Mezclado entre la multitud, uno de aquellos peritos que no acertaban ya a discernir las enseñanzas reveladas a Moisés, enmarañadas por ellos mismos con una estéril casuística, ha hecho una pregunta al Señor. Abre Jesús sus labios divinos para responder a ese doctor de la Ley y le contesta pausadamente, con la segura persuasión del que lo tiene bien experimentado: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el máximo y primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos está cifrada toda la Ley y los profetas.
Fijaos ahora en el Maestro reunido con sus discípulos, en la intimidad del Cenáculo. Al acercarse el momento de su Pasión, el Corazón de Cristo, rodeado por los que El ama, estalla en llamaradas inefables: un nuevo mandamiento os doy, les confía: que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros, y que del modo que yo os he amado así también os améis recíprocamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros.
Para acercarse al Señor a través de las páginas del Santo Evangelio, recomiendo siempre que os esforcéis por meteros de tal modo en la escena, que participéis como un personaje más. Así —sé de tantas almas normales y corrientes que lo viven—, os ensimismaréis como María, pendiente de las palabras de Jesús o, como Marta, os atreveréis a manifestarle sinceramente vuestras inquietudes, hasta las más pequeñas.
Señor, ¿por qué llamas nuevo a este mandamiento? Como acabamos de escuchar, el amor al prójimo estaba prescrito en el Antiguo Testamento, y recordaréis también que Jesús, apenas comienza su vida pública, amplía esa exigencia, con divina generosidad: habéis oído que fue dicho: amarás a tu prójimo y tendrás odio a tu enemigo. Yo os pido más: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian.
Señor, permítenos insistir: ¿por qué continúas llamando nuevo a este precepto? Aquella noche, pocas horas antes de inmolarte en la Cruz, durante esa conversación entrañable con los que —a pesar de sus personales flaquezas y miserias, como las nuestras— te han acompañado hasta Jerusalén, Tú nos revelaste la medida insospechada de la caridad: como yo os he amado. ¡Cómo no habían de entenderte los Apóstoles, si habían sido testigos de tu amor insondable!
El anuncio y el ejemplo del Maestro resultan claros, precisos. Ha subrayado con obras su doctrina. Y, sin embargo, muchas veces he pensado que, después de veinte siglos, todavía sigue siendo un mandato nuevo, porque muy pocos hombres se han preocupado de practicarlo; el resto, la mayoría, ha preferido y prefiere no enterarse. Con un egoísmo exacerbado, concluyen: para qué más complicaciones, me basta y me sobra con lo mío.
No cabe semejante postura entre los cristianos. Si profesamos esa misma fe, si de verdad ambicionamos pisar en las nítidas huellas que han dejado en la tierra las pisadas de Cristo, no hemos de conformarnos con evitar a los demás los males que no deseamos para nosotros mismos. Esto es mucho, pero es muy poco, cuando comprendemos que la medida de nuestro amor viene definida por el comportamiento de Jesús. Además, El no nos propone esa norma de conducta como una meta lejana, como la coronación de toda una vida de lucha. Es —debe ser, insisto, para que lo traduzcas en propósitos concretos— el punto de partida, porque Nuestro Señor lo antepone como signo previo: en esto conocerán que sois mis discípulos.
Jesucristo, Señor Nuestro, se encarnó y tomó nuestra naturaleza, para mostrarse a la humanidad como el modelo de todas las virtudes. Aprended de mí, invita, que soy manso y humilde de corazón.
Más tarde, cuando explica a los Apóstoles la señal por la que les reconocerán como cristianos, no dice: porque sois humildes. El es la pureza más sublime, el Cordero inmaculado. Nada podía manchar su santidad perfecta, sin mancilla. Pero tampoco indica: se darán cuenta de que están ante mis discípulos porque sois castos y limpios.
Pasó por este mundo con el más completo desprendimiento de los bienes de la tierra. Siendo Creador y Señor de todo el universo, le faltaba incluso el lugar donde reclinar la cabeza. Sin embargo, no comenta: sabrán que sois de los míos, porque no os habéis apegado a las riquezas. Permanece cuarenta días con sus noches en el desierto, en ayuno riguroso, antes de dedicarse a la predicación del Evangelio. Y, del mismo modo, no asegura a los suyos: comprenderán que servís a Dios, porque no sois comilones ni bebedores.
La característica que distinguirá a los apóstoles, a los cristianos auténticos de todos los tiempos, la hemos oído: en esto —precisamente en esto— conocerán todos que sois mis discípulos, en que os tenéis amor unos a otros.
