"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

25 de octubre de 2022

CONSTRUIR EL EDIFICIO DE LA SANTIDAD

 



Evangelio (Lc 13 18-21)


Y decía:


—¿A qué se parece el reino de Dios y con que lo compararé? Es como un grano de mostaza, que tomó un hombre y lo echó en su huerto y creció y llego a hacerse un árbol, y las aves del cielo anidaron en sus ramas.


—Y dijo también:


—¿Con qué compararé el Reino de Dios? Es como la levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina hasta que fermentó todo.


Comentario:


La acción santificadora del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida. El crecimiento de la vida interior es paulatina. Dios cuenta con el tiempo, conoce nuestra fragilidad y las dificultades que van a presentarse en nuestra vida, pero la gracia, su amor, es constante. El bien es difusivo y así es la santidad. El Señor nos pone la imagen de las aves del cielo, que vienen a posarse en las ramas de la semilla de mostaza que se ha hecho árbol. Igual ocurre con los hijos de Dios, si procuran ser fieles. Muchos acudirán a ampararse en el amor de Dios que se manifiesta en sus vidas.


Hemos de perseverar en la lucha, una lucha cotidiana, casi siempre en cosas pequeñas, que deja el alma dispuesta para recibir la semilla divina y dar fruto. No importa que nuestros deseos de santidad sean efímeros e inconstantes. Dios es tan bueno, que con un poquito de buena voluntad, construye el edificio de nuestra santidad. Solía decir san Josemaría que cada vez que hacía un acto de contrición, recomenzaba. Experimentamos constantemente nuestra imperfección, pero lejos de desanimarnos sabemos que nuestra debilidad atrae al amor divino, un amor que le lleva a clamar: "¿Puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del fruto de sus entrañas? ¡Pues aunque ellas se olvidaran, Yo no te olvidaré"[1].


Dios actúa como el fermento en la masa. Aplica a nuestra naturaleza caída los méritos infinitos de su Redención y la transforma, la diviniza. Así hemos de actuar nosotros en medio del mundo: ser fermento en la masa, santificando nuestras ocupaciones diarias, aprovechando esas circunstancias para crecer en santidad y santificar a los demás. La santidad consiste en amar. El fermento del amor hará emerger una nueva civilización, una nueva cultura que alboree en el mundo, llevada a cabo por los hijos de Dios, porque, como afirma el Apóstol: 'la creación espera anhelante la manifestación de los hijos de Dios'[2].


“Él nos escucha y nos responde”


“Et in meditatione mea exardescit ignis” –Y, en mi meditación, se enciende el fuego. –A eso vas a la oración: a hacerte una hoguera, lumbre viva, que dé calor y luz. Por eso cuando no sepas ir adelante, cuando sientas que te apagas, si no puedes echar en el fuego troncos olorosos, echa las ramas y la hojarasca de pequeñas oraciones vocales, de jaculatorias, que sigan alimentando la hoguera. –Y habrás aprovechado el tiempo. (Camino, 


Cuando se quiere de verdad desahogar el corazón, si somos francos y sencillos, buscaremos el consejo de las personas que nos aman, que nos entienden: se charla con el padre, con la madre, con la mujer, con el marido, con el hermano, con el amigo. Esto es ya diálogo, aunque con frecuencia no se desee tanto oír como explayarse, contar lo que nos ocurre. Empecemos a conducirnos así con Dios, seguros de que Él nos escucha y nos responde; y le atenderemos y abriremos nuestra conciencia a una conversación humilde, para referirle confiadamente todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada. Porque habremos comprobado que todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Celestial.


Así, casi sin enterarnos, avanzaremos con pisadas divinas, recias y vigorosas, en las que se saborea el íntimo convencimiento de que junto al Señor también son gustosos el dolor, la abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca de su Padre! Por eso, suceda lo que suceda, estoy firme, seguro contigo, Señor y Padre mío, que eres la roca y la fortaleza. (Amigos de Dios, nn. 245-246)