"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

20 de mayo de 2022

TENEMOS LA MISION DEL SERVICIO

 


Evangelio (Jn 15,12-17)


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


—Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Esto os mando: que os améis los unos a los otros.



TENEMOS LA MISION DEL SERVICIO



A LO LARGO de los años, al echar la mirada atrás, los apóstoles recordarían las palabras de Jesús en la Última Cena. En el Cenáculo, tantas aventuras de los últimos tres años parecerían lejanas, incluso de poca importancia, porque ahora vislumbraban que el Señor los quería para algo mayor. Sus vidas tendrán un sentido más profundo, un alcance más largo: el mundo entero. Las palabras del Señor se quedarían para siempre en sus almas: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,14). Amigos del mismo Hijo de Dios. Quizá costaba creerlo, pero era cierto. El Señor afirmaría enseguida que nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos. Y es precisamente lo que Jesús ha hecho por nosotros: nos reconoce amigos y nos da su propia vida, especialmente en el tesoro de los sacramentos. Por eso hablamos de “gracia”, porque se trata de un don inmerecido. Brota en nosotros una respuesta de confianza total cuando vislumbramos el «amor gratuito y “apasionado” que Dios tiene por nosotros y que se manifiesta plenamente en Jesucristo»[1].


Tenemos fe en el amor del Señor por cada una y por cada uno. Ese hecho embellece la vida, le da un sentido, una dirección y un fundamento. Nos permite teñir nuestra existencia de felicidad y de santidad. Se va expandiendo a lo largo de los años. El eco de la voz de Cristo en el Cenáculo nos devuelve, una y otra vez, también hoy, a la seguridad de ese amor. «No es difícil imaginar en parte los sentimientos del corazón de Jesucristo en aquella tarde, la última que pasaba con los suyos, antes del sacrificio del Calvario. Considerad la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren. Desearían estar siempre juntas, pero el deber –el que sea– les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer. Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda él mismo»[2].


CADA UNO puede hacer memoria del momento en que Cristo se metió más de lleno en su vida, cuando ya no se podía estar sin él. Para todo cristiano, esa compañía del Señor que no nos faltará supone el punto de partida de la misión apostólica. Pedro, Juan, Judas Tadeo, Santiago, Felipe… Todos los apóstoles entienden que esa misión de horizonte amplio constituye la razón de su vivir. No pueden ocultar la alegría de la amistad y de la elección de Cristo. Se adentrarán por caminos polvorientos y surcarán mares en tormenta y en bonanza, serán perseguidos y serán testigos de conversiones… Todo valdrá la pena porque nada les aparta del amor de Dios.


«Cuando, en el Evangelio, Jesús invita a los discípulos en misión, no les ilusiona con espejismos de éxito fácil; al contrario, les advierte claramente que el anuncio del Reino de Dios conlleva siempre una oposición (...). La única fuerza del cristiano es el Evangelio. En los tiempos de dificultad, Jesús está delante de nosotros y no cesa de acompañar a sus discípulos (...). En medio del torbellino, el cristiano no pierde la esperanza pensando en que ha sido abandonado. Jesús nos tranquiliza diciendo: «Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados» (Mt 10,30). Ninguno de los sufrimientos del hombre, ni siquiera los más pequeños y escondidos, son invisibles ante los ojos de Dios. Dios ve, protege y donará su recompensa. Efectivamente, en medio de nosotros hay alguien que es más fuerte que el mal»[3].


Daréis fruto duradero, nos viene a decir el Señor; porque os he destinado a algo grande, hermoso, a compartir lo que habéis visto y oído, a llevarlo hasta el último rincón de esta tierra. Y como es misión que Dios mismo nos encomienda, su eficacia permanece firme, aunque los resultados no siempre podamos medirlos con nuestros propios parámetros. Decía san Josemaría que «Jesús es simultáneamente el sembrador, la semilla y el fruto de la siembra»[4]. Así atravesaremos las incidencias de la historia con esperanza firme y renovada.


TODA MISIÓN confiada por Cristo es una misión de amor y servicio. Cualquier cristiano, desde el último bautizado hasta los sucesores de los apóstoles, viven su llamada como verdadera entrega a los demás. «Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz»[5]. Servir es una palabra hermosa: Cristo es siervo doliente, María es sierva del Señor. Solo sirve quien sabe querer y, a la vez, solo quiere quien ha aprendido a servir. Ponerse en el lugar del otro, pensar en los demás, no imponerse, abrirse a puntos de vista diferentes, a gustos distintos, advertir el cariño del Señor por cada alma, cuidar a los demás a través de nuestro trabajo… Todo eso es aprender a querer.


«Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15), nos dice Jesús. Por eso, estamos llamados también a un servicio que es vibración apostólica, la misma que nos transmite el Señor; compartir lo que vivimos y lo que nos llena de entusiasmo y de paz. «Dios ha hecho al hombre de tal manera que no puede dejar de compartir con otros los sentimientos de su corazón: si ha recibido una alegría, nota en él una fuerza que le lleva a cantar y a sonreír, a hacer –del modo que sea– que otros participen de su felicidad»[6].


«Con obras de servicio –escribía san Josemaría–, podemos preparar al Señor un triunfo mayor que el de su entrada en Jerusalén... Porque no se repetirán las escenas de Judas, ni la del Huerto de los Olivos, ni aquella noche cerrada... ¡Lograremos que arda el mundo en las llamas del fuego que vino a traer a la tierra!...»[7]. Como en la Santísima Virgen, se enciende en nosotros, a pesar de las normales dificultades, el afán de servir a cada persona. «¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con él y de tenerlo»[8].