Evangelio (Lc 12,49-53)
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansioso estoy hasta que se lleve a cabo! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino división. Pues desde ahora, habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos contra tres, se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”.
Comentario
Cuenta san Lucas que cuando Jesús se acercaba a Jerusalén para sufrir la pasión, reveló a los discípulos los profundos anhelos de su corazón y se refirió entre exclamaciones al inminente bautismo “en el Espíritu Santo y en fuego” que iba a consumar y que había anunciado tiempo atrás el Bautista (cfr. Lc 2,16). Con un tono paradójico que desconcierta, Jesús predice también el profundo cambio sobre la tierra que iba a establecer, generando reacciones muy diversas, incluso en el seno de las familias.
En la Sagrada Escritura el fuego simboliza la presencia divina, como en el episodio de la zarza ardiente (cfr. Ex 3,14) y también simboliza, explica el Catecismo de la Iglesia, “la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo”[1]. Gracias a su sacrificio en la cruz, Jesús iba a enviar al mundo esta energía, este fuego. Pero como aclara san Ambrosio “desde luego no es un fuego que destruye, sino aquel que genera una voluntad bien dispuesta. (…) Este fuego es el que quema los huesos de los profetas, como lo declara Jeremías: “Era dentro de mí como un fuego devorador encerrado en mis huesos.” (Jr 20,9); (…) el que, según el testimonio de los discípulos de Emaús, encendió el mismo Señor en sus corazones: “No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24,32)”[2].
Este anhelo de Jesús por hacer arder los corazones ha contagiado a innumerables personas a lo largo de la historia que han sabido corresponder generosamente. Por ejemplo, san Josemaría narraba en primera persona cómo le sucedió a él y cómo reaccionó: “cuando yo tenía barruntos de que el Señor quería algo y no sabía lo que era, decía gritando, cantando, ¡como podía!, unas palabras que seguramente, si no las habéis pronunciado con la boca, las habéis paladeado con el corazón: ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut accendatur? (Lc 12, 49); he venido a poner fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? Y la contestación: ecce ego quia vocasti me! (1 Reg 3, 9), aquí estoy, porque me has llamado”[3]. Podemos preguntarnos si tenemos habitualmente esta valentía y disponibilidad de los santos para favorecer la acción divina en nosotros; si nuestro diálogo diario con Dios hace arder nuestro corazón como a los discípulos de Emaús; si permitimos al Espíritu Santo que nos mueva como a ellos a anunciarlo a otros llenos de alegría y del mismo afán apostólico.
Para llevar a cabo el incendio de amor que Jesús quería, debía sufrir primero la pasión, a la que Él llama “bautismo” y que le hace exclamar “¡qué ansioso estoy hasta que se lleve a cabo!”, no tanto por el miedo a la muerte como por el deseo amoroso de que se cumpliera. Y Jesús añade que ha venido a traer división y no paz; división incluso dentro de la familia. Pero “no es que Jesús quiera dividir a los hombres entre sí —afirma el Papa Francisco—, al contrario: Jesús es nuestra paz, nuestra reconciliación. Pero esta paz no es la paz de los sepulcros, no es neutralidad, Jesús no trae neutralidad, esta paz no es una componenda a cualquier precio. Seguir a Jesús comporta renunciar al mal, al egoísmo y elegir el bien, la verdad, la justicia, incluso cuando esto requiere sacrificio y renuncia a los propios intereses. Y esto sí, divide; lo sabemos, divide incluso las relaciones más cercanas. Pero atención: no es Jesús quien divide. Él pone el criterio: vivir para sí mismos, o vivir para Dios y para los demás; hacerse servir, o servir; obedecer al propio yo, u obedecer a Dios. He aquí en qué sentido Jesús es «signo de contradicción» (Lc 2, 34)”[4].
Todos recordamos la polémica que surgió en 1987 sobre si se debía quitar o dejar en Tres Cruces la cruz conmemorativa de la visita del papa Juan Pablo II. 30 años después surgió el debate sobre la pequeña imagen de la Virgen que un grupo de personas deseaba colocar en la Aduana de Oribe (Rambla del Buceo).
En Estados Unidos recientemente hubo un caso similar. La Asociación Humanista Americana solicitó quitar en Bladensburg (Maryland) una cruz de 10 metros de altura, erigida hace 90 años para conmemorar a los muertos de ese condado en la Primera Guerra Mundial. En 2017, un tribunal federal de apelaciones juzgó que la cruz significaba una inadmisible admisión oficial del cristianismo.
El pasado 28 de junio el Tribunal Supremo revocó esa sentencia, acepando claramente la memoria histórica reflejada en monumentos, símbolos y prácticas de origen religioso. Se reconoce que, “aunque la cruz tiene obviamente un significado cristiano, durante la Primera Guerra Mundial se le añadió un significado secular”, conmemorativo de los soldados muertos en el conflicto, compatible con la constitución. Y explica: “un gobierno que recorriera su territorio, derribando monumentos con simbolismo religioso y borrando cualquier referencia a lo divino fomentaría que muchos fueran agresivamente hostiles a la religión". Esa hostilidad no sería coherente con el objetivo constitucional de que haya “una sociedad en la que personas de todas las creencias puedan vivir juntas armoniosamente”.
