hermano, la respuesta parece fuera de toda lógica: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,21-22). Y, a continuación, propone la parábola en la que un hombre tenía una deuda de diez mil talentos, una cantidad que habría puesto en dificultades al mismo Salomón. Se cuenta que, en los tiempos de mayor prosperidad del reino de Israel, el rey percibía 666 talentos de oro al año (cfr. 1 Re 10,14). El pobre deudor de la parábola debía sentirse como Azarías, al considerar la magnitud de los pecados del pueblo y su carencia de medios para reparar por ellos. «Como no tenía con qué pagar (...), el criado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: “Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo”» (Mt 18,25-26).


Entonces, Jesús introduce en la parábola un giro sorprendente. El señor se contenta con la voluntad de pagar de su criado, como si con aquel gesto hubiera satisfecho realmente la deuda. El Maestro nos enseña –tal como lo había experimentado ya Azarías– que Dios se deja conquistar por un corazón contrito, derrama su gracia frente a nuestro deseo sincero de pagar, aunque no seamos capaces de hacerlo. «Dios nunca se cansa de perdonar. (...) El problema es que nosotros nos cansamos de pedir perdón»2. Jesús siempre nos perdona cuando nos acercamos arrepentidos al sacramento de la Confesión. Al mismo tiempo, saber que el mismo Dios se olvida de nuestros errores nos impulsa a no dar excesiva importancia a las ofensas que podamos recibir de los demás: «No he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer»3, solía decir san Josemaría. A santa María, refugio de los pecadores, le pedimos que nos enseñe a abrirnos al perdón de Dios; a no negar el perdón a nuestros hermanos y a pedir perdón con frecuencia.


1 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 64.

2 Francisco, Ángelus, 17-III-2013.

3 San Josemaría, Surco, n. 804.