"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

12 de octubre de 2022

Virgen del Pilar: «¡Señora, que sea!»




Evangelio (Lc 11,42-46)


«Pero, ¡ay de vosotros, fariseos, que pagáis el diezmo de la menta, de la ruda y de todas las legumbres, pero despreciáis la justicia y el amor de Dios! ¡Hay que hacer esto sin descuidar lo otro!


¡Ay de vosotros, fariseos, porque apetecéis los primeros asientos en las sinagogas y que os saluden en las plazas!


¡Ay de vosotros, que sois como sepulcros disimulados, sobre los que pasan los hombres sin saberlo!


Entonces, cierto doctor de la Ley, tomando la palabra, le replica:


—Maestro, diciendo tales cosas nos ofendes también a nosotros.


Pero él dijo:


—¡Ay también de vosotros, los doctores de la Ley, porque imponéis a los hombres cargas insoportables, pero vosotros ni con uno de vuestros dedos las tocáis!».


Comentario


Nos dice el Evangelio según san Juan que Jesús veía en los corazones de las personas que le seguían o alababan, y que sabía si realmente creían en él o no. En todas nuestras acciones hay algo que se ve y algo que no se ve, algo que queda oculto a los ojos de los hombres: nuestras intenciones y deseos, lo que nos mueve y lo que buscamos. Por eso, todos somos capaces de entender perfectamente de qué está hablando Jesús en el evangelio de hoy. No podemos decir que sus palabras vayan dirigidas al de al lado, pero no a nosotros. Porque, incluso a pesar de tener grandes y nobles deseos, ¿acaso no admitiremos que a veces hemos obrado simplemente para quedar bien ante los que nos veían?


Jesús habla de la justicia y del amor de Dios. Parecen palabras sencillas y claras. Pero las realidades a las que se refieren son muy profundas. Porque la justicia de Dios no se reduce a lo que nosotros entendemos por justicia. Ni el amor de Dios es como nuestro amor, tan frágil y limitado. Jesús echaba en cara a aquellos hombres “sabios” que no conocían la Ley, ya que su esencia era la justicia y era el amor, y esto era precisamente lo que no vivían.


¡Ojalá nuestras obras siempre saliesen de un corazón deseoso de justicia y lleno de amor de Dios! Esto quiere decir que las obras que sirven realmente para la vida y que transforman el mundo son las que salen de un corazón que quiere ser santo. La justicia de Dios es constancia en sus promesas, perseverancia en su amor, misericordia eterna. El Señor nos anima a ser humildes; a manifestar lo que somos y cómo estamos, para poder ser sanados; a amar como nos gustaría ser amados; a no exigir a otros algo que nosotros no estamos dispuestos a hacer. El orgullo y el fingimiento son como un muro que repele la gracia. Además, de nada nos servirá cara a la otra vida parecer irreprochables ante los hombres si realmente no deseamos e intentamos serlo, porque lo que mira y pesa Cristo, que es el que nos juzgará en su día, son los corazones.



 A orillas del Ebro se levanta en Zaragoza la espléndida basílica del Pilar, en el sitio donde, en época musulmana, hubo un templo dedicado a Santa María. 


Comienza su construcción en tiempos del Renacimiento, atraviesa el barroco y remata, en pleno siglo XVIII, con soluciones neoclásicas. Dentro de la basílica está la Santa Capilla de Nuestra Señora del Pilar, magnífico estuche que encierra la columna en donde, según cuenta la tradición, posó sus plantas la Virgen.


Ese pilar está forrado de bronce y plata, y sostiene una estatuilla que representa a una Virgen de abultado manto con el Niño en brazos. Desde su llegada al seminario de Zaragoza, Josemaría se impuso la grata costumbre de visitar el Pilar, recortando los ratos libres entre clases. Y, mientras estuvo en Zaragoza, como refiere, vivió esa costumbre a diario:


La devoción a la Virgen del Pilar comienza en mi vida, desde que con su piedad de aragoneses la infundieron mis padres en el alma de cada uno de sus hijos. Más tarde, durante mis estudios sacerdotales, y también cuando cursé la carrera de Derecho en la Universidad de Zaragoza, mis visitas al Pilar eran diarias (1).


Al ir de visita a la basílica del Pilar tendría, frecuentemente, que guardar cola con los demás fieles, antes de besar el trozo de la columna al descubierto, desgastado por los labios de generaciones y generaciones de cristianos. Allí, en la Santa Capilla, repetía sus insistentes jaculatorias: Domine, ut sit!, ¡que sea eso que Tú quieres, que yo no sé qué es! Y lo mismo a la Santísima Virgen: Domina, ut sit! (2).


No contento con besar la columna, deseaba acercarse a la imagen. Según cuenta, meses antes se había valido de una treta para conseguirlo, porque no estaba permitido besar el manto con que revestían a la imagen nada más que a los niños o a las autoridades:


Como tenía buena amistad con varios de los clérigos que cuidaban de la Basílica, pude un día quedarme en la iglesia después de cerradas las puertas. Me dirigí hacia la Virgen, con la complicidad de uno de aquellos buenos sacerdotes ya difunto, subí las pocas escaleras que tan bien conocen los infanticos y, acercándome, besé la imagen de nuestra Madre (3).


