Evangelio (Lc 4, 31-37)
Bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y el sábado se puso a enseñarles. Y se quedaron admirados de su enseñanza, porque su palabra iba acompañada de potestad.
Se encontraba en la sinagoga un hombre que tenía el espíritu de un demonio impuro, que gritó con gran voz:
— ¡Déjanos!, ¿qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!
Y Jesús le conminó:
— ¡Cállate, y sal de él!
Entonces el demonio, arrojándolo al suelo, allí en medio, salió de él, sin hacerle daño alguno. Y todos se llenaron de estupor y se decían unos a otros:
— ¿Qué palabra es ésta, que con potestad y fuerza manda a los espíritus impuros y salen?
Y se divulgaba su fama por todos los lugares de la región.
Comentario
Jesús enseña en la sinagoga de Cafarnaún, una aldea bañada por las aguas del lago de Genesaret. La gente se queda admirada de su doctrina, porque no dice palabras huecas, sino que las confirma con su poder.
Un hombre con un demonio impuro. De su boca sale una gran voz: «¡Déjanos!, ¿qué tenemos que ver contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdernos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!».
Jesús no responde a las preguntas del demonio. No dialoga con él. Con plena autoridad, le manda callar y salir de aquel hombre. Y el demonio obedece y sale sin hacer daño alguno.
La existencia de Satanás y sus ángeles es una verdad revelada por Dios y enseñada por la Iglesia. Buscan cómo perdernos, pero nada hemos de temer, porque quien tiene la autoridad es Jesús, nuestro Dios, que ha entregado su vida por nosotros, para rescatarnos del poder del diablo, del pecado y de la muerte.
Dios pone su autoridad a nuestra disposición, porque nos ama. «A menudo, para el hombre –afirma Benedicto XVI– la autoridad significa posesión, poder, dominio, éxito. Para Dios, en cambio, la autoridad significa servicio, humildad, amor»[1]. Si Dios emplea su autoridad para servir a sus hijos, ¿qué hemos de temer?
Ante la curación de un endemoniado, la gente se pregunta admirada: «¿Qué palabra es ésta, que con potestad y fuerza manda a los espíritus impuros y salen?». ¿Quién es el que pronuncia una palabra así? ¿Quién es este hombre que expulsa a un demonio? Y divulgan la fama de Cristo por todos los lugares de la región.
Los milagros de Jesús nos ayudan a creer que Él es el Mesías, el Hijo de Dios, y a entregarle nuestra vida. Pero solo nos ayudan si tenemos un corazón bien dispuesto por la humildad; también lo hacen si tenemos la buena voluntad de buscar la verdad y desear el bien.
Algunos tienen una fe lánguida, sin apenas consecuencias prácticas en su vida. Nosotros queremos tener una fe viva, que llene de alegría y esperanza nuestra vida en la tierra, que se encarne entregándose a los demás, para construir un mundo más justo, más humano, más cristiano; que nos lance a contagiar con nuestra vida y nuestro testimonio el buen olor de Cristo por todos los lugares, por el mundo entero.
MARIA MAESTRA DE FE
Nuestra Madre nos enseña a estar totalmente abiertos al querer divino, incluso si es misterioso. Por eso, es maestra de fe.
Tras meditar sobre diversos aspectos de la fe a través de la contemplación de la vida de algunas de las grandes figuras del Antiguo Testamento —Abraham, Moisés, David y Elías—, seguimos recorriendo esta historia de nuestra fe también de la mano de los personajes del Nuevo Testamento, donde, con Cristo, la Revelación llega a su plenitud y cumplimiento: «En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo»[1].
Icono perfecto de la fe
«Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley»[2]. En la actitud de fe de la Santísima Virgen se ha concentrado toda la esperanza del Antiguo Testamento en la llegada del Salvador: «en María (…) se cumple la larga historia de fe del Antiguo Testamento, que incluye la historia de tantas mujeres fieles, comenzando por Sara, mujeres que, junto a los patriarcas, fueron testigos del cumplimiento de las promesas de Dios y del surgimiento de la vida nueva»[3]. Al igual que Abraham —«nuestro padre en la fe»[4]—, que dejó su tierra confiado en la promesa de Dios, María se abandona con total confianza en la palabra que le anuncia el Ángel, convirtiéndose así en modelo y madre de los creyentes. La Virgen, «icono perfecto de la fe»[5], creyó que nada es imposible para Dios, e hizo posible que el Verbo habitase entre los hombres.