Me parece perfectamente lógico que los hijos de Dios se hayan quedado siempre removidos —como tú y yo, en estos momentos— ante esa insistencia del Maestro. El Señor no establece como prueba de la fidelidad de sus discípulos, los prodigios o los milagros inauditos, aunque les ha conferido el poder de hacerlos, en el Espíritu Santo. ¿Qué les comunica? Conocerán que sois mis discípulos si os amáis recíprocamente.
Pedagogía divina
No odiar al enemigo, no devolver mal por mal, renunciar a la venganza, perdonar sin rencor, se consideraba entonces —y también ahora, no nos engañemos— una conducta insólita, demasiado heroica, fuera de lo normal. Hasta ahí llega la mezquindad de las criaturas. Jesucristo, que ha venido a salvar a todas las gentes y desea asociar a los cristianos a su obra redentora, quiso enseñar a sus discípulos —a ti y a mí— una caridad grande, sincera, más noble y valiosa: debemos amarnos mutuamente como Cristo nos ama a cada uno de nosotros. Sólo de esta manera, imitando —dentro de la propia personal tosquedad— los modos divinos, lograremos abrir nuestro corazón a todos los hombres, querer de un modo más alto, enteramente nuevo.
Qué bien pusieron en práctica los primeros cristianos esta caridad ardiente, que sobresalía con exceso más allá de las cimas de la simple solidaridad humana o de la benignidad de carácter. Se amaban entre sí, dulce y fuertemente, desde el Corazón de Cristo. Un escritor del siglo II, Tertuliano, nos ha transmitido el comentario de los paganos, conmovidos al contemplar el porte de los fieles de entonces, tan lleno de atractivo sobrenatural y humano: mirad cómo se aman, repetían.
Si percibes que tú, ahora o en tantos detalles de la jornada, no mereces esa alabanza; que tu corazón no reacciona como debiera ante los requerimientos divinos, piensa también que te ha llegado el tiempo de rectificar. Atiende la invitación de San Pablo: hagamos el bien a todos y especialmente a aquellos que pertenecen, mediante la fe, a la misma familia que nosotros, al Cuerpo Místico de Cristo.
El principal apostolado que los cristianos hemos de realizar en el mundo, el mejor testimonio de fe, es contribuir a que dentro de la Iglesia se respire el clima de la auténtica caridad. Cuando no nos amamos de verdad, cuando hay ataques, calumnias y rencillas, ¿quién se sentirá atraído por los que sostienen que predican la Buena Nueva del Evangelio?
Resulta muy fácil, muy a la moda, afirmar con la boca que se ama a todas las criaturas, creyentes y no creyentes. Pero si el que habla así maltrata a los hermanos en la fe, dudo de que en su conducta exista algo distinto de una palabrería hipócrita. En cambio, cuando amamos en el Corazón de Cristo a los que somos hijos de un mismo Padre, estamos asociados en una misma fe y somos herederos de una misma esperanza, nuestra alma se engrandece y arde con el afán de que todos se acerquen a Nuestro Señor.
Os estoy recordando las exigencias de la caridad, y quizá alguno habrá opinado que falta precisamente esa virtud en las palabras que acabo de pronunciar. Nada más opuesto a la realidad. Puedo aseguraros que, con un santo orgullo y sin falsos ecumenismos, me llené de gozo cuando en el pasado Concilio Vaticano II tomaba cuerpo con renovada intensidad esa preocupación por llevar la Verdad a los que andan apartados del único Camino, del de Jesús, pues me consume el hambre de que se salve la humanidad entera.
Sí, fue muy grande mi alegría, también porque se veía confirmado nuevamente un apostolado tan preferido por el Opus Dei, el apostolado ad fidem, que no rechaza a ninguna persona, y admite a los no cristianos, a los ateos, a los paganos, para que en lo posible participen de los bienes espirituales de nuestra Asociación: esto tiene una larga historia, de dolor y de lealtad, que he contado en otras ocasiones. Por eso repito, sin miedo, que considero un celo hipócrita, embustero, el que empuja a tratar bien a los que están lejos, de paso que pisotea o desprecia a los que con nosotros viven la misma fe. Tampoco creo que te intereses por el último pobre de la calle, si martirizas a los de tu casa; si permaneces indiferente en sus alegrías, en sus penas y en sus disgustos; si no te esfuerzas en comprender o en pasar por alto sus defectos, siempre que no sean ofensa de Dios.
