Evangelio (Mt 10,7-15)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus Apóstoles: Id y proclamad que el Reino de los Cielos está cerca: curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis. No llevéis en la faja oro, plata ni calderilla; ni tampoco alforja para el camino, ni otra túnica, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento.
Cuando entréis en un pueblo o aldea, averiguad quién hay allí de confianza y quedaos en su casa hasta que os vayáis. Al entrar en una casa saludad; si la casa se lo merece, la paz que deseáis vendrá a ella. Si no se lo merece, la paz volverá a vosotros. Si alguno no os recibe o no os escucha, al salir de su casa o del pueblo, sacudid el polvo de los pies. Os aseguro que el día del juicio les será más llevadero a Sodoma y Gomorra, que a aquel pueblo.
La vida de Jesús, una conversación siempre abierta
El anuncio del Evangelio toma acentos distintos en cada momento histórico concreto. Contemplar algunas actitudes de Cristo nos puede ayudar en nuestra tarea.
«¿A qué se parece el Reino de Dios y con qué lo compararé?» (Lc 13,18). Esta pregunta que Jesús se hace en voz alta, antes de relatar algunas parábolas, es probablemente algo más que un recurso retórico. Quizás refleje lo que él mismo consideraba en su interior con frecuencia, al menos cada vez que quería transmitir su mensaje en los distintos ambientes por los que se movía. Esta actitud puede resonar en nosotros, también en forma de pregunta: ¿cómo testimoniar el amor de Dios aquí y ahora? ¿Cuál es la mejor manera de compartir su luz en cada momento histórico particular, con unas personas concretas, que tienen su propia manera de ver la vida?
Si nos acercamos al Evangelio con esta clave, vemos, por ejemplo, que el Señor se interesa por la cultura que daba forma al mundo que le rodeaba: alguna vez utiliza una canción popular para remover las disposiciones de quienes le escuchaban (cfr. Mt 11,16-17), o toma pie de una noticia conocida por todos –la caída accidental de una torre, en la que murieron dieciocho personas– para ayudar a sus oyentes a perfilar mejor la idea que tenían de Dios (cfr. Lc 13,4). Cristo, además, está siempre abierto a todo tipo de preguntas, especialmente las de quienes parecen hostiles a su persona o a su predicación: su anuncio, que evade inteligentemente polémicas estériles, llega a colmar un vacío, una insatisfacción. Y esta apertura no cambia cuando sabe que las intenciones de quien pregunta no son demasiado honestas (cfr. Mt 22,15-22; Mc 12,13; Lc 20,20).
Por otro lado, en no pocas ocasiones, busca tiempos prolongados de intimidad para considerar lo que la otra persona está verdaderamente comprendiendo, como aquella noche con Nicodemo (cfr. Jn 3), el encuentro con la samaritana junto al pozo (cfr. Jn 4), con los discípulos de Emaús (cfr. Lc 24,13-35) o en tantos paseos con otros discípulos. Jesús sabe que, por un lado, está lo que ha predicado; pero, por otro, está lo que cada uno ha comprendido personalmente, encarnado en su historia concreta, su modo de vida, sus talentos y limitaciones.
Si la fe es «el encuentro con un acontecimiento, con una Persona»[1], mirar con atención estas actitudes de Cristo puede ser un buen camino para comunicar mejor ese mismo encuentro que transforma nuestra vida. Porque «toda la vida de Jesús –decía san Josemaría– no es más que un maravilloso diálogo, hijos míos, una estupenda conversación con los hombres»[2].
Todo momento es único y bueno para Dios
Cada época está modelada por una cultura, unas convicciones compartidas, unos anhelos propios… y por eso la evangelización adquiere con el tiempo modos distintos. Benedicto XVI observaba que cuando los cristianos se preocupan por las consecuencias sociales de su fe, frecuentemente lo hacen «considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común». Sin embargo, continuaba, hoy «este presupuesto no solo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así»[3].
