"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

21 de diciembre de 2022

Bendita tú entre las mujeres

 



Evangelio (Lc 1, 39-45)


Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:


—Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada la que ha creído, porque se cumplirán las cosas que se le han dicho de parte del Señor.


PARA MEDITAR


«MARÍA se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá» (Lc 1,39); intuye que su prima la necesita y corre hacia ella, sin detenerse. Qué suerte la de Isabel al tener una pariente así: tan dispuesta, tan sensible, tan dócil a las necesidades de los demás. «¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?» (Lc 1,43). Quizá también nosotros podemos dirigir una oración así al Señor: ¿por qué tengo tanta suerte de conocerte, Señor, de poder estar conversando ahora contigo, de tenerte en mi alma? Le pedimos a santa Isabel, que recibió la primera visita del Mesías encarnado, que nos ayude a agradecer a Dios sus delicadezas con cada uno de nosotros. Y eso, al mismo tiempo, nos lleva a querer, como santa María, salir deprisa para compartir este regalo con muchas almas.


Isabel se emocionó cuando llegó su prima. Algo se movió en lo profundo de su alma. Se llenó del Espíritu Santo. Ya desde los primeros compases de la nueva alianza, Dios inunda con su gracia a las almas que se dejan acariciar por ella. Sabemos, entonces, que María era la llena de gracia y que Isabel se llenó del Espíritu Santo. Es impresionante esta capacidad del corazón humano de contener a Dios. A san Josemaría le sobrecogía la grandeza e infinitud de un Creador que quiere estar tan cerca de nosotros: «¡Qué grande eres, y qué hermoso, y qué bueno! Y yo, qué tonto soy, que pretendía entenderte. ¡Qué poca cosa serías, si me cupieras en la cabeza! Me cabes en el corazón, que no es poco»[1].


ANTE LA GRANDEZA de la misión que habían recibido, estas dos primas no se echan para atrás, asustadas. No se dejan llevar por el miedo al fracaso ni por la angustia. Confían plenamente en Dios. Están agradecidas. No se ven rodeadas más que por dones y se vuelcan en acción de gracias, sin pensar demasiado en las dificultades que ya han tenido o que inevitablemente llegarán.


Así aparecen estas dos madres: serenas, alegres, agradecidas. Se saben queridas por Dios y eso las impulsa muy por encima de lo humanamente razonable. María e Isabel están entusiasmadas. Sus hijos, cada uno de un modo distinto, van a marcar un antes y un después en la historia de la humanidad. Ellas no se preocupan demasiado de cómo se va a llevar a cabo todo eso, están convencidas de que Dios lo hará muy bien. «Bienaventurada eres porque has creído, dice Isabel a nuestra Madre. —La unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas: María lleva la alegría al hogar de su prima, porque “lleva” a Cristo»[2].


BENDITA tú entre las mujeres» (Lc 1,42). Esta es posiblemente una de las frases más repetidas de la historia. La pronunciamos en cada avemaría, junto a todos los cristianos del mundo y de todos los tiempos. Y los años han confirmado que Isabel no se equivocaba. Quien se fía de Dios es más feliz. Las únicas promesas que son seguras, que no son frágiles, son las del Señor. Como en la vocación de María, también en la historia de Isabel podemos ver que la alegría tiene una importante presencia: Juan salta de gozo en el vientre de su madre por la presencia de Jesús.


A nosotros nos gustaría también saltar de gozo continuamente. Quisiéramos sentir hasta físicamente la presencia de Cristo, su cercanía. Ciertamente, santa Isabel había rezado durante muchos años antes de estos sucesos. Quizá ya había asumido que no tendría hijos. Es entonces cuando Dios interviene en su vida convirtiéndola en madre del más grande entre los nacidos de mujer (cfr. Mt 11,9). Así es Dios y lo mismo hace en nuestra vida. Donde parece que nos falta es donde nos bendice. Donde no llegamos nosotros, él desborda su gracia. Donde nos rendimos a su Providencia, comprobamos que sus planes son los mejores, más emocionantes y ambiciosos. «Dios llega gratis. Su amor no es negociable: no hemos hecho nada para merecerlo y nunca podremos recompensarlo»[3].


Quién iba a imaginarse seis meses antes que su prima iba a ser la madre del Mesías y que ella sería la del precursor. Cuántas veces nuestra fe es puesta a prueba por unas circunstancias adversas o por nuestros deseos de querer considerar todas las variables y las posibilidades del futuro. Podemos pedir a Isabel y a santa María que nos ayuden a dar gracias con su misma alegría. «¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?» (Lc 1,43).