Evangelio (Mt 6,19-23)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen y donde los ladrones socavan y los roban. Amontonad en cambio tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro allí estará tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo. Por eso, si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tu ojo es malicioso, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Y si la luz que hay en ti es tinieblas, ¡qué grande será la oscuridad!”.
PARA TU ORACION PERSONAL
AL POCO de morir Ajab, las consecuencias de sus malas acciones y de las de su mujer se hicieron sentir dramáticamente. Sus enemigos se conjuraron para dar muerte a su hijo y a todos los supervivientes de su casa. La violencia era tal que superaba las fronteras y se extendía también al reino de Judá: acabaron con el rey Ocozías y con todos sus hermanos. Entonces «Atalía, madre de Ocozías, al ver que su hijo había muerto, se dispuso a exterminar toda la descendencia real» (2 Re 11,1), así podría reinar ella sola en el país.
En medio de toda esta locura, los planes de Dios se van abriendo camino, contando con la colaboración de personas piadosas. Uno de los hijos de Ocozías, recién nacido, fue salvado por una de sus tías que, arriesgando su vida, «lo sustrajo, junto con su nodriza, de entre los hijos del rey a los que iban a dar muerte» (2 Re 11,2). El niño «estuvo seis años escondido con ella en el Templo del Señor, mientras Atalía reinaba en el país» (2 Re 11,3). Así se salvó la dinastía davídica, de la que Dios había prometido que vendría el Mesías.
A veces, ante circunstancias adversas, al notar las consecuencias del pecado en el mundo, podemos sentir la tentación del miedo y del desaliento. «Es normal que sintamos impotencia para modificar el rumbo de la historia. Pero apoyémonos en la fuerza de la oración»1. La intimidad con Dios nos ayudará a recordar que «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Es verdad que «ese bien no siempre lo podemos ver de manera inmediata. A veces ni siquiera llegaremos a comprenderlo. El hecho de que procuremos estar cerca de Dios no nos evita los normales cansancios, perplejidades y sufrimientos de la vida; pero esa cercanía nos puede llevar a vivir todo de una manera distinta»2. Dios siempre se abre paso, siempre es más fuerte: esta seguridad nos ayuda a abandonar en sus manos las dificultades de nuestra vida.
DESPUÉS de seis años enviaron a buscar a los jefes del pueblo. Una vez reunidos les mostraron al hijo del rey, que había permanecido escondido en el Templo por temor a la reina Atalía. El sacerdote les entregó las lanzas y los escudos de David. Rodeando al hijo del rey, empuñaron las armas y mientras salían todos comenzaron a aplaudir y gritar: «¡Viva el rey!» ( 2 Re 11,12). Y cuenta la Escritura que ese día se podía ver «a todo el pueblo llano entusiasmado, que hacía sonar las trompetas» (2 Re 11,13).
Es una alegría similar a la que tendría lugar con la entrada de Jesús en Jerusalén. Sin embargo, al Señor no siempre le rodeó aquel esplendor. Siendo Rey y Señor del universo, casi siempre se nos presenta débil y necesitado de nuestra ayuda para poder reinar. «Todos percibís en vuestras almas –decía san Josemaría– una alegría inmensa, al considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas»3.
Tal como sucedió muchas veces con el pueblo elegido, Cristo no garantiza el éxito humano, pero asegura una paz y una alegría que solo él puede dar. Su poder no es el de los reyes y grandes de esta tierra. «Es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal, de vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más violento, encender la esperanza en la oscuridad más densa»4. El reinado de Dios es discreto. Busca un pequeño espacio en nuestras almas reinar con su paz.
SOLO hay una persona en Judea que no participa de la alegría del pueblo. Se trata, como es lógico, de Atalía, que cuando «oyó las voces de la guardia y del pueblo (…) y vio al rey (…) y a todo el pueblo llano entusiasmado, que hacía sonar las trompetas, se rasgó las vestiduras y gritó: “¡Traición, traición!”» (2 Re 11,13-14). Creía haber acabado con toda la descendencia real, pero no fue así. Ahora nadie más la seguía. Y ella, que tan lejos había llegado para alcanzar el trono, sale tristemente de escena, ante el alivio del pueblo sobre el que había reinado durante seis años.
Nos puede pasar a veces que, como Atalía, dejemos de saborear la alegría de que Jesús reine en nuestro corazón. Entonces, intentamos colmar ese vacío con cosas que no pueden satisfacernos. El Señor nos advierte de la insensatez de este modo de gastar la vida: «Amontonad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro allí estará tu corazón» (Mt 6, 20-21).
Lleno de tinieblas aparece el corazón de Atalía. Por contraste, el corazón inmaculado de María nos aparece lleno de luz. A ella podemos pedirle que nos ayude «a cambiar nuestra actitud con los demás y con las criaturas: de la tentación de devorarlo todo, para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón (…). Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad»5.
1 Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje, 26-II-2022.
2 Mons. Fernando Ocáriz, Mensaje, 12-VIII-2020.
3 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 179.
4 Benedicto XVI, Ángelus, 22-XI-2009