Nuestra Madre es modelo de fe. «Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cfr. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cfr. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cfr. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cfr. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cfr. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cfr. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cfr. Hch 1, 14; 2, 1-4)»[6].
La Virgen Santísima vivió la fe en una existencia plenamente humana, la de una mujer corriente. «Durante su vida terrena no le fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe. A aquella mujer del pueblo, que un día prorrumpió en alabanzas a Jesús exclamando: "bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron", el Señor responde: "bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica" (Lc 11, 27-28). Era el elogio de su Madre, de su fiat (Lc 1, 38), del hágase sincero, entregado, cumplido hasta las últimas consecuencias, que no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada»[7].
La Santísima Virgen «vive totalmente de la y en relación con el Señor; está en actitud de escucha, atenta a captar los signos de Dios en el camino de su pueblo; está inserta en una historia de fe y de esperanza en las promesas de Dios, que constituye el tejido de su existencia»[8].
Maestra de fe
Por la fe, María penetró en el Misterio de Dios Uno y Trino como no le ha sido dado a ninguna criatura, y, como «madre de nuestra fe»[9], nos ha hecho partícipes de ese conocimiento. «Nunca profundizaremos bastante en este misterio inefable; nunca podremos agradecer suficientemente a Nuestra Madre esta familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima»[10].
La Virgen es maestra de fe. Todo el despliegue de la fe en la existencia tiene su prototipo en Santa María: el compromiso con Dios y el conformar las circunstancias de la vida ordinaria a la luz de la fe, también en los momentos de oscuridad. Nuestra Madre nos enseña a estar totalmente abiertos al querer divino «incluso si es misterioso, también si a menudo no corresponde al propio querer y es una espada que traspasa el alma, como dirá proféticamente el anciano Simeón a María, en el momento de la presentación de Jesús en el Templo (cfr. Lc 2, 35)»[11]. Su plena confianza en el Dios fiel y en sus promesas no disminuye, aunque las palabras del Señor sean difíciles o aparentemente imposibles de acoger.
Por eso, «si nuestra fe es débil, acudamos a María»[12]. En la oscuridad de la Cruz, la fe y la docilidad de la Virgen dan un fruto inesperado. «En Juan, Cristo confía a su Madre todos los hombres y especialmente sus discípulos: los que habían de creer en Él»[13]. Su maternidad se extiende a todo el Cuerpo Místico del Señor. Jesús nos da como madre a su Madre, nos pone bajo su cuidado, nos ofrece su intercesión. Por ese motivo la Iglesia invita constantemente a los fieles a dirigirse con particular devoción a María.
Nuestra fragilidad no es obstáculo para la gracia. Dios cuenta con ella, y por eso nos ha dado una madre. «En esta lucha que los discípulos de Jesús han de sostener —todos nosotros, todos los discípulos de Jesús debemos sostener esta lucha—, María no les deja solos; la Madre de Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros. Siempre camina con nosotros, está con nosotros (...), nos acompaña, lucha con nosotros, sostiene a los cristianos en el combate contra las fuerzas del mal»[14].
De la escuela de la fe, la Virgen es la mejor maestra, pues siempre se mantuvo en una actitud de confianza, de apertura, de visión sobrenatural, ante todo lo que sucedía a su alrededor. Así nos la presenta el Evangelio: «"María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón"[15]. Procuremos nosotros imitarla, tratando con el Señor, en un diálogo enamorado, de todo lo que nos pasa, hasta de los acontecimientos más menudos. No olvidemos que hemos de pesarlos, valorarlos, verlos con ojos de fe, para descubrir la Voluntad de Dios»[16]. Su camino de fe, aunque en modo diverso, es parecido al de cada uno de nosotros: hay momentos de luz, pero también momentos de cierta oscuridad respecto a la Voluntad divina: cuando encontraron a Jesús en el Templo, María y José «no comprendieron lo que les dijo»[17]. Si, como la Virgen, acogemos el don de la fe y ponemos en el Señor toda nuestra confianza, viviremos cada situación cum gaudio et pace —con el gozo y la paz de los hijos de Dios—.
