Evangelio (Lc 12, 13-21)
En aquel tiempo, le dijo uno de la gente: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia».
Él le dijo: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?».
Y les dijo: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes».
Y les propuso una parábola: «Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha”.
Y se dijo: “Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”.
Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?”.
Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios».
Para tu oración personal
La relación con Dios en nuestra oración está íntimamente unida a todas nuestras acciones en la vida cotidiana. Lo señaló Jesús en su predicación y lo recordaba siempre san Josemaría.
obstáculo insuperable en el amor a Dios y en nuestro camino de identificación completa con él, nos llena de esperanza. Y nos llena también de estupor: ¿cómo es posible que sea verdad ese grito —una vez más de san Pablo— que asegura que nada «podrá separarnos del amor de Dios, que está en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,39)?
La respuesta, que solo la oración nos permite percibir de modo completo, se encuentra en la primacía de la iniciativa divina: es Dios quien nos busca y nos atrae. El apóstol Juan, ya en los últimos años de su vida, lo recordaba con emoción: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). Hacer oración es, pues, hacerse conscientes de que estamos en buenas manos y que nuestro amor –siempre imperfecto— es solo correspondencia al amor de Dios que nos precede, nos acompaña y nos sigue. La contemplación de ese amor es el mayor estímulo para recorrer ese plano inclinado de la identificación profunda con Jesucristo.
Para crecer siempre en el amor
Normalmente, en la vida cristiana, el paso del tiempo va unido al crecimiento personal. Por ello, la correspondencia al amor de Dios que ansiamos en la oración se suele manifestar en deseos de mejora, en un anhelo firme de apartar de nosotros lo que nos aparte de Cristo. De ahí que, quizá con relativa frecuencia, se nos haya enseñado a hacer oración de examen, pidiendo luz para detectar lo que no es propio de nuestra condición de hijos de Dios; hemos aprendido a formular propósitos concretos para –contando siempre con la ayuda de la gracia– aspirar a agradar al Señor, superando aspectos de nuestra vida que nos apartan aunque sea poco de él.
Sabemos muy bien que ese examen y esos propósitos no son un modo de querer conquistar las cosas por nuestra cuenta, sino que se trata de la manera verdaderamente humana de amar: quien desea agradar en todo a la persona amada se esfuerza por alcanzar la mejor versión de sí mismo. Sabiendo que Dios nos quiere como somos, deseamos amarle como él merece. Por eso buscamos, con una saludable tensión, luchar cada día un poco. No queremos caer en la tentación –¡tan fácil!– de justificar nuestras debilidades, olvidando que con su muerte y resurrección Cristo nos ha obtenido la gracia suficiente para vencer nuestros pecados[2].
Cuando san Josemaría era un joven sacerdote, muchos obispos le pedían que predicara durante días de retiro espiritual o ejercicios espirituales. Entonces, algunos le acusaron de predicar «ejercicios de vida y no de muerte»[3]. Estaban acostumbrados a que, en aquellas jornadas, se reflexionase sobre todo en el destino eterno de cada uno y se sorprendían de que san Josemaría hablase también muy ampliamente sobre cómo vivir coherentemente la propia vocación. Esto pone de manifiesto una importante característica de la misión del Opus Dei: enseñar a materializar la vida espiritual, evitando que la oración se convierta en una dimensión independiente y aislada en la vida de las personas; o, como dice san Josemaría, «apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas»[4].
Aunque en nuestros ratos de oración no siempre experimentemos sensiblemente el amor de Dios –algunas veces sí que lo haremos– en realidad está allí siempre presente y operante. Si a ese amor sumamos la lucha en lo que el Señor nos vaya indicando, nuestra vida –nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestras intenciones, nuestras obras– se transformará progresivamente. Llegaremos a ser para los demás Cristo que pasa, ipse Christus.
Amarle en el prójimo
En una ocasión, un escriba preguntó a Jesús: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?». Recordamos muy bien su respuesta: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y primer mandamiento. El segundo es como este: amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,36-38). De esta manera, con pocas palabras, Jesús explicó para siempre la unión del amor a Dios con el amor al prójimo. Y se trata de una enseñanza que el Señor quiso seguir insistiendo hasta los últimos instantes antes de subir definitivamente al cielo. Incluso cuando, ya resucitado, se encuentra con Pedro a orillas del mar de Galilea, Jesús responde a las promesas de amor de quien fuera el primer Papa con un invariable: «Apacienta mis ovejas» (cf. Jn 21,15-17).
El motivo último de la unión de ambos mandamientos y, por tanto, de la necesidad de aprender a amar a Cristo en los demás, la encontramos explicado por el mismo Jesús con gran fuerza en la descripción que hace del juicio final. Allí pone de manifiesto que la razón se encuentra en la unión profunda que él ha establecido con cada hombre: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber» (Mt 25,35). En efecto, como enseña el Concilio Vaticano II, «el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre»[5]. Es imposible amarle sin amar también al prójimo, sin aprender a amarle también en el prójimo.
La oración, cuando es auténtica, nos lleva a preocuparnos de los demás; de los que tenemos más cerca y de los que más sufren. Nos lleva a saber convivir con todos y a dar cabida en nuestro corazón también a los que no piensan como nosotros, procurando siempre su bien, con frecuentes detalles de servicio. En ella encontramos fuerzas para perdonar y luces para amar cada vez mejor y de modo más concreto a todos, saliendo de nuestros egoísmos y comodidades, sin temor a complicarnos santamente la vida. Como nos recuerda el papa Francisco, «el mejor modo de discernir si nuestro camino de oración es auténtico será mirar en qué medida nuestra vida se va transformando a la luz de la misericordia»[6]. Adquirir un corazón compasivo y misericordioso, como el de Jesús —imagen perfecta del corazón del Padre— es el fruto último de nuestra vida de oración, señal cierta de nuestra identificación con Cristo.