Evangelio (Jn 10, 31- 42)
Los judíos recogieron otra vez piedras para lapidarle.
Jesús les replicó: Os he mostrado muchas obras buenas de parte del Padre, ¿por cuál de ellas queréis lapidarme?
No queremos lapidarte por ninguna obra buena, sino por blasfemia; y porque tú, siendo hombre, te haces Dios -le respondieron los judíos.
Jesús les contestó: ¿No está escrito en vuestra Ley: 'Yo dije: 'Sois dioses''?
Si llamó dioses a quienes se dirigió la palabra de Dios, y la Escritura no puede fallar, ¿a quien el Padre santificó y envió al mundo, decís vosotros que blasfema porque dije que soy Hijo de Dios?
Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre.
Intentaban entonces prenderlo otra vez, pero se escapó de sus manos.
Y se fue de nuevo al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba al principio, y allí se quedó.
Y muchos acudieron a él y decían: -Juan no hizo ningún signo, pero todo lo que Juan dijo de él era verdad.
Y muchos allí creyeron en él.
Contemplar los dolores de la Virgen.
Humildad para abrirse a la verdad.
Reconocer los signos de Jesús.
LA IGLESIA tradicionalmente recuerda en este viernes, anterior al Viernes Santo, los dolores de la Virgen a lo largo de su vida. Cuando el niño Jesús fue presentado en el templo, el anciano Simeón le dirigió estas palabras: «A tu misma alma la traspasará una espada, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,35). El Evangelio recoge varios momentos de dolor en la vida de la Virgen: esta profecía del anciano, la huida a Egipto para salvar la vida de su hijo, los tres días de angustia cuando el niño se quedó en Jerusalén… Pero, por encima de todo, se encuentran los instantes que rodearon la muerte de Jesús: el encuentro con él camino al Calvario, la crucifixión, su descendimiento de la cruz y su entierro.
Contemplar a la Virgen en cada una de estas situaciones nos recuerda que el dolor es un compañero inseparable en la vida. Ni siquiera a la Madre de Dios, la criatura más perfecta que ha salido de sus manos, se le ha ahorrado esta realidad. Ella misma fue la primera en darse cuenta de que la profecía de Simeón era verdadera: «Este ha sido puesto (...) para signo de contradicción» (Lc 2,34). El mismo Jesús diría más tarde a sus discípulos que no había venido a traer paz, sino una espada (cfr. Mt 10,34). Por eso, acoger a Cristo en nuestra vida «significa aceptar que él desvele mis contradicciones, mis ídolos, las sugestiones del mal»1: que nos descubra todos aquellos dolores que nos procuramos también con nuestros propios pecados.
María es maestra del sacrificio oculto y silencioso. Con su presencia discreta, identificándose con la voluntad de Dios, ofreció el mayor consuelo a Jesús en la cruz: «¿Qué podía hacer ella? Fundirse con el amor redentor de su Hijo, ofrecer al Padre el dolor inmenso –como una espada afilada– que traspasaba su Corazón puro»2. No encontraremos en esta tierra una explicación absoluta al mal y al sufrimiento; pero en Cristo hecho hombre, que ha padecido todos los sufrimientos, se nos abre al menos un sentido, una compañía y un consuelo.
CONTEMPLAMOS en el Evangelio de hoy, a pocos días del Viernes Santo, cómo algunos judíos comenzaron a dirigirse al Señor con mayor agresividad. Muchos intentaban apedrearlo porque, siendo hombre, se hacía pasar por Dios. Pero Jesús ansía que esos corazones se abran al misterio de su Persona, así que centra la atención de sus interlocutores en los innegables prodigios que había realizado: «Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre: ¿por cuál de ellas me apedreáis?» (Jn 10,32). Aquellos sabios de Israel se encuentran ante una encrucijada innegable. Pero, en lugar de abrirse al misterio con asombro, deciden apedrear a Jesús, ya sea porque lo que tienen de frente supera sus horizontes, o porque no les mueve un sincero interés por la verdad.
«Solo la humildad nos abre a la experiencia de la verdad, de la alegría auténtica, del conocimiento que cuenta. Sin humildad estamos aislados de la comprensión de Dios, de la compresión de nosotros mismos»3. Del mismo modo que un niño no siempre entiende el modo de obrar de su padre, muchas veces la acción divina se nos presenta como misteriosa. Reconocer la grandeza de Dios implica también asumir nuestra pequeñez, sabiendo que él supera nuestros esquemas humanos. El Espíritu Santo siempre quiere obrar prodigios en nuestra historia, pero tenemos que estar dispuestos a escuchar con humildad su soplo siempre nuevo.
La Virgen, en su canto del Magníficat, glorifica el poder del Señor, que «derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes» (Lc 1,52). Dios se fijó en su humildad para que, de ahora en adelante, todas las generaciones la llamen bienaventurada. «Humildad es mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios: esta es nuestra grandeza»4.
A MEDIDA que se acerca su pasión, Jesús habla cada vez más abiertamente de su condición de Hijo de Dios: «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre» (Jn 10, 37-38).
Los milagros que recogen los Evangelios nos dicen mucho sobre quién es Jesús de Nazaret. San Juan suele llamar «signos» a los milagros, porque la finalidad primordial de esas acciones no es acabar con la enfermedad o con el sufrimiento en esta tierra, sino mostrar la personalidad divina de Cristo y su condición de Mesías. Los treinta y cinco milagros de Jesús invitan a penetrar en el misterio de su Persona. En algunos de ellos muestra su poder sobre la naturaleza, como cuando multiplica los panes y los peces, o cuando invita a Pedro a caminar sobre las aguas. De este modo manifestó el espíritu del mismo Dios Creador, que «se cernía sobre la faz de las aguas» (Gn 1,2) en el relato de la creación. Los milagros que tienen que ver con la resurrección de los muertos muestran, por otra parte, su poder sobre la vida.
Dentro de unos días, en el Triduo Pascual, Jesús entregará su propia vida como nadie puede hacerlo, porque solo él tiene poder sobre ella. «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo» (Jn 10,18). Jesús es el mismo hoy y hace dos mil años, en aquellas tierras de Palestina; sigue llenando nuestra vida de gestos que revelan la cercanía de Dios. A la Virgen le podemos pedir que, con humildad, seamos capaces de reconocer los signos de su Hijo.
1 Francisco, Homilía, 15-IX-2021.
2 San Josemaría, Amigos de Dios, n. 288.
3 Francisco, Audiencia, 22-XII-2021.
4 San Josemaría, Amigos de Dios, n. 96.