- Pedro y Pablo, columnas de la fe.
- Eran distintos, pero los unía el Evangelio.
- Somos piedras vivas del templo que es la Iglesia.
LAS VIDAS DE san Pedro y san Pablo están entrelazadas por el amor a Jesucristo y por un mismo afán evangelizador. Aunque poseían un origen, un temperamento y una formación muy distintos, a partir de la llamada del Señor dedicaron sus mejores energías a dar testimonio por toda la tierra de la alegría que habían recibido, cada uno con su peculiar misión y estilo: Pedro como cabeza de la Iglesia, Pablo como apóstol de las gentes.
Se conocieron en Jerusalén, cuando Pablo visitó a los apóstoles tres años después de su conversión (cfr. Gal 1,15-18). Allí convivieron apenas unos pocos días. Es posible que posteriormente coincidieran en Roma, cuando Pablo fue encarcelado en la capital del Imperio. Sabemos que ambos dieron en esta ciudad su máximo testimonio de amor a Cristo en el martirio: Pedro fue crucificado; Pablo, decapitado. En la ciudad eterna reposan hoy sus reliquias en las basílicas dedicadas a ellos. Así se recoge hacia el año 200 en el testimonio del sacerdote romano Gayo: «Yo te puedo mostrar los restos de los apóstoles; pues, ya te dirijas al Vaticano, ya a la vía Ostiense, hallarás los trofeos de quienes fundaron aquella Iglesia»[1].
Hoy contemplamos lo que Dios puede hacer con quienes se abren generosamente a su acción. «¡Ánimo! Tú... puedes –escribía san Josemaría–. ¿Ves lo que hizo la gracia de Dios con aquel Pedro dormilón, negador y cobarde... con aquel Pablo perseguidor, odiador y pertinaz?»[2]. «La tradición cristiana siempre ha considerado inseparables a san Pedro y a san Pablo: juntos, en efecto, representan todo el Evangelio de Cristo»[3]. Ambos son fundamento de la Iglesia, símbolos de su unidad y columnas de la fe. Por este motivo, la Iglesia ha unido en un mismo día la Dedicación de las basílicas romanas de san Pedro y san Pablo, edificadas sobre sus tumbas.
DELANTE DE LA fachada de la basílica de San Pedro están colocadas dos grandes estatuas, fácilmente reconocibles por lo que llevan en sus manos: las llaves entre las de Pedro, y la espada entre las de Pablo.
El símbolo de las llaves –que Pedro recibe de Cristo– representa su autoridad. El Señor le promete que, como fiel administrador de su mensaje, a él le corresponderá abrir la puerta del reino de los cielos (cfr. Ap 3,7). La espada que Pablo porta en sus manos es el instrumento con el que fue asesinado. Sin embargo, leyendo sus cartas descubrimos que la imagen de la espada también evoca su misión evangelizadora. Cuando siente que se acerca su muerte, escribe a su discípulo Timoteo: «He luchado el noble combate» (2 Tm 4,7). Pablo ha sido denominado el decimotercer apóstol, pues, aunque no formaba parte del grupo de los doce, fue llamado por Cristo Resucitado en el camino de Damasco.
Humanamente eran muy distintos y probablemente no faltaron diferencias en su relación. Pero estas no fueron obstáculo para que uno y otro muestren «un modo nuevo de ser hermanos, vivido según el Evangelio, un modo auténtico hecho posible por la gracia del Evangelio de Cristo que actuaba en ellos»[4]. Así lo expresaba San Josemaría: «Querría –ayúdame con tu oración– que, en la Iglesia Santa, todos nos sintiéramos miembros de un solo cuerpo, como nos pide el Apóstol; y que viviéramos a fondo, sin indiferencias, las alegrías, las tribulaciones, la expansión de nuestra Madre, una, santa, católica, apostólica, romana. Querría que viviésemos la identidad de unos con otros, y de todos con Cristo»[5].
AL DEDICAR un templo al culto, ese edificio deja de ser un lugar corriente para transformarse en un espacio sagrado, que tendrá como fin dar gloria a Dios. La parte central del rito de dedicación es la consagración del altar que, estando totalmente desnudo, es ungido con el crisma en el centro y en sus cuatro ángulos. A continuación, se inciensa, y se viste con los manteles, las flores, los cirios y la cruz. El celebrante, con una vela encendida en la mano, invoca a la «luz de Cristo», de modo análogo a como se hace durante la Vigilia Pascual.
A imagen de un templo, todos los cristianos hemos sido consagrados a Dios en nuestro Bautismo, hemos sido ungidos en el pecho con el santo crisma. También a nosotros se nos ha entregado una vela, encendida a partir de la llama del cirio pascual, para que seamos fuentes de luz en el mundo. Podemos cooperar con entusiasmo a la edificación de la Iglesia porque somos «piedras vivas» (1 P 2,5) de este edificio sobrenatural. Estos dos testigos de la fe son admirables no tanto por poseer unas capacidades inigualables, sino más bien porque en el centro de su historia «está el encuentro con Cristo que cambió sus vidas. Experimentaron un amor que los sanó y los liberó y, por ello, se convirtieron en apóstoles y ministros de liberación para los demás»[6].
«Pedro conoció personalmente a María y, en diálogo con ella, especialmente en los días que precedieron Pentecostés (cf. Hch 1,14), pudo profundizar el conocimiento del misterio de Cristo. Pablo, al anunciar el cumplimiento del designio salvífico “en la plenitud del tiempo”, no dejó de recordar a la “mujer” de la que el Hijo de Dios había nacido en el tiempo (cfr. Gal 4,4)»[7]. Les pedimos a ella que, a ejemplo de san Pedro y san Pablo, abracemos en nuestra vida la aventura de edificar la Iglesia.