En su habitación, en San Carlos, tenía Josemaría una reproducción en yeso de dicha imagen. No valía gran cosa. Provenía del familiar del cardenal Soldevila, y a ella acudía pidiendo, de manera incesante, su mediación para que se realizara cuanto antes la Voluntad divina:


A una sencilla imagen de la Virgen del Pilar confiaba yo por aquellos años mi oración, para que el Señor me concediera entender lo que ya barruntaba mi alma. Domina! —le decía con términos latinos, no precisamente clásicos, pero sí embellecidos por el cariño—, ut sit!, que sea de mí lo que Dios quiere que sea (4).


No la volvió a ver hasta 1960


Tan machacona era su oración, que terminó grabando la jaculatoria con la punta de un clavo en la base de la estatuilla. En Zaragoza quedó aquella imagen cuando Josemaría tuvo que salir de allí. 


Y no la volvió a ver hasta 1960, en Roma, cuando una de sus hijas en el Opus Dei le enseñó una estatua de la Virgen del Pilar, que había estado hasta entonces en casa de unos parientes suyos de Zaragoza. Se la enviaban porque había sido suya:


Padre, ha llegado aquí una imagen de la Virgen del Pilar, que tenía usted en Zaragoza. Le respondí: no, no me acuerdo. Y ella: sí, mírela; hay una cosa escrita por usted. Era una imagen tan horrible, que no me pareció posible que hubiese sido mía. Me la mostró y, debajo de la imagen, con un clavo, estaba escrito sobre el yeso: Domina, ut sit!, con una admiración, como suelo poner siempre las jaculatorias que escribo en latín. ¡Señora, que sea! Y una fecha: 24 5 924.


Y es que muchas veces, hijos míos, el Señor me humilla. Mientras a menudo me da claridad abundante, otras muchas veces me la quita, para que no tenga ninguna seguridad en mí. Entonces viene, y me ofrece una dedada de miel. Yo os había hablado de esos barruntos muchas veces, aunque en ocasiones pensaba: Josemaría, eres un engañador, un mentiroso... Aquella imagen era la materialización de mi oración de años, de lo que os había contado tantas veces (5).


Textos extraídos de Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, (I): ¡Señor, que vea!, Ed. Rialp, Madrid, 2002


Notas


(1) La Virgen del Pilar, artículo publicado en AA. VV., Libro de Aragón, Zaragoza 1976, pp. 97 y ss. También hay referencias en otros escritos; por ejemplo: Durante el tiempo que pasé en Zaragoza haciendo mis estudios sacerdotales [...], mis visitas al Pilar eran por lo menos diarias (Recuerdos del Pilar, artículo publicado en “El Noticiero”, periódico de Zaragoza, 11 X 1970). Cfr. también Álvaro del Portillo, Sum. 142.


(2) Carta 29 XII 1947/14 II 1966, n. 19


(3) “Recuerdos del Pilar” (en “El Noticiero”, Zaragoza, 11 X 1970); cfr. también AGP, P03 1978, pp. 21 22.


(4) J. Escrivá de Balaguer, La Virgen del Pilar, en Libro de Aragón, ob. cit., p. 97.


(5) AGP, P03 1975, pp. 222 223; cfr. también Álvaro del Portillo, Sum. 141; Javier Echevarría; Sum. 2556; Jesús Alvarez Gazapo, Sum. 4281.


El primo, Pascual Albás Llanas, atestigua: «Aquella imagen provenía de la casa de D. Carlos Albás, y Manolita, su sobrina, se la entregó a mi mujer» (Pascual Albás, AGP, RHF, T 02848, p. 2).


Entre otros relatos del mismo suceso, cfr., por ejemplo, el de Encarnación Ortega: «Aprovechando un viaje de Roma a España [...], Mercedes Morado, en aquel momento Secretaria de la Asesoría Central de la Sección de mujeres de la Obra, recogió en Zaragoza —entregada por unos familiares de nuestro Padre— una imagen de la Virgen del Pilar de escayola que había pertenecido a nuestro Fundador.


En cuanto llegó a Roma quisimos entregársela al Padre:


— “Padre”, le dijimos, “ha llegado aquí una imagen de la Virgen del Pilar, que tenía usted en Zaragoza”.


Nuestro Padre respondió que no recordaba la imagen y yo le insistí:


— “Sí, mírela, hay una cosa escrita por usted”.


Le mostré la base de la imagen donde se podía leer una jaculatoria escrita con un clavo: Domina, ut sit!, seguida de una fecha: 24 5 924. Las palabras latinas se cerraban con una admiración, como acostumbraba a poner nuestro Padre siempre que escribía una jaculatoria en latín.