Evangelio (Lc 1, 57-66)
Entretanto le llegó a Isabel el tiempo del parto, y dio a luz un hijo. Y sus vecinos y parientes oyeron que el Señor había agrandado su misericordia con ella y se congratulaban con ella. El día octavo fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías. Pero su madre dijo:
—De ninguna manera, sino que se llamará Juan.
Y le dijeron:
—No hay nadie en tu familia que tenga este nombre.
Al mismo tiempo preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase. Y él, pidiendo una tablilla, escribió: «Juan es su nombre». Lo cual llenó a todos de admiración. En aquel momento recobró el habla, se soltó su lengua y hablaba bendiciendo a Dios. Y se apoderó de todos sus vecinos el temor y se comentaban estos acontecimientos por toda la montaña de Judea; y cuantos los oían los grababan en su corazón, diciendo:
—¿Qué va a ser, entonces, este niño?
Porque la mano del Señor estaba con él.
PARA TU ORACION EN EL DIA DE HOY
«¿QUÉ VA A SER, entonces, este niño?» (Lc 1,66). Los amigos de Zacarías e Isabel en su pequeña aldea están sobrecogidos. Están sucediendo cosas maravillosas alrededor del nacimiento de Juan. La expectación crece a cada instante. Su padre acaba de recuperar el habla y todas sus palabras son de alabanza y bendición a Dios. Zacarías no puede esconder su alegría y su agradecimiento. Quienes le rodean, intuyen la obra divina en todos estos sucesos, así que no quieren perderse nada; graban todas las palabras en lo más profundo de su alma.
En aquel pueblo «oyeron la gran misericordia que el Señor le había mostrado» a Isabel (cfr. Lc 1,58). En esta Navidad que ya tenemos a las puertas, nosotros también queremos oír nuevamente las misericordias de Dios, lo bueno que es, cuánto nos quiere y cómo desea salvarnos y librarnos del pecado. Podemos pedir a los parientes de María que nos ayuden a afinar el oído, a disponernos lo mejor posible para acoger el don maravilloso de la redención. En el ambiente navideño de estos días, no queremos dejar de escuchar la suave voz de Jesús. «Guardemos silencio y dejemos que ese Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus palabras sin apartar la mirada de su rostro. Si lo tomamos en brazos y dejamos que nos abrace, nos dará la paz del corazón que no conoce ocaso»[1].
En el evangelio de hoy vemos que acaba de nacer el precursor. Él no es el Mesías y lo sabe. Algunos se lo preguntarán expresamente. Y sabemos que siempre responde lo mismo: «Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). A veces no nos resulta fácil dejar obrar al Señor. No es sencillo aprender a quitarnos de en medio. Seguramente nos hemos implicado en la misión apostólica y quizá hemos rezado mucho por alguna persona en concreto. Sin embargo, el verdadero apóstol sabe estar en segundo plano, sabe que no es imprescindible, no quiere ser el protagonista principal; lleva el mensaje de Cristo a las almas y no el suyo propio. Le podemos pedir a san Juan Bautista que nos ayude a ser, como él mismo lo fue, buenos precursores de la llegada de Jesús a la vida de tantas personas que nos rodean.
DISFRUTAR de algo significa apreciar los frutos que produce. El apóstol siempre ve frutos, porque sabe que nada de lo que hace en unión con Jesucristo cae en saco roto. Siempre disfruta de la misión, aunque no se vea el resultado. El modo en que Dios ha realizado la redención es misterioso. Su nacimiento, que celebraremos en breve, ha sucedido sin que lo supiera casi nadie. Y Juan es un buen precursor porque hace lo mismo que Jesús: es discreto, sencillo, no se da importancia. Como dice san Agustín: «Vio dónde estaba la salvación, comprendió que él era sólo una antorcha y temió ser apagado por el viento de la soberbia»[2].
Ocultarse y desaparecer llena de paz el alma del apóstol porque quien vive así se sabe instrumento. Es consciente de que no carga con todo el peso. En los buenos momentos reconoce que Dios es quien lo ha hecho. En los malos, no se inquieta porque sabe que Dios lo arreglará. Y eso no le quita ilusión ni espontaneidad. Sí le quita, por el contrario, tensión, angustia y rigidez. Podemos decirle al Señor, cada vez que pensemos que algo se nos escapa de las manos, que confiamos en Él; que no queremos nada para nosotros, sino que estamos dispuestos a ser el canal por el que haga llegar su felicidad a otros.
Muchos santos se han visto inclinados a vivir esta humildad. Desean imitar a Jesús y buscar solo, como Él, la gloria de Dios. San Josemaría relaciona ambas actitudes. Podría parecer que desaparecer es retirarse, abandonar la misión, pero no es así. Lo vemos claro en la vida de Juan el Bautista y en todos los santos: siendo humildes, no se han desentendido de las almas que estaban cerca. Por eso san Josemaría podía decir: «He sentido en mi alma, desde que me determiné a escuchar la voz de Dios –al barruntar el amor de Jesús–, un afán de ocultarme y desaparecer; un vivir aquel illum oportet crescere, me autem minui (Jn 3,30); conviene que crezca la gloria del Señor, y que a mí no se me vea»[3]. Otras veces lo decía de forma más resumida: «Ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca»[4].
JUAN también fue por delante de Cristo cuando llegó el momento de dar la vida. Tuvo que suponer una gran alegría para él ver cómo sus discípulos encontraban al Mesías, y cómo se quedaron con él. Al ser apresado y ajusticiado, tal vez pensó que todo aquello merecía la pena para cumplir la voluntad de Dios, pero ignoraba que el mismo Mesías seguiría sus huellas en poco tiempo. El Bautista es el mayor de los nacidos de mujer (cfr. Mt 11,11) y, sin embargo, ha vivido tratando de pasar oculto. Si el nombre Juan significa favorecido por Dios, podemos decir que al que se oculta, Dios le hace feliz, le da paz, le hace disfrutar. La carga se hace suave y el peso ligero.
El plan de Dios se realiza de esta forma, en silencio y sin que muchos se den cuenta. Nos interesa que Cristo reine y Él ya ha decidido el modo en que va a hacerlo: desde la cruz, desde el dolor que implica cargar con los pecados de todos los hombres. Se ha cumplido la profecía sobre la humildad divina llevada al límite: «El inclinarse de Dios ha asumido un realismo inaudito y antes inimaginable. El Creador que tiene todo en sus manos, del que todos nosotros dependemos, se hace pequeño y necesitado del amor humano. Dios está en el establo. En efecto, ¿de qué otro modo podría aparecer más grande y más pura su predilección por el hombre, su preocupación por él? Porque nada puede ser más sublime, más grande, que el amor que se inclina de este modo, que desciende, que se hace dependiente»[5].
A la Virgen María, la humilde mujer de Nazaret que ha querido que Jesús sea siempre el protagonista, le pedimos que nos ayude a ser instrumentos eficaces y discretos en las manos del mejor artesano de la historia.