Evangelio (Mt 22, 34-40)
“En aquel tiempo, los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se pusieron de acuerdo, y uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó para tentarle:
—Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?
Él le respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente”. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es como éste: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas”.
Comentario
Por algún motivo, a los hombres nos cuesta creer a Dios, aceptar sus palabras. Nos dice las cosas una y otra vez, y sin embargo, parece como si no entendiéramos, o no quisiéramos entender. Le hacemos explicar lo mismo de manera reiterada.
La historia se repite desde Adán y Eva hasta hoy. A ellos se les dijo que tomar el fruto de un árbol les acarrearía la muerte, y sin embargo, lo hicieron. Las consecuencias se siguen notando todavía hoy.
Algo parecido sucede con los mandamientos. Hoy vemos que a Jesús se le cuestiona sobre cuál es el principal entre todos. Y el Señor no hace más que invocar la Shemá Israel, que todos los judíos aprendían desde niños y que tenían en los labios desde hace siglos: “Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Deuteronomio 6, 5). A esto añade otro precepto antiguo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19, 18).
Sabemos que la respuesta de Jesús es consecuencia de una pregunta que le hicieron para tentarle. Lamentablemente, muchas veces nosotros no estamos exentos de ese comportamiento.
¿No tenemos acaso todo lo que se ordena a nuestra salvación puesto por escrito y en la tradición? Tenemos la Sagrada Escritura, el Catecismo de la Iglesia, el Magisterio de los Romanos Pontífices. Tenemos, además, la posibilidad de acceder a los sacramentos y a la dirección espiritual. La vía la tenemos trazada, y sin embargo, no nos dejamos convencer por ella. Dios nos habla muchas veces y de muchos modos (cfr. Hebreos 1, 1), pero nosotros seguimos haciendo preguntas que ya están contestadas.
Por eso, el evangelio de hoy puede ser una llamada para que atendamos la invitación del apóstol Santiago: “quien considera atentamente la ley perfecta de la libertad y persevera en ella — no como quien la oye y luego se olvida, sino como quien la pone por obra — ése será bienaventurado al llevarla a la práctica” (Santiago 1, 25). De eso se trata la vida del cristiano: de conducirse por una lex perfecta libertatis, lo cual requiere estudiarla y asimilarla a fondo en la propia vida.
Lo que nos da libertad es amar a Dios y al prójimo, y es eso lo que nos lleva a la felicidad. Ese es el motivo por el cual el Señor nos da mandamientos. De hecho, antes de otorgar el precepto, Él mismo anuncia cuál es el destino de los que así viven: “ Escucha, pues, Israel, y esmérate en cumplir lo que te hará feliz” (Deuteronomio 6, 3). Ojalá nos convenzamos por fin.