"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

1 de marzo de 2022

DIOS NO SE DEJA GANAR EN GENEROSIDAD

 



Evangelio (Mc 10, 28-31)


Comenzó Pedro a decirle:


—Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.


Jesús respondió:


—En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, hermanos o hermanas, madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, que no reciba en este mundo cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna. Porque muchos primeros serán últimos, y muchos últimos serán primeros.





Jesús llama al desprendimiento.

Dejarlo «todo» incluye también aspectos interiores.

Dios no se deja ganar en generosidad.




EL DESENLACE del encuentro con el joven rico quizás dejó tocado el ánimo de los apóstoles. Pero aquel suceso da ocasión a Jesús para exponer el sentido y el valor del desprendimiento. Cristo necesita discípulos ligeros de equipaje para que sean movidos por el Espíritu Santo, discípulos con el corazón dispuesto a dejarse llenar por él; porque, como dice santa Teresa de Calcuta, «ni siquiera Dios puede poner algo en un corazón que ya está lleno»1. La misión apostólica reclama una delicada libertad de corazón.


«En verdad os digo –empezó diciendo Jesús– que no hay nadie que haya dejado casa, hermanos o hermanas, madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, que no reciba en este mundo cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna» (Mc 10,29-30). Los apóstoles quedaron pensativos al escuchar al Maestro. Han visto, durante el tiempo que llevan con él, lo que supone la pobreza del Señor, que no tiene ni siquiera un lugar «donde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). Son testigos de que Dios «siendo rico se hizo pobre» (2 Co 8,9).


«La riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en Dios Padre, es encomendarse a Él en todo momento, buscando siempre y solamente su voluntad y su gloria. Es rico como lo es un niño que se siente amado por sus padres y los ama, sin dudar ni un instante de su amor y su ternura (...). Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos; podríamos decir también que hay una única verdadera miseria: no vivir como hijos de Dios y hermanos de Cristo»2.


«EL SANTO es precisamente aquel hombre, aquella mujer que, respondiendo con alegría y generosidad a la llamada de Cristo, lo deja todo por seguirlo»3. Podríamos pensar que para Pedro y para varios de los apóstoles, ese «todo» al que han renunciado no eran demasiadas cosas: una barca vieja, una casa sencilla, y poco más. Sin embargo, comenta san Gregorio Magno, «ha dejado mucho el que ha abandonado todo, lo mismo si es poca cosa»4. Además, lo hicieron con prontitud. No se sentaron a calcular los pros y los contras, porque no era lo importante.


Pero, en realidad, dejarlo «todo» supone sobre todo reorientar lo más interior, los propios sentimientos, la voluntad, las decisiones sobre el futuro, los planes e ideas. Eso es lo que verdaderamente cuenta, lo que constituye la verdadera ligereza para caminar con Dios; y eso es lo que hicieron aquellos primeros discípulos. «Porque no lo ha dejado todo el que sigue atado aunque sólo sea a sí mismo. Más aún, de nada sirve haber dejado todo lo demás a excepción de sí mismo, porque no hay carga más pesada para el hombre que su propio yo»5.


Dejarlo todo supone aceptar la invitación de Jesús para llenarnos cada vez más de su vida divina. «La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe. Cada cristiano debe ser alter Christus, ipse Christus, presente entre los hombres»6. Ese abandono no es una negación de nuestras características personales o de nuestros buenos anhelos: es, más bien, llenarnos de Dios, permitir que él toque con su Evangelio cada aspecto de nuestra vida.


EL PREMIO QUE ofrece Cristo a la entrega de los apóstoles –cien veces más y la vida eterna– supera absolutamente lo que ellos podían imaginar. Así lo había anunciado el libro de la Sabiduría: «El Señor dio a los santos la recompensa de sus trabajos, guiándolos por un camino de maravilla, y fue para ellos sombra en el día y luz de estrellas en la noche» (Sab 10,17).


«Este “cien veces más” está hecho de las cosas primero poseídas y luego dejadas, pero que se reencuentran multiplicadas hasta el infinito. Nos privamos de los bienes y recibimos en cambio el gozo del verdadero bien; nos liberamos de la esclavitud de las cosas y ganamos la libertad del servicio por amor; renunciamos a poseer y conseguimos la alegría de dar. Lo que Jesús decía: “Hay más dicha en dar que en recibir” (cf. Hch 20, 35) (...). Sólo acogiendo con humilde gratitud el amor del Señor nos liberamos de la seducción de los ídolos y de la ceguera de nuestras ilusiones. El dinero, el placer, el éxito deslumbran, pero luego desilusionan: prometen vida, pero causan muerte. El Señor nos pide el desapego de estas falsas riquezas para entrar en la vida verdadera, la vida plena, auténtica y luminosa»7.


«Si somos nosotros un poquito generosos –decía san Josemaría–, el Señor nos gana siempre: nos da mucho más de lo que nosotros le damos. Siempre salimos ganando; es una carta que se puede jugar bien»8. Y acudía a la intercesión de santa María: «Pido a la Madre de Dios que nos sepa sonreír, que nos quiera sonreír, y nos sonreirá. Y, además, multiplicará en la tierra vuestra generosidad con el mil por uno. No sólo el ciento por uno: ¡el mil por uno!»9.