Benedicto XVI no se proponía transmitir una radiografía pesimista del presente, ya que para Dios no hay tiempos mejores ni peores. Simplemente arrojaba luz sobre esta nueva situación en la que anunciamos a Jesús: un momento en el que muchas personas no han escuchado hablar de su mensaje o consideran irrelevante lo que han oído; un momento en el que a muchos todavía nadie les ha llevado la Buena Noticia del amor de Dios. Esto supone la necesidad de afinar nuevamente los términos, de encontrar caminos adecuados para encender la imaginación y el corazón de quienes nos rodean. Es verdad que no es difícil identificar manifestaciones culturales o artísticas que han surgido de un espíritu cristiano, pero muchas veces estas permanecen aisladas, sin conexión con el gran evento que les dio vida o con los designios misericordiosos de Dios para cada persona. Una maravillosa obra de arte o la valorización de un derecho humano pueden resultar retazos bellos, pero inconexos, de un gran mensaje desconocido.
El hecho de que la fe no sea «un presupuesto obvio de la vida común» no hace sino más desafiante, e incluso más bonita, la tarea de compartir el Evangelio. Al no dar nada por sabido, somos nosotros los primeros que tendremos que descubrir la esencia de lo que nos trajo Jesús: descender hasta las raíces de esta nueva vida, apuntar hacia lo más importante. Por momentos, la situación será semejante a la de los primeros cristianos, que anunciaban una novedad destinada a llenar de esperanza los corazones y a colmar ese vacío que dejaban las corrientes del momento. Por eso, como Jesús, queremos encontrar la mejor manera para hablar sobre el Reino de Dios con quienes nos rodean. «Es hermoso –dice el Papa Francisco– ver personas que se afanan en elegir con cuidado las palabras y los gestos para superar las incomprensiones, curar la memoria herida y construir paz»[4].
El cristianismo pide un anuncio sinfónico
La carencia de ese «tejido cultural unitario» es algo que habitualmente no depende de la responsabilidad de las personas concretas. Es un punto de partida del que conviene tomar conciencia, porque para transmitir algunos aspectos particulares del mensaje evangélico –que pueden ser de carácter dogmático, moral, etc.– es necesario haber anunciado abundantemente el marco general que les da sentido, el corazón que les da vida. No es extraño que Jesús haya querido dejar claro, para que no hubiera confusiones, que el mandamiento al amor está por encima de todo lo demás (cfr. Mt 22,37-39). Solamente sobre esta base sus enseñanzas adquieren armonía, orden y comprensibilidad. Así sucede normalmente también cuando una persona quiere apreciar un cuadro: no se acerca para ver primero la esquina del lienzo, porque eso no permite percibir la composición en su conjunto, sino que la observa primero entera. De la misma manera, si el anuncio cristiano se redujera a uno o dos temas particulares, se correría el riesgo de no exponer nunca la obra auténtica, que da sentido integral y belleza a cada uno de sus elementos.
Por esto, la riqueza del cristianismo pide ser expresada a modo de sinfonía, haciendo resonar, al mismo tiempo, tanto los sonidos bajos que dan consistencia a la orquesta, como el virtuosismo de cada instrumento particular. Si una trompeta se lanza a sonar por encima de los violines o de la percusión que marca el ritmo, podrá quizás proponer una melodía comprensible para especialistas, pero sin duda no entusiasmará a la variada multitud que llena la sala. «Cada verdad se comprende mejor si se la pone en relación con la armoniosa totalidad del mensaje cristiano, y en ese contexto todas las verdades tienen su importancia y se iluminan unas a otras»[5]. Con respecto a esta iluminación recíproca, y haciéndose eco del Concilio Vaticano II, el Papa ha subrayado que los distintos aspectos del anuncio cristiano no son todos iguales en importancia; no todos expresan con igual intensidad el corazón del Evangelio, el kerygma[6]: «En este núcleo fundamental lo que resplandece es el amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado»[7].
En esa misma dirección, san Juan Pablo II reconocía, en la pregunta del joven rico a Jesús sobre cómo alcanzar la vida eterna (cfr. Mt 19,16), algo distinto de una duda sobre las reglas a cumplir, o de una búsqueda de soluciones parciales. En la inquietud de este joven latía más bien «una pregunta de pleno significado para la vida»[8]. Lo que aquel joven manifestaba era su experiencia del «eco de la llamada de Dios»[9]. Así se termina de formar el gran marco, ese gran anuncio dentro del cual pueden ser plenamente comprensibles todas las demás verdades cristianas: el amor de un Dios misericordioso que, en Jesucristo, nos busca a todos. Los instrumentos aislados –uno u otro aspecto doctrinal concreto– solo se unirán a la melodía si todos los sonidos de la orquesta, especialmente los más importantes, se activan de manera sinfónica.