¿No os conmueve que el Apóstol Juan, ya anciano, emplee la mayor parte de una de sus epístolas en exhortarnos para que nos comportemos según esa doctrina divina? El amor que debe mediar entre los cristianos nace de Dios, que es Amor. Carísimos, amémonos los unos a los otros, porque la caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es Amor. Se detiene en la caridad fraterna, pues por Cristo hemos sido convertidos en hijos de Dios: ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y que lo seamos.
Y, mientras golpea reciamente nuestras conciencias para que se tornen más sensibles a la gracia divina, insiste en que hemos recibido una prueba maravillosa del amor del Padre por los hombres: en esto se demostró la caridad de Dios hacia nosotros, en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo, para que por El tengamos vida. El Señor tomó la iniciativa, viniendo a nuestro encuentro. Nos dio ese ejemplo, para que acudamos con El a servir a los demás, para que —me gusta repetirlo— pongamos generosamente nuestro corazón en el suelo, de modo que los otros pisen en blando, y les resulte más amable su lucha. Debemos comportarnos así, porque hemos sido hechos hijos del mismo Padre, de ese Padre que no dudó en entregarnos a su Hijo muy amado.
La caridad no la construimos nosotros; nos invade con la gracia de Dios: porque El nos amó primero. Conviene que nos empapemos bien de esta verdad hermosísima: si podemos amar a Dios, es porque hemos sido amados por Dios. Tú y yo estamos en condiciones de derrochar cariño con los que nos rodean, porque hemos nacido a la fe, por el amor del Padre. Pedid con osadía al Señor este tesoro, esta virtud sobrenatural de la caridad, para ejercitarla hasta en el último detalle.
Con frecuencia, los cristianos no hemos sabido corresponder a ese don; a veces lo hemos rebajado, como si se limitase a una limosna, sin alma, fría; o lo hemos reducido a una conducta de beneficencia más o menos formularia. Expresaba bien esta aberración la resignada queja de una enferma: aquí me tratan con caridad, pero mi madre me cuidaba con cariño. El amor que nace del Corazón de Cristo no puede dar lugar a esa clase de distinciones.
Para que se os metiera bien en la cabeza esta verdad, de una forma gráfica, he predicado en millares de ocasiones que nosotros no poseemos un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las criaturas: este pobre corazón nuestro, de carne, quiere con un cariño humano que, si está unido al amor de Cristo, es también sobrenatural. Esa, y no otra, es la caridad que hemos de cultivar en el alma, la que nos llevará a descubrir en los demás la imagen de Nuestro Señor.
Universalidad de la caridad
Con el nombre de prójimo, dice San León Magno, no hemos de considerar sólo a los que se unen a nosotros con los lazos de la amistad o del parentesco, sino a todos los hombres, con los que tenemos una común naturaleza... Un solo Creador nos ha hecho, un solo Creador nos ha dado el alma. Todos gozamos del mismo cielo y del mismo aire, de los mismos días y de las mismas noches y, aunque unos son buenos y otros son malos, unos justos y otros injustos, Dios, sin embargo, es generoso y benigno con todos.
Los hijos de Dios nos forjamos en la práctica de ese mandamiento nuevo, aprendemos en la Iglesia a servir y a no ser servidos, y nos encontramos con fuerzas para amar a la humanidad de un modo nuevo, que todos advertirán como fruto de la gracia de Cristo. Nuestro amor no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar —insisto— la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo.
Universalidad de la caridad significa, por eso, universalidad del apostolado; traducción en obras y de verdad, por nuestra parte, del gran empeño de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
Si se ha de amar también a los enemigos —me refiero a los que nos colocan entre sus enemigos: yo no me siento enemigo de nadie ni de nada—, habrá que amar con más razón a los que solamente están lejos, a los que nos caen menos simpáticos, a los que, por su lengua, por su cultura o por su educación, parecen lo opuesto a ti o a mí.
¿De qué amor se trata? La Sagrada Escritura habla de dilectio, para que se entienda bien que no se refiere sólo al afecto sensible. Expresa más bien una determinación firme de la voluntad. Dilectio deriva de electio, de elegir. Yo añadiría que amar en cristiano significa querer querer, decidirse en Cristo a buscar el bien de las almas sin discriminación de ningún género, logrando para ellas, antes que nada, lo mejor: que conozcan a Cristo, que se enamoren de El.
El Señor nos urge: portaos bien con los que os aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian. Podemos no sentirnos humanamente atraídos hacia las personas que nos rechazarían, si nos acercásemos. Pero Jesús nos exige que no les devolvamos mal por mal; que no desaprovechemos las ocasiones de servirles con el corazón, aunque nos cueste; que no dejemos nunca de tenerlas presentes en nuestras oraciones.
