«VEN, Señor, y no tardes»[1]. El Adviento es tiempo de esperanza porque la salvación está cerca, es inminente. «Ya viene el Señor, nuestro Dios, con todo su poder»[2]. El cristiano vive del tesoro de la esperanza. El autor sagrado la define como «segura y firme ancla de nuestra alma» (Hb 6,19). El ancla permite al barco aferrarse al fondo del mar, fija su posición, no tiene que preocuparse de la corriente e impide que el barco sea arrastrado a la deriva. La esperanza cristiana se fundamenta en las promesas de Dios, en su amor incondicional, y no tanto en nuestras fuerzas o posibilidades. «Es una esperanza nueva, viva, que viene de Dios. No es un mero optimismo, no es una palmadita en la espalda o unas palabras de ánimo de circunstancia, con una sonrisa pasajera. No. Es un don del Cielo, que no podíamos alcanzar por nosotros mismos»[3].
Cuando el pueblo judío vivía exiliado en Babilonia, los profetas mantenían la esperanza y el ánimo de los exiliados con el anuncio de una próxima liberación. En la primera lectura escuchamos hoy al profeta Isaías que invita al pueblo a mantener encendida la llama de una esperanza fundada en Dios, ya que solo él puede salvar: «Yo soy el Señor, y no hay ningún otro (...). Pues Yo soy Dios y nadie más» (Is 45,6-7.22). Gracias al poder del Señor «será justificada y glorificada toda la estirpe de Israel» (v. 25).
La virtud de la esperanza nos protege del vaivén del desaliento y nos sostiene en los momentos en los que la tormenta amenaza con llevarse todo por delante. Cuando el corazón vive de esperanza cierra el camino a la lamentación estéril y nos hace capaces de logros que parecían inalcanzables. Con ella podemos sobrellevar las mayores pruebas. «Hace ya bastantes años –señala san Josemaría–, con un convencimiento que se acrecentaba de día en día, escribí: espéralo todo de Jesús: tú no tienes nada, no vales nada, no puedes nada. Él obrará, si en Él te abandonas. Ha pasado el tiempo, y aquella convicción mía se ha hecho aún más robusta, más honda. He visto, en muchas vidas, que la esperanza en Dios enciende maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene palpitante el corazón, sin desánimos, sin decaimientos, aunque a lo largo del camino se sufra, y a veces se sufra de veras»[4].
LA ESPERANZA se manifiesta en el deseo de dejar actuar a Dios en nuestra vida. Isaías le recuerda al pueblo del exilio que es Dios quien hace todas las cosas, «el que produce la luz y crea las tinieblas, el que hace la paz y crea la desdicha» (Is 45,7). La salida de Babilonia no fue fruto de una revuelta o de una inteligente estrategia política o militar. Dios abrió los caminos cuando el tiempo estuvo maduro.
De igual manera sucede en nuestra vida. Es el Señor, con su acción misericordiosa, quien trae la salvación a nuestra tierra, porque «el Señor otorgará bienes» y «sus pasos abrirán camino» (Sal 85,13-14). Él es el protagonista principal y quien escribe –contando con nuestra libertad– el guion de nuestra historia. Dios desea que pongamos de nuestra parte lucha e ilusión, pero que no olvidemos, al mismo tiempo, que todo depende de él, «porque sin Mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). «Si alguna vez te parece que el horizonte se cierra y se junta la tierra con el cielo, mira al cielo –aconsejaba san Josemaría–. Que así harás mucho bien en la tierra: mirando al cielo»[5].
«El fundador de la Obra decía: yo no he inventado nada; es Otro quien lo ha hecho todo; yo he procurado estar disponible y servirle como instrumento»[6]. Estas palabras del cardenal Ratzinger, a propósito de la canonización de san Josemaría, resumen el secreto de la santidad: dejar obrar a Dios, con un abandono real de las tareas y preocupaciones, consintiendo en que él nos vaya llevando por las sendas que prefiera. Con esta disponibilidad, se abren «las puertas del mundo para que Dios pueda hacerse presente, obrar y transformar todo»[7].
Cuando se espera algo o a alguien, es porque se tiene la esperanza de que ese deseo se vea colmado. Pero aguardar exige paciencia y mucha confianza. Dios tiene sus tiempos, que no coinciden siempre con los nuestros. La esperanza va de la mano de la paciencia, que lejos de revelar apatía es manifestación de fortaleza. En palabras de san Agustín, la paciencia es «como una huella de Dios que reside en nosotros»[8], que nos hace capaces de «soportar, llevar a los hombros las cosas no agradables de la vida. También las pruebas; es capacidad de dialogar con los límites»[9].
CUANDO llegan noticias de la predicación de Jesús a la cárcel, Juan envía a dos discípulos para entrevistarse con el Señor y preguntarle: «¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?» (Lc 7,19). Jesús los acoge y, como respuesta, les muestra los frutos de la acción de Dios en las almas: «Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados» (v. 22).
Juan tiene muy clara su misión –preparar el camino al Mesías– y sospecha que su final es cercano. No busca para sí ningún protagonismo. Está dispuesto a menguar para que Cristo crezca (cfr. Jn 3,30). «Tiene la profunda humildad de mostrar en Jesús al verdadero enviado de Dios, poniéndose a un lado para que Cristo pueda crecer, ser escuchado y seguido. La vida cristiana exige, por decirlo así, el martirio de la fidelidad cotidiana al Evangelio, es decir, la valentía de dejar que Cristo crezca en nosotros, que sea Cristo quien oriente nuestro pensamiento y nuestras acciones»[10]. De esta manera, experimentaremos el efecto sanador, transformador y revitalizador de la acción divina en nuestra alma, y seremos buenos instrumentos en sus manos.
«Mirad el ejemplo de San Juan Bautista –nos hacía meditar san Josemaría–, cuando envía a sus discípulos a preguntar al Señor quién es. Jesús les contesta haciéndoles considerar todos aquellos milagros. Ya recordáis este pasaje; desde hace más de cuarenta años lo he enseñado a mis hijos para que lo mediten. Estos milagros sigue haciéndolos ahora el Señor, por vuestras manos: gentes que no veían, y ahora ven; gentes que no eran capaces de hablar, porque tenían el demonio mudo, y lo echan fuera y hablan; gentes incapaces de moverse, tullidos para las cosas que no fueran humanas, y rompen aquella quietud, y realizan obras de virtud y de apostolado. Otros que parecen vivir, y están muertos, como Lázaro: “Iam foetet, quatriduanus est enim”.
»Vosotros, con la gracia divina y con el testimonio de vuestra vida y de vuestra doctrina, de vuestra palabra prudente e imprudente, los traéis a Dios, y reviven. Tampoco os podéis maravillar entonces: es que sois Cristo, y Cristo hace estas cosas por vuestro medio»[11]. «Todas las cosas grandes, que el Señor quiere hacer a través de nuestra miseria, son obra suya (...). El fruto no es nuestro (...); no puede dar peras el olmo. El fruto es de Dios Padre, que ha sido tan padre y tan generoso que lo ha puesto en nuestra alma»[12].
María es nuestra esperanza. La llamamos así porque ella es el camino seguro para que Dios pueda seguir realizando en nuestro mundo sus maravillas. La humilde mujer de Nazaret continúa su misión desde el cielo y nos sugiere constantemente que dejemos a la gracia de Dios actuar en nuestros corazones: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5).