- El testimonio del martirio.
- Mártires en lo ordinario.
- La fecundidad de la vida de un apóstol en el mundo.
JESÚS HABÍA RESPONDIDO varias preguntas de sus oyentes cuando, casi al final, uno de ellos comienza a elogiar la belleza del Templo de Jerusalén. El Señor toma pie del comentario para, sorprendentemente, hablar de su futura destrucción y, con mayor misterio todavía, para decir algunas cosas sobre el fin de los tiempos. Este discurso escatológico de Cristo –es decir, sobre lo que sucederá al final– no pasó desapercibido a ninguno de los evangelistas, pues lo encontramos en los tres evangelios sinópticos; y es lo que la liturgia de la Iglesia nos propone reflexionar esta semana, en los últimos días del tiempo ordinario.
No sabremos cuándo llegará el final, Dios mismo no ha querido revelarlo. Pero el Evangelio de hoy nos impulsa a «dar testimonio» en todo tiempo y en cualquier circunstancia, permaneciendo siempre en actitud de espera. El martirio es el mayor testimonio de fe en Jesucristo. De hecho, la palabra mártir proviene del griego y significa «testimonio». Jesús no es ajeno a que, desde los inicios del cristianismo hasta nuestros días, algunos hermanos nuestros sufrirán esta persecución: «Os echarán mano y os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, llevándoos ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: esto os sucederá para dar testimonio» (Lc 21,12-13).
«Los mártires son los que sacan adelante la Iglesia, los que han sostenido la Iglesia y la sostienen hoy (...). Muchos cristianos en el mundo hoy son bienaventurados porque son perseguidos, insultados, encarcelados. Hay tantos en la cárcel solo por llevar una cruz o por confesar a Jesucristo. Esa es la gloria de la Iglesia, nuestro apoyo y también nuestra humillación (...). En los primeros siglos de la Iglesia un antiguo escritor decía: “La sangre de los mártires es semilla de los cristianos”. Ellos con su martirio, con su testimonio, con su sufrimiento, también dando la vida, ofreciendo la vida, siembran cristianos para el futuro»1.
«ESTE MUNDO en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones»2. El resplandor de una vida cristiana humilde y alegre es fuente de esperanza para nuestro mundo. Cada esfuerzo que, unidos a Dios, llevamos a cabo en nuestra jornada, es ocasión para dar testimonio; en las cosas del día a día podemos permanecer cerca de todos los cristianos, especialmente de quienes sufren dificultades y nos necesitan.
San Josemaría recordaba que «el modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina»3.
Es probable que la llamada de Dios a cada uno de nosotros sea la de vivir coherentemente la fe en cualquier circunstancia: en nuestro trabajo, en nuestra familia, con nuestros amigos; quizá el martirio al que estamos llamados será constante, en las cosas ordinarias hechas con cariño, mientras procuramos hacer felices a los demás. «Quieres ser mártir. Yo te pondré un martirio al alcance de la mano: ser apóstol y no llamarte apóstol, ser misionero –con misión– y no llamarte misionero, ser hombre de Dios y parecer hombre de mundo: ¡pasar oculto!»4.
QUÉ SORPRESAS nos deparará el final de nuestra vida, cuando descubramos el inmenso bien que hemos hecho durante los años que Dios nos ha regalado aquí en la tierra. Descubriremos con asombro los frutos de nuestro testimonio cristiano, que muchas veces pensamos que pasa desapercibido o incluso nos engañamos pensando que no es fecundo. Al final veremos que nuestro apostolado ha sido mucho más eficaz de lo que nos parece.
San Pedro, en una de sus cartas, aseguraba a los primeros cristianos: «¿Quién podrá haceros daño, si sois celosos del bien? De todos modos, si tuvierais que padecer por causa de la justicia, bienaventurados vosotros: No temáis ante sus intimidaciones, ni os inquietéis, sino glorificad a Cristo Señor en vuestros corazones» (1 P 3,13-15). La lealtad que Dios espera implica, de una parte, la convicción de que estamos muy protegidos siempre por él; y, de otra, el deseo de perseverar en nuestro testimonio humilde y escondido.
No vale la pena detenerse en los obstáculos del camino. «El desaliento es enemigo de tu perseverancia –escribe san Josemaría–. Si no luchas contra el desaliento, llegarás al pesimismo, primero, y a la tibieza, después. Sé optimista»5. No sabemos cuándo llegará el final, pero en la tierra podemos estar siempre alegres porque, incluso en las dificultades, sabemos que Dios es el Señor de la historia. Y queremos que el mundo sea más de Dios con la esperanza de ver, al final de los tiempos, a nuestra Madre, María, que nos espera.