Evangelio (Lc 2, 22-35)
Había por entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Este hombre, justo y temeroso de Dios, esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver al Cristo del Señor. Así, vino al Templo movido por el Espíritu. Y al entrar los padres con el niño Jesús, para cumplir lo que prescribía la ley sobre él, lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo:
— Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos: luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel.
Su padre y su madre estaban admirados por las cosas que se decían de él.
Simeón los bendijo y le dijo a María su madre:
— Mira, éste ha sido puesto para la ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción -y a tu misma alma la traspasará una espada-, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones.
PARA TU ORACION
EL ESPÍRITU SANTO ha revelado a Simeón que no morirá hasta haber visto al Mesías. No es fácil imaginar la manera mediante la cual se lo comunicó. Podemos decir que Simeón tiene una vocación a la esperanza y, en cierto sentido, también nosotros estamos llamados a ella. Todos esperamos ver las obras del Mesías: su gracia que sana, la alegría y el gozo de la redención ya en esta tierra. En Simeón, todos hemos recibido una promesa de salvación que se cumple aquí abajo, en esta tierra, para nuestros ojos y para nuestros oídos. El Mesías no está lejos; ha bajado, se ha hecho uno de nosotros, podemos tocarlo.
Tampoco sabemos cómo descubrió Simeón al Niño. No se habla en el evangelio de ningún signo exterior. Todo parece indicar que fue el mismo Espíritu el que impulsó a Simeón a encontrarlo. Allí estaban María y José con su primogénito. Era inaudito que Dios se hiciera un niño, era impensable que Dios fuera hijo de una joven aparentemente tan normal. Nada la diferenciaba de las otras mujeres que les rodeaban, que también acudirían con sus hijos primogénitos para purificarse. María, aunque no lo necesitaba, ahí estaba, como una más, cumpliendo por amor y no por obligación los mandatos del Señor. De la misma manera, su hijo, Jesús, tampoco tenía por qué pagar por los pecados de los hombres, pero cargó con nuestras debilidades.
Nos puede desconcertar la forma en que Dios se mostró y se nos muestra cada día. Podemos ceder a la dispersión y no descubrirlo cuando pasa cerca de nosotros. Muchos le confundieron con uno más de los habitantes de Nazaret, uno de tantos visitantes del templo. La venida del Mesías y su plan para salvar a todos los hombres son discretos, profundos y delicados. Dios no se impone y por eso ha querido tomar nuestra carne. Podemos pedir a Dios que, como Simeón, abramos los ojos para contemplar la redención que está en marcha.
«AHORA, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación» (Lc 2,29-30). ¿Estamos atentos para descubrir la salvación de Dios, su acción escondida y silenciosa, en todo lo que nos rodea? En la Misa participamos de manera directa en la salvación llevada a cabo por Jesús. Tocamos su gracia y nos apropiamos de sus méritos. Comemos su cuerpo y bebemos su sangre, de la que «una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero»[1].
Simeón vio solamente una vez al Niño. Toda una vida de espera mereció la pena por ese instante. A nosotros, en cambio, nos puede suceder que, como Dios ha querido venir tan cerca en la Eucaristía, nos hayamos acostumbrado a tocar la salvación. Nos parece demasiado normal, demasiado parecido cada día. A veces nos gustaría una puesta en escena más espectacular. Frente a esa tentación podemos imitar a los pastores que estaban en vela cerca de Belén. Eran «personas que estaban a la espera de Dios y que no se resignaban a su aparente lejanía de su vida cotidiana. A un corazón vigilante se le puede dirigir el mensaje de la gran alegría: en esta noche os ha nacido el Salvador. Sólo el corazón vigilante es capaz de creer en el mensaje. Sólo el corazón vigilante puede infundir el ánimo de encaminarse para encontrar a Dios en las condiciones de un niño en el establo»[2].
«¡Cuántos años comulgando a diario! –Otro sería santo –me has dicho–, y yo ¡siempre igual!»[3]. Estamos convencidos de que lo divino es arrollador, entusiasmante, y por eso nos puede causar dolor nuestra aparente frialdad. Pero Dios cuenta también con ello. Simeón, por ejemplo, se preparaba todos los días para recibir al Mesías; cada vez tenía más ganas de verlo, cada día podía ser decisivo. El santo cura de Ars nos prevenía ante la nostalgia de lo extraordinario: «Más dichosos que los santos del Antiguo Testamento, no solamente poseemos a Dios por la grandeza de su inmensidad, en virtud de la cual se halla en todas partes, sino que le tenemos con nosotros como estuvo en el seno de María durante nueve meses, como estuvo en la cruz. Más afortunados aún que los primeros cristianos, quienes hacían cincuenta o sesenta leguas de camino para tener la dicha de verle; nosotros le poseemos en cada parroquia, cada parroquia puede gozar a su gusto de tan dulce compañía. ¡Oh, pueblo feliz!»[4].
LA ESPADA clavada en el corazón de la Madre de Jesús es el contrapunto desgarrador en una escena donde todo rezuma alegría y esperanza. Es la sombra que pone de relieve lo real de la escena. «María, en cambio, ante la profecía de la espada que le atravesará el alma, no dice nada. Acoge en silencio, al igual que José, esas palabras misteriosas que hacen presagiar una prueba muy dolorosa y expresan el significado más auténtico de la presentación de Jesús en el templo. En efecto, según el plan divino, el sacrificio ofrecido entonces de “un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley” (Lc 2, 24), era un preludio del sacrificio de Jesús»[5].
Nuestra vida también es un cuadro con luces y sombras, un entretejerse de esperanza y desánimo, de lucha y derrotas. Dios lo sabe y en esa aparente fragilidad es donde aparece más cercano. Dios rechaza decididamente la ficción de un mundo perfecto, acabado y sin problemas; se encuentra en la fragilidad de lo cotidiano, en lo que parece sin brillo. Esa apuesta divina por la normalidad puede extrañar a muchas almas pero es la consecuencia de su opción por la libertad. Dios no levanta la voz, no fuerza la entrada en nuestras vidas. La señal que nos ofrece la Navidad es «la humildad de Dios llevada hasta el extremo (...). Dios que nos mira con ojos llenos de afecto, que acepta nuestra miseria, Dios enamorado de nuestra pequeñez»[6].
La Virgen, nuestra Madre, también aprendió a descubrir a Dios en su hijo recién nacido. Sus lágrimas, su hambre y su sueño son divinos y son, por eso, nuestra redención. «A partir de la profecía de Simeón, María une de modo intenso y misterioso su vida a la misión dolorosa de Cristo: se convertirá en la fiel cooperadora de su Hijo para la salvación del género humano»[7].