En definitiva, es importante recordar que, al dar testimonio de nuestra fe, cuenta más la música que la otra persona escucha, entiende e interioriza, que lo que nosotros pensamos haber dicho de una manera satisfactoria. «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?», pregunta Jesús. «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? (Mt 16,13.15)». El Señor quiere cerciorarse, y sobre todo quiere que lo hagan sus discípulos, de cuánto camino han recorrido en el conocimiento de su Maestro.
Existe mucho terreno compartido
Cristo acaba de cruzar el Jordán, desde Galilea hasta Judea. Vuela como el viento la fama de su predicación y de los milagros que ha realizado, así que un grupo grande de gente no tarda en acudir a encontrarlo. Entre ellos, un buen número de fariseos, estudiosos de la ley. Uno le pregunta rápidamente sobre el divorcio. Jesús explica la indisolubilidad del matrimonio, recurriendo a las palabras del Génesis. Aunque no sabemos en qué medida les convence esa explicación, sí vemos que los propios discípulos, de entrada mejor dispuestos a acoger sus enseñanzas, se quedan desconcertados: «Si esa es la condición del hombre con respecto a su mujer, no trae cuenta casarse» (Mt 19,10). Algo similar sucede cuando Cristo anuncia, esta vez a los saduceos, la resurrección futura de nuestro cuerpo, ante un retorcido caso hipotético que ellos le habían planteado, sirviéndose incluso de las palabras de Moisés (cfr. Mt 22,23-33).
En cada momento histórico existen también aspectos de las enseñanzas de la Iglesia que, por razones culturales, encuentran mayor dificultad para ser comprendidos. La solución no es hacer como si esas cuestiones no existieran, ya que eso manifestaría desentenderse de la felicidad de los demás; las enseñanzas de la Iglesia nos hacen bien y por eso las necesitamos. El verdadero servicio a los demás consistirá más bien en procurar hacerlas comprensibles; mostrar un camino transitable, progresivo, haciéndonos cargo de su situación. Para eso, puede ser bueno apoyarse en elementos que los demás ya comparten con el anuncio cristiano: construir sobre un terreno común. Así, en los dos casos anteriores, Jesús recurre a pasajes de la Escritura que sus interlocutores aceptan como revelados por Dios. También en nuestro tiempo, existen muchos aspectos del cristianismo que son ampliamente compartidos: el amor y la búsqueda de la verdad, la promoción de la libertad religiosa, la lucha contra todo tipo de esclavitud o pobreza, el impulso de la paz, el cuidado del medio ambiente, la especial atención a personas con alguna discapacidad, etc.
Cuantas más dificultades se encuentran en el anuncio, más se debe afirmar lo esencial del mensaje cristiano y más conviene promover las convicciones compartidas. La verdad se puede comparar a una piedra preciosa: hiere si la arrojamos a la cara del otro, pero si la colocamos con delicadeza en sus manos, compartiendo su tiempo y su espacio, podrá ejercer un atractivo divino. Por eso la amistad es el mejor contexto para la comunicación de la fe en un mundo plural y cambiante. En esos términos se planteaba su misión apostólica la beata Guadalupe Ortiz de Landázuri; le ilusionaba «tender puentes y ofrecer su amistad a personas de todo tipo: gente alejada de la fe, gente de países muy distintos y de edades muy variadas»[10].
Transformar los conflictos en eslabones
«Dará órdenes a sus ángeles sobre ti para que te protejan y te lleven en sus manos, no sea que tropiece tu pie contra alguna piedra» (Lc 4,11). Son palabras del salmo 91 que el demonio manipula para poner a prueba a Jesús en el desierto. Lo que busca el tentador es que el Señor sobrevuele los caminos terrenos mostrando su poder divino, sin someterse a las lógicas propias de lo histórico. Santo Tomás de Aquino ve en esta tentación la vanagloria que puede cruzarse en el recorrido de quienes ya han emprendido una senda cristiana[11]. ¿No es verdad que a veces quisiéramos no encontrar ninguna piedra en nuestro apostolado y que la Buena Noticia se transmitiera por todo el mundo como una especie de irresistible melodía angélica?
