Evangelio (Mt 18, 21-35)
Entonces, se acercó Pedro a preguntarle:
—Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano cuando peque contra mí? ¿Hasta siete?
Jesús le respondió:
—No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso el Reino de los Cielos viene a ser como un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos. Puesto a hacer cuentas, le presentaron uno que le debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el señor mandó que fuese vendido él con su mujer y sus hijos y todo lo que tenía, y que así pagase. Entonces el siervo, se echó a sus pies y le suplicaba: «Ten paciencia conmigo y te pagaré todo». El señor, compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda. Al salir aquel siervo, encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándole, lo ahogaba y le decía: «Págame lo que me debes». Su compañero, se echó a sus pies y se puso a rogarle: «Ten paciencia conmigo y te pagaré». Pero él no quiso, sino que fue y lo hizo meter en la cárcel, hasta que pagase la deuda. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se disgustaron mucho y fueron a contar a su señor lo que había pasado. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: «Siervo malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti?». Y su señor, irritado, lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la deuda. Del mismo modo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada uno no perdona de corazón a su hermano.
Dios espera el sacrificio de nuestro corazón.
Volver al Padre en esta Cuaresma.
Perdonar porque nos sabemos perdonados.
ENTRE los judíos deportados a Babilonia se encontraba Azarías, un «joven de sangre real o de la nobleza, perfectamente sano, de buen tipo, bien formado en la sabiduría, culto e inteligente, y apto para servir en palacio» (Dn 1,3-4). Había aprendido la lengua y la literatura de Babilonia, y le habían impuesto un nombre caldeo: Abdénago. Los primeros capítulos del libro de Daniel nos cuentan las aventuras de Azarías, Ananías, Misael y Daniel, y cómo entre los cuatro se sostienen para permanecer fieles a Dios y a las costumbres de su pueblo, en un ambiente hostil.
En su oración desde el horno encendido, los pensamientos de Azarías van más allá del gran sufrimiento inmediato. Su corazón, además, no deja de sufrir por la situación de Israel, y trata de comprender el desastre que había supuesto la deportación a Babilonia para el pueblo elegido. Dios había librado a su pueblo de la esclavitud y le había dado una tierra donde vivir en libertad. Sin embargo, todo aquel esplendor no es más que un doloroso recuerdo. «Ahora, Señor –reza Azarías–, somos el más pequeño de todos los pueblos; hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados» (Dn 3,37).
En esta dramática situación, Azarías ofrece al Señor lo único que tiene: «Acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, como un holocausto de carneros y toros o una multitud de corderos cebados» (Dn 3,39). Y Dios, complacido, acepta aquel sacrificio, que es precisamente el más agradable a sus ojos: «Convertíos a mí de todo corazón, porque quiero solo vuestro bien y estoy lleno de misericordia» (Jl 2,12-13). Esta actitud interior frente a Dios, de quien sabe que en realidad no puede pagar tanto bien, es la que hace agradable cualquier sacrificio nuestro.
AZARÍAS ha entendido la lógica de Dios. Incluso en medio de las llamas, el asombro ante la infinita misericordia de Dios le lleva a tener su pensamiento en los cielos. Azarías y sus compañeros han experimentado lo que es no tener nada y han aceptado recibirlo todo de Dios. Estalla entonces el agradecimiento de estos tres jóvenes en un canto en el que convocan a todas las criaturas para, junto a ellas, alabar y bendecir la misericordia de Dios (cf. Dn 3,51-90).
Aquel horno del destierro fue, para el pueblo de Israel, el crisol que permitió el retorno a lo esencial. Desde allí construirán un nuevo comienzo en el que Dios y su amor ocupen, otra vez, el centro. «Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro; no nos defraudes, Señor; trátanos según tu piedad, según tu gran misericordia. Líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu nombre» (Dn 3,41-43).
También para nosotros, la Cuaresma es una oportunidad de comenzar de nuevo. «La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre –decía san Josemaría–. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que –por tanto– se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega»1. Descubrir y recorrer ese camino de vuelta al Padre nos inundará de la misma alegría que llenó el corazón de los tres jóvenes.
EXPERIMENTAR el perdón de Dios nos obliga a salir de esquemas puramente humanos. Cuando Pedro pregunta a Jesús cuántas veces tiene que perdonar a su hermano, la respuesta parece fuera de toda lógica: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,21-22). Y, a continuación, propone la parábola en la que un hombre tenía una deuda de diez mil talentos, una cantidad que habría puesto en dificultades al mismo Salomón. Se cuenta que, en los tiempos de mayor prosperidad del reino de Israel, el rey percibía 666 talentos de oro al año (cfr. 1 Re 10,14). El pobre deudor de la parábola debía sentirse como Azarías, al considerar la magnitud de los pecados del pueblo y su carencia de medios para reparar por ellos. «Como no tenía con qué pagar (...), el criado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: “Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo”» (Mt 18,25-26).
Entonces, Jesús introduce en la parábola un giro sorprendente. El señor se contenta con la voluntad de pagar de su criado, como si con aquel gesto hubiera satisfecho realmente la deuda. El Maestro nos enseña –tal como lo había experimentado ya Azarías– que Dios se deja conquistar por un corazón contrito, derrama su gracia frente a nuestro deseo sincero de pagar, aunque no seamos capaces de hacerlo. «Dios nunca se cansa de perdonar. (...) El problema es que nosotros nos cansamos de pedir perdón»2. Jesús siempre nos perdona cuando nos acercamos arrepentidos al sacramento de la Confesión. Al mismo tiempo, saber que el mismo Dios se olvida de nuestros errores nos impulsa a no dar excesiva importancia a las ofensas que podamos recibir de los demás: «No he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer»3, solía decir san Josemaría. A santa María, refugio de los pecadores, le pedimos que nos enseñe a abrirnos al perdón de Dios; a no negar el perdón a nuestros hermanos y a pedir perdón con frecuencia.
1 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 64.
2 Francisco, Ángelus, 17-III-2013.
3 San Josemaría, Surco, n. 804.