Esa dilectio, esa caridad, se llena de matices más entrañables cuando se refiere a los hermanos en la fe, y especialmente a los que, porque así lo ha establecido Dios, están más cerca de nosotros: los padres, el marido o la mujer, los hijos y los hermanos, los amigos y los colegas, los vecinos. Si no existiese ese cariño, amor humano noble y limpio, ordenado a Dios y fundado en El, no habría caridad.
Manifestaciones del amor
Me gusta recoger unas palabras que el Espíritu Santo nos comunica por boca del profeta Isaías: discite benefacere, aprended a hacer el bien. Suelo aplicar este consejo a los distintos aspectos de nuestra lucha interior, porque la vida cristiana nunca ha de darse por terminada, ya que el crecimiento en las virtudes viene como consecuencia de un empeño efectivo y cotidiano.
En cualquier tarea de la sociedad, ¿cómo aprendemos? Primero, examinamos el fin deseado y los medios para conseguirlo. Después, perseveramos en el empleo de esos recursos, una y otra vez, hasta crear un hábito, arraigado y firme. En el momento en que aprendemos algo, descubrimos otras cosas que ignorábamos y que constituyen un estímulo para continuar este trabajo sin decir nunca basta.
La caridad con el prójimo es una manifestación del amor a Dios. Por eso, al esforzarnos por mejorar en esta virtud, no podemos fijarnos límite alguno. Con el Señor, la única medida es amar sin medida. De una parte, porque jamás llegaremos a agradecer bastante lo que El ha hecho por nosotros; de otra, porque el mismo amor de Dios a sus criaturas se revela así: con exceso, sin cálculo, sin fronteras.
A todos los que estamos dispuestos a abrirle los oídos del alma, Jesucristo enseña en el sermón de la Montaña el mandato divino de la caridad. Y, al terminar, como resumen explica: amad a vuestros enemigos, haced bien y prestad sin esperanza de recibir nada a cambio, y será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque El es bueno aun con los ingratos y malos. Sed, pues, misericordiosos, así como también vuestro Padre es misericordioso.
La misericordia no se queda en una escueta actitud de compasión: la misericordia se identifica con la superabundancia de la caridad que, al mismo tiempo, trae consigo la superabundancia de la justicia. Misericordia significa mantener el corazón en carne viva, humana y divinamente transido por un amor recio, sacrificado, generoso. Así glosa la caridad San Pablo en su canto a esa virtud: la caridad es sufrida, bienhechora; la caridad no tiene envidia, no obra precipitadamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la injusticia, se complace en la verdad; a todo se acomoda, cree en todo, todo lo espera y lo soporta todo.
Una de sus primeras manifestaciones se concreta en iniciar al alma en los caminos de la humildad. Cuando sinceramente nos consideramos nada; cuando comprendemos que, sin el auxilio divino, la más débil y flaca de las criaturas sería mejor que nosotros; cuando nos vemos capaces de todos los errores y de todos los horrores; cuando nos sabemos pecadores aunque peleemos con empeño para apartarnos de tantas infidelidades, ¿cómo vamos a pensar mal de los demás?, ¿cómo se podrá alimentar en el corazón el fanatismo, la intolerancia, la altanería?
La humildad nos lleva como de la mano a esa forma de tratar al prójimo, que es la mejor: la de comprender a todos, convivir con todos, disculpar a todos; no crear divisiones ni barreras; comportarse —¡siempre!— como instrumentos de unidad. No en vano existe en el fondo del hombre una aspiración fuerte hacia la paz, hacia la unión con sus semejantes, hacia el mutuo respeto de los derechos de la persona, de manera que ese miramiento se transforme en fraternidad. Refleja una huella de lo más valioso de nuestra condición humana: si todos somos hijos de Dios, la fraternidad ni se reduce a un tópico, ni resulta un ideal ilusorio: resalta como meta difícil, pero real.
Frente a todos los cínicos, a los escépticos, a los desamorados, a los que han convertido la propia cobardía en una mentalidad, los cristianos hemos de demostrar que ese cariño es posible. Quizá existan muchas dificultades para comportarse así, porque el hombre fue creado libre, y en su mano está enfrentarse inútil y amargamente contra Dios: pero es posible y es real, porque esa conducta nace necesariamente como consecuencia del amor de Dios y del amor a Dios. Si tú y yo queremos, Jesucristo también quiere. Entonces entenderemos con toda su hondura y con toda su fecundidad el dolor, el sacrificio y la entrega desinteresada en la convivencia diaria.