Sabemos bien que el cristianismo no se resume en una serie de conceptos, sino que consiste fundamentalmente en el encuentro con Jesús. Sin embargo, puede suceder que a veces tengamos la tentación de reducir la propuesta de ese encuentro a la satisfacción de una discusión vencedora, a tener siempre los mejores argumentos frente a las dudas de los demás. ¿De qué nos sirve «ganar» en una disputa si se pierde a la otra persona? En ese caso estaríamos de hecho pasando de largo frente al otro, como el levita y el sacerdote de la parábola, que pasaron al lado del que estaba herido en el camino (cfr. Lc 10,31-32). Ser buen samaritano supone en cambio «sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso»[12]. San Josemaría, durante el último año de su vida, solía repetir: «Dios ha derrochado mucha paciencia conmigo»[13]. Y en esa realidad encontraba la razón para ser muy paciente con los demás.
En este sentido, es importante también distinguir los contextos en los que conversamos. Una cosa es defender ciertos valores en un proceso legislativo o intervenir en debates sobre las políticas de un gobierno, pero otra muy distinta es querer compartir la alegría de la propia fe con un amigo. Sin embargo, las redes sociales han hecho que muchas veces se confundan los planos y el debate público termine invadiendo el terreno íntimo, en donde los desacuerdos deberían ser superados por el cariño mutuo. «El que recurre a la violencia para defender sus ideas –decía el fundador del Opus Dei– demuestra con eso mismo que carece de razón». Y concluía: «No discutáis»[14]. En situaciones de polarización –que es la enfermedad del sano y normal pluralismo– a veces convendrá abandonar el terreno que se ha convertido en un campo de batalla para, así, optar por fortalecer la relación antes que minarla tal vez para siempre. En un ambiente polarizado en el que no hay contacto abierto con quien piensa distinto, cuando desaparece la conversación, las legítimas diferencias pueden deslizarse poco a poco hacia un desprecio más o menos encubierto, o hacia una manifiesta descalificación. Todo ello es profundamente contrario al espíritu cristiano.
En una de las primeras ocasiones en la que Jesús anuncia que es el Mesías esperado por tanto tiempo, encuentra una dura oposición: «Todos en la sinagoga se llenaron de ira y se levantaron, lo echaron fuera de la ciudad y lo llevaron hasta la cima del monte sobre el que estaba edificada su ciudad para despeñarlo» (Lc 4,28-29). El clímax del conflicto llega aquí muy rápidamente, incluso con peligro de muerte. Jesús se da cuenta de que, en ese contexto, no tiene mucho margen para sumar algo positivo. Así que, sorprendentemente, decide marcharse en silencio, pasando por en medio de ellos. Muchas veces, como Cristo, lo mejor será optar por un silencio que dé paso a la obra del Espíritu Santo: la fuerza de Dios no es ruidosa, fructifica en silencio y a su tiempo.
Llenar nuestra comunicación con el Evangelio
No nos cansaremos de contemplar las respuestas de Jesús a quienes le abren el corazón, a quienes buscan en él luz y sosiego. A la mujer samaritana, por ejemplo, Jesús le anuncia el agua viva que calmará su sed más profunda (cfr. Jn 4,10). A Nicodemo, por su parte, le hace ver que para entrar al Reino de Dios tiene que nacer de nuevo, esta vez del Espíritu (cfr. Jn 3,5). Y a los discípulos de Emaús les explica cómo los profetas habían anunciado desde antiguo todo lo que tenía que pasar el Mesías (cfr. Lc 24,26-27). Es bueno darse cuenta de que en ninguno de estos casos se trata simplemente de una exposición sobre la fe. En los tres pasajes, junto a los aspectos doctrinales que Jesús expone, hay otras dimensiones de la verdad que esas conversaciones manifiestan, que quizás son menos perceptibles, pero igualmente importantes: la verdad sobre cuánto valora el Señor aquella relación personal; sobre quién es Jesucristo mismo y quiénes son verdaderamente ellos. Es la verdad del encuentro, la verdad como inspiración de un vínculo que está llamado a ser duradero.
Jesús no tiene prisa, no aleja a las personas: las recibe a cualquier hora y las acompaña en el camino. Jesús comunica mucho más que lo que dicen sus palabras: él hace, con su sola presencia, que cada uno se sienta hijo de Dios. Esta es la principal verdad que las personas se llevan tras un encuentro con él. Nuestro desafío es llenar todos los niveles de nuestro testimonio –el contenido de la fe, la relación de amistad y el despliegue mismo de nuestra personalidad– con el espíritu del Evangelio: «Lo que decimos y cómo lo decimos, cada palabra y cada gesto debería expresar la compasión, la ternura y el perdón de Dios para con todos»[15].