Evangelio (Jn 1,43-51)
En aquel tiempo, determinó encaminarse hacia Galilea y encontró a Felipe. Y le dijo Jesús:
— Sígueme.
Felipe era de Betsaida, la ciudad de Andrés y de Pedro. Felipe encontró a Natanael y le dijo:
— Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los Profetas: Jesús de Nazaret, el hijo de José.
Entonces le dijo Natanael: — ¿De Nazaret puede salir algo bueno?
— Ven y verás — le respondió Felipe.
Vio Jesús a Natanael acercarse y dijo de él:
— Aquí tenéis a un verdadero israelita en quien no hay doblez.
Le contestó Natanael: — ¿De qué me conoces?
Respondió Jesús y le dijo: — Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.
Respondió Natanael: — Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel.
Contestó Jesús:
— ¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores verás.
Y añadió:
— En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre.
PARA TU ORACION
MAÑANA celebraremos la Epifanía. Los Magos de Oriente hacen un largo viaje buscando al Niño. Al encontrarle en Belén «le adoraron; abrieron sus tesoros y le ofrecieron presentes» (Mt 2,11). Los Magos entregan a María y José unos regalos que están cargados de significado. La Tradición ha interpretado que el oro simboliza la realeza del recién nacido, el incienso su divinidad y la mirra su muerte redentora: Rey, Dios y Salvador. Este Niño, encarnación del Creador, viene a morir por nosotros.
Desde la cuna está ya incoada la cruz. En cierto sentido se puede atisbar esa relación comparando unas palabras de san Lucas al inicio y al final de su evangelio. Ante el nacimiento, señala: «Y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el aposento» (Lc 2,7); y, en el momento de la muerte, escribe: «Lo descolgó, lo envolvió en una sábana y lo puso en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido colocado todavía» (Lc 23,53). El cuerpo de Jesús es recostado dos veces: en el pesebre y en el sepulcro. También en la primera carta de san Juan que estamos leyendo estos días en la Misa se expresa, de manera distinta, el mismo misterio: «En esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros» (1Jn 3,16). Esta afirmación tiene la fuerza del testigo directo: Juan estuvo en el Gólgota, vio cómo el Maestro se abrazaba a la cruz, palpó de primera mano su amor hasta el último suspiro. Juan sabe que el amor de Cristo no son solo palabras.
«También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos», añade, a continuación (1Jn, 3,16). Estas palabras de la liturgia de hoy señalan el camino que los discípulos de Jesús hemos de seguir. Nos confiaba san Josemaría: «¡Con cuánta insistencia el Apóstol San Juan predicaba el mandatum novum! –“¡Que os améis los unos a los otros!”–. Me pondría de rodillas, sin hacer comedia –me lo grita el corazón–, para pediros por amor de Dios que os queráis, que os ayudéis, que os deis la mano, que os sepáis perdonar. –Por lo tanto, a rechazar la soberbia, a ser compasivos, a tener caridad; a prestaros mutuamente el auxilio de la oración y de la amistad sincera»[1].
«HIJOS MÍOS, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. En esto conoceremos que somos de la verdad» (1 Jn 3,18), dice san Juan en su carta. «El amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo (...). El modo de amar del Hijo de Dios lo conocemos bien, y Juan lo recuerda con claridad. Se basa en dos pilares: Dios nos amó primero (cfr. 1Jn 4,10.19); y nos amó dando todo, incluso su propia vida (cfr. 1Jn 3,16). Un amor así no puede quedar sin respuesta. Aunque se dio de manera unilateral, es decir, sin pedir nada a cambio, sin embargo inflama de tal manera el corazón que cualquier persona se siente impulsada a corresponder, