"Hago todos los días mi "ratito" de oración: ¡si no fuera por eso!" (Camino, 106)

18 de diciembre de 2022

Ven, Señor, ¡no tardes!

 



Evangelio (Mt 1,18-24)


La generación de Jesucristo fue así: María, su madre, estaba desposada con José, y antes de que conviviesen se encontró con que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo.


José, su esposo, como era justo y no quería exponerla a infamia, pensó repudiarla en secreto. Consideraba él estas cosas, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo:


—José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.


Todo esto ha ocurrido para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del Profeta:


Mirad, la virgen concebirá y dará a luz un hijo,


a quien pondrán por nombre Emmanuel —que significa Dios-con-nosotros.


Al despertarse, José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado, y recibió a su esposa. Y, sin que la hubiera conocido, dio ella a luz un hijo; y le puso por nombre Jesús.


Para tu oración


LA VIRGEN MARÍA había escuchado llena de sorpresa las palabras del ángel: «Darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús» (Lc 1,31). Pero ella, en lugar de quedarse paralizada ante el plan divino que venía a cambiar su presente y su futuro, exclamó con una serena convicción: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Nos llena de admiración que unas palabras tan sencillas sean la puerta por la que Dios haya querido entrar en nuestro mundo, y también sean la puerta por la que entramos a esta semana de Navidad. «“He aquí”, son las palabras clave de la vida. Marcan el pasaje de una vida horizontal, centrada en uno mismo y en las propias necesidades, a una vida vertical, elevada hacia Dios. “He aquí” supone estar disponible para el Señor, es la cura para el egoísmo, el antídoto de una vida insatisfecha, a la que siempre le falta algo»[1].


«Pues bien, el propio Señor os da un signo. Mirad, la virgen está encinta y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Emanuel» (Is 7,14), había dicho el profeta Isaías. Una humilde mujer se transforma en Madre de Dios; un pueblo casi desconocido pasa a ser la cuna del Mesías. Así actúa Dios. También en nosotros, una respuesta aparentemente pequeña, llena de fe, puede convertir nuestra vida cotidiana en una gran obra divina. En los momentos más sencillos de nuestro día a día podemos decirle sí a Dios que viene: en el encuentro fortuito con un amigo, en el a veces monótono avance de las horas de trabajo, o en una agradable velada familiar.


Quizás en estos últimos días de Adviento nos hemos entretenido haciendo algunos retoques a nuestros belenes. Hemos movido una oveja que se había descarriado y que miraba en dirección opuesta al Niño, o hemos procurado que el musgo reseco de la pradera junto al establo adquiera un verdor más acogedor. Son pequeños gestos que queremos que sean una imagen de la fe con la que deseamos responder a las llamadas constantes y sutiles de Dios. Ven, Señor, ¡no tardes! Te necesitamos y queremos preparar con cariño tu venida.


«¿QUIÉN podrá subir al monte del Señor? ¿Quién podrá estar en su lugar santo?» (Sal 24,3). Estas palabras llenas de expectativa expresan uno de los más profundos anhelos del salmista: habitar en la casa de Dios y contemplar su rostro. Sin embargo, el pueblo de Israel sabía que se trataba de un deseo imposible de colmar. Es más, consideraba que quien veía a Dios moría de inmediato, ya que el ser humano no sería capaz de resistir la contemplación de tanta grandeza. Por eso nos sorprende tanto que Dios todopoderoso haya querido mostrar su rostro en la figura tierna de un niño. Desearíamos estos días acercarnos a Belén con dos sentimientos que se complementan: la reverencia ante el misterio y el cariño que lo acoge en el calor de un hogar.


Dios ha sido mucho más generoso de lo que podría haber imaginado el corazón humano. No solo ha querido mirarnos desde el cielo con cariño y visitarnos durante un tiempo: Dios se ha hecho uno como nosotros y se ha implicado tanto en su viña que nos ha llegado a decir: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto» (Jn 15,5). Todo se puede nutrir de la savia que Cristo nos da en sus sacramentos, en la oración, en su compañía permanente. Él ha querido vivir una vida humana, para que nuestra vida humana adquiera una dimensión divina.


«Jesús nació en una gruta de Belén, dice la Escritura, “porque no hubo lugar para ellos en el mesón”. No me aparto de la verdad teológica si te digo que Jesús está buscando todavía posada en tu corazón»[2]. Cada día gozamos de la oportunidad de seguir esta sugerencia de san Josemaría y de abrirle nuestro corazón a Jesús. La fe no se reduce a un conjunto de verdades, ni tampoco se trata de unas normas abstractas que debemos seguir. Creer en Dios es, primero, acoger a su Hijo en nuestro interior y compartir con él toda nuestra vida. En definitiva, convertir nuestra alma en Belén. Si gracias al cariño de María y de José, y al calor de unas pocas ovejas, pudo sentirse a gusto en la pobreza de aquel establo… ¿Por qué no va a sentirse también dichoso en nuestros corazones, si intentamos regalarle las alegrías y las contrariedades de cada una de nuestras jornadas?


«CIELOS, DESTILAD desde lo alto; nubes derramad al Justo; ábrase la tierra y brote el Salvador» (Is 45,8). La antífona de entrada de este cuarto domingo de Adviento expresa la necesidad que sentimos de un Dios que nos salve. En muchas ocasiones, nuestra oración consistirá en manifestar desde lo más profundo de nuestro corazón esas ansias de Dios. Tanto cuando palpamos nuestras limitaciones y sentimos el dolor de nuestras heridas, como cuando experimentamos alegrías en pequeños detalles, queremos que todo sea impregnado por el amor de Dios. Nos damos cuenta de que una vida con él es radicalmente distinta a una existencia encerrada en nosotros mismos.


El Hijo ha querido hacerse hombre para salvarnos. Y esa salvación solo se explica desde el gran amor de su Padre por nosotros. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito. Para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Al contemplar al Niño de Belén, ¿cómo no estar seguros del amor que siente Dios por nosotros y de su cuidado amoroso? En todos los acontecimientos que forman parte de nuestra existencia podemos estar seguros de que Dios nos habla y nos salva.


Podemos imaginar cuánto le habrá costado a nuestra Madre ver nacer a su querido hijo en la pobreza de un pesebre. Pero también en ese acontecimiento tan oscuro ante los ojos de los hombres habrá visto brillar la luz de Dios. «Lo que es verdaderamente grande a menudo pasa desapercibido y el quieto silencio se revela más fecundo que la frenética agitación que caracteriza nuestras ciudades»[3]. Podemos pedirle a ella que nos regale su sensibilidad y su corazón lleno de fe para que también nosotros podamos percibir a Dios en todos los detalles de nuestra vida. De este modo, así como san Juan el Bautista saltó de gozo en el vientre de su madre ante la presencia de la Virgen embarazada, así nosotros nos llenaremos de alegría al recordar el nacimiento de Jesús.