La armonía constituye el núcleo positivo de la laicidad. En Uruguay, en cambio, muchos tienden a acentuar la dimensión negativa (libertad de no creer en ninguna religión) y a negar su dimensión positiva y, con ella, el derecho a la presencia de símbolos religiosos en espacios públicos. En el fondo, se sustituye unas creencias por otras: en este caso, el cristianismo por el agnosticismo o el ateísmo.
La laicidad, en cambio, no impide las manifestaciones externas de lo religioso. Ni es indiferencia del Estado ante las religiones, que llevada al extremo exigiría admitir que solo cabe democracia allí donde desaparecen los símbolos religiosos, ignorando el hecho de que las personas forman parte de una historia, de una sociedad y de una cultura. La laicidad no consiste en una “neutralidad homologadora”, en multiplicar prohibiciones o en eliminar valores en nombre de la igualdad, sino en garantizar la compatibilidad de las diversas manifestaciones religiosas que no afecten el orden público.
Joseph Weiler, profesor de la New York University, defiende la auténtica laicidad, señalando el derecho de cada pueblo a expresar su propia historia con sus propios símbolos. Advierte que, si esto no se protege, “no solo desaparecerían las cruces de los espacios públicos, sino que se alentaría un fenómeno de desmontaje de infinidad de símbolos históricos. No habría razón para salvar ninguno, tampoco la señal de la cruz que aparece en diversas banderas nacionales europeas, o en tantos monumentos artísticos del viejo Continente e incluso en himnos que se escuchan en los estadios. En Inglaterra el jefe del Estado es también cabeza de la Iglesia, y los líderes religiosos son miembros del poder legislativo; su bandera lleva la cruz, y el himno nacional es una plegaria a Dios para que salve al rey y le conceda victoria y gloria”. Desde luego, no todos los que cantan ‘God save the Queen’ creen en Dios, pero Weiler entiende que “considerarían una sandez decir que esa frase se cambiará o suprimirá porque ofende a alguien”.
El Consejo de Estado italiano, tribunal supremo en la jurisdicción administrativa, afirmó en una sentencia publicada el 13 de febrero de 2006, que la presencia del crucifijo en las aulas de una escuela pública no es contraria a la laicidad ya que las condiciones de aplicación de la laicidad se definen también con arreglo a la tradición cultural y a las costumbres de cada pueblo. La sentencia menciona los casos de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Distingue: "en un lugar de culto, el crucifijo es propia y exclusivamente un símbolo religioso". En cambio, en una sede no religiosa, como la escuela pública, destinada a la educación de los jóvenes, “exponerlo estará justificado y tomará un significado no discriminatorio en el plano religioso, si es apto para representar y recordar de modo sintético, inmediatamente perceptible e intuitivo (como todo símbolo), valores civilmente relevantes, sobre todo los que sustentan e inspiran nuestro orden constitucional".
Los valores de origen cristiano –tolerancia, respeto mutuo, estima por la persona y afirmación de sus derechos y su libertad, autonomía de la conciencia moral ante la autoridad, solidaridad humana, rechazo de toda discriminación- "son vividos en la sociedad civil de modo autónomo”, de modo que “pueden ser aprobados ‘laicamente’ por todos, con independencia de que pertenezcan a la religión que los ha inspirado y propugnado". Por tanto, concluía el Tribunal, si el crucifijo en la escuela tiene la función de expresar el fundamento de los citados valores civiles, "en el contexto cultural italiano parece en verdad difícil encontrar otro símbolo que se preste mejor a hacerlo".
En los juzgados de la mayoría de los países latinos hay un crucifijo. En 2010, un conocido penalista uruguayo, intervino como expositor en un Congreso sobre Delitos de Corrupción en San Pablo. Los ponentes asistieron a una visita guiada al Tribunal Federal, cuya sala principal está presidida por un gran crucifijo. Como buen uruguayo, preguntó a la guía cómo se explicaba la presencia de ese símbolo religioso en un edificio público de Brasil, que no tiene religión oficial. La guía contestó que era para recordar a los jueces que no deben juzgar en función de la presión popular, sino de acuerdo al principio de Justicia: precisamente la muerte de Jesús era un símbolo elocuente de la injusticia a la que se llega cuando la autoridad se deja llevar por temor a la multitud.
Afirmar la laicidad de las instituciones es algo muy distinto a negar el papel del cristianismo en la sociedad occidental. Si a alguien le molestara una cruz o una imagen de la Virgen, ¿por qué no cambiar entonces el nombre de las ciudades de Dolores, Mercedes, Carmelo, todas dedicadas a advocaciones de la Virgen? O las de Trinidad, San José,y sin ir más lejos Santa Cruz etc. Por supuesto, se puede, pero sería —por lo menos— ignorar nuestras raíces.