Imitar la fe de María
«Así, en María, el camino de fe del Antiguo Testamento es asumido en el seguimiento de Jesús y se deja transformar por él, entrando a formar parte de la mirada única del Hijo de Dios encarnado»[18]. En la Anunciación, la respuesta de la Virgen resume su fe como compromiso, como entrega, como vocación: «he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra»[19]. Como Santa María, los cristianos debemos vivir «de cara a Dios, pronunciando ese fiat mihi secundum verbum tuum (...) del que depende la fidelidad a la personal vocación, única e intransferible en cada caso, que nos hará ser cooperadores de la obra de salvación que Dios realiza en nosotros y en el mundo entero»[20].
Pero, ¿cómo responder siempre con una fe tan firme como María, sin perder la confianza en Dios? Imitándola, tratando de que en nuestra vida esté presente esa actitud suya de fondo ante la cercanía de Dios: no experimenta miedo o desconfianza, sino que «entra en íntimo diálogo con la Palabra de Dios que se le ha anunciado; no la considera superficialmente, sino que se detiene, la deja penetrar en su mente y en su corazón para comprender lo que el Señor quiere de ella, el sentido del anuncio»[21]. Al igual que la Virgen, procuremos reunir en nuestro corazón todos los acontecimientos que nos suceden, reconociendo que todo proviene de la Voluntad de Dios. María mira en profundidad, reflexiona, pondera, y así entiende los diferentes acontecimientos desde la comprensión que solo la fe puede dar. Ojalá fuera esa —con la ayuda de nuestra Madre— nuestra respuesta.
Imitar a María, dejar que nos lleve de la mano, contemplar su vida nos conduce también a suscitar en quienes tenemos alrededor —familiares y amigos— esa mayor apertura a la luz de la fe: con el ejemplo de una vida coherente, con conversaciones personales, de amistad y confidencia, con la necesaria doctrina, para facilitarles el encuentro personal con Cristo a través de los sacramentos y las prácticas de piedad, en el trabajo y en el descanso. «Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con El por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios»[22].
***
Mirando a María, pidámosle que nos ayude a vivir de fe y reconocer a Jesús presente en nuestras vidas: fe en que nada es comparable con el Amor de Dios que nos ha sido donado; fe en que no hay imposibles para el que trabaja por Cristo y con Él en su Iglesia; fe en que todos los hombres pueden convertirse a Dios; fe en que pese a las propias miserias y derrotas podemos rehacernos totalmente con su ayuda y la de los demás; fe en los medios de santidad que Dios ha puesto en su Obra, en el valor sobrenatural del trabajo y de las cosas pequeñas; fe en que podemos reconducir este mundo a Dios si vamos siempre de su mano. En definitiva, fe en que Dios pone a cada uno en las mejores circunstancias —de salud o de enfermedad, de situación personal, de ámbito laboral, etc.— para que lleguemos a ser santos, si correspondemos con nuestra lucha diaria.
«Jesucristo pone esta condición: que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de remover los montes. Y hay tantas cosas que remover... en el mundo y, primero, en nuestro corazón. ¡Tantos obstáculos a la gracia! Fe, pues; fe con obras, fe con sacrificio, fe con humildad. Porque la fe nos convierte en criaturas omnipotentes: y todo cuanto pidiereis en la oración, como tengáis fe, lo alcanzaréis(Mt 21, 22)»[23]. Impulsados por la fuerza de la fe, decimos a Jesús: «¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame, para creer más y mejor! Y dirigimos también esta plegaria a Santa María, Madre de Dios y Madre Nuestra, Maestra de fe: ¡bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han anunciado de parte del Señor(Lc1, 45)»[24]. «¡Madre, ayuda nuestra fe!»[25].