Evangelio (Jn 16, 29-33)
En aquel tiempo, dijeron los discípulos a Jesús:
—Ahora sí que hablas con claridad y no usas ninguna comparación: ahora vemos que lo sabes todo, y no necesitas que nadie te pregunte; por eso creemos que has salido de Dios.
—¿Ahora creéis? —les dijo Jesús—. Mirad que llega la hora, y ya llegó, en que os dispersaréis cada uno por su lado, y me dejaréis solo, aunque no estoy solo porque el Padre está conmigo. Os he dicho esto para que tengáis paz en mi. En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad: yo he vencido al mundo.
- Los discípulos reciben el Espíritu Santo.
- Paz en medio de las tribulaciones.
- La paciencia es un fruto del Espíritu Santo.
CUANDO SAN PABLO llegó a Éfeso, «encontró unos discípulos y les preguntó: “¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe?”» (Hch 19,1-2). Llama la atención que la primera pregunta del apóstol de las gentes sea precisamente sobre el conocimiento acerca de la tercera persona de la Santísima Trinidad; esto manifiesta la prioridad que tenía en la iglesia primitiva y que sigue teniendo ahora. «Contestaron: “Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo”. Él les dijo: “Entonces, ¿qué bautismo habéis recibido?”. Respondieron: “El bautismo de Juan”» (vv. 2-3).
San Pablo quería que quienes abrazaban la fe conocieran la profundidad de la vida de Dios; en este caso, les aclara que «“Juan bautizó con un bautismo de conversión, diciendo al pueblo que creyesen en el que iba a venir después de él, es decir, en Jesús”. Al oír esto, se bautizaron en el nombre del Señor Jesús» (vv. 4-5). En la escena vemos una comunidad que, además del Bautismo, recibió la Confirmación en la fe con el don del Paráclito: «Cuando Pablo les impuso las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo, y se pusieron a hablar en lenguas extrañas y a profetizar. Eran en total unos doce hombres» (vv. 6-7).
En el sacramento de la Confirmación nosotros también recibimos el Espíritu Santo «para comprometernos más plenamente en la batalla que libra la Iglesia contra el pecado (...). Para que podáis trabajar con fe profunda y caridad constante, para ayudar a que el mundo consiga los frutos de la reconciliación y de la paz»[1]. En nuestro camino de preparación para la fiesta de Pentecostés, podemos preguntarnos: «¿Qué sitio ocupa en nuestra vida el Espíritu Santo? ¿Soy capaz de escucharlo? ¿Soy capaz de pedir inspiración antes de tomar una decisión o de decir una palabra o de hacer algo? (...). ¿Pido que me guíe por el camino que debo elegir en mi vida, y también todos los días? ¿Pido que me dé la gracia de distinguir lo bueno de lo menos bueno? (...). Pidamos la gracia de aprender ese lenguaje para escuchar al Espíritu Santo»[2].
EN EL EVANGELIO de la Misa de hoy se lee el discurso de despedida de Jesús en la Última Cena. El Señor quiere preparar a sus discípulos para lo que ocurrirá dentro de pocas horas. Después de la alegoría de la vid y los sarmientos, el maestro les promete que enviará al Espíritu Santo. «Le dicen sus discípulos: “Ahora sí que hablas claro y no usas comparaciones. Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que has salido de Dios”. Les contestó Jesús: “¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo”» (Jn 16,29-32).
«Las dificultades y las tribulaciones forman parte de la obra de evangelización, y nosotros estamos llamados a encontrar en ellas la ocasión para verificar la autenticidad de nuestra fe y de nuestra relación con Jesús. Debemos considerar estas dificultades como la posibilidad para ser todavía más misioneros y para crecer en esa confianza hacia Dios, nuestro Padre, que no abandona a sus hijos en la hora de la tempestad»[3]. Jesús demuestra a sus discípulos que conoce lo que va a suceder; sabe que padecerá sufrimientos y les asegura que, a pesar de todo, él seguirá ofreciéndose como fundamento para que su fe no decaiga. Cristo confía en el amor del Padre; ese será su consuelo y el de sus discípulos en el futuro: «No estoy solo, porque está conmigo el Padre» (Jn 16,32).
Después de la Resurrección, los apóstoles recordarían estas palabras como un bálsamo, al ver que se había cumplido el resto del discurso. El Señor no había prometido a los discípulos una vida sin inquietudes ni problemas, sino que les anunció con realismo la misión apostólica. Sin embargo, también les dio la clave para superarlas: «En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). La vida del cristiano en la tierra entraña un esfuerzo constante para luchar con uno mismo y procurar encontrar en Dios el fundamento, abandonar en él nuestra alegría y nuestra paz. «Nunca podré tener verdadera alegría si no tengo paz –decía san Josemaría–. ¿Y qué es la paz? La paz es algo muy relacionado con la guerra. La paz es consecuencia de la victoria. La paz exige de mí una continua lucha. Sin lucha no podré tener paz»[4].
«OS HE HABLADO de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Podemos pedir al Señor que nos conceda y nos aumente la paciencia, fruto del Espíritu Santo que «es el don de entender que las cosas importantes llevan tiempo, que el cambio es orgánico, que hay límites, y que tenemos que trabajar dentro de ellos y mantener al mismo tiempo los ojos en el horizonte, como hizo Jesús»[5]. La paciencia nos ayuda a «soportar la prueba, la dificultad, la tentación y las propias miserias»[6]; nos ayuda a mantener la esperanza en la propia lucha, a pesar de nuestras debilidades. Decía san Josemaría: «En las batallas del alma, la estrategia muchas veces es cuestión de tiempo, de aplicar el remedio conveniente, con paciencia, con tozudez. Aumentad los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos –Dios permita que sean imperceptibles– en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer»[7].
Ante las dificultades externas o las contrariedades que pueden surgir en el trato con los demás, nos servirá el consejo de Jesús: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Si entramos en esa escuela, aprenderemos a «ver las cosas con paciencia. No son como queremos, sino como vienen por providencia de Dios: hemos de recibirlas con alegría, sean como sean. Si vemos a Dios detrás de cada cosa, estaremos siempre contentos, siempre serenos. Y de ese modo manifestaremos que nuestra vida es contemplativa, sin perder nunca los nervios»[8]. Es verdad que siempre «se presentan ocasiones en las que surge la impaciencia: interrupciones imprevistas en el trabajo, retrasos que hacen esperar, pequeñas o grandes contrariedades del día a día. Pensemos –¡hablemos!– enseguida con el Señor: ¡más paciencia has tenido tú conmigo, Jesús! La impaciencia, además de lo que pueda tener de reacción instintiva, es falta de mortificación interior y, en su raíz, falta de caridad. Al revés, la comprensión, la disculpa, la paz, son efecto del cariño a Dios y a los demás. Ante cualquier movimiento de impaciencia, procuremos sonreír y rezar por quien interrumpe, hace esperar o nos cansa en un momento determinado y ofrecérselo al Señor con alegría (...). Jesús, con tu gracia; Madre mía, con tu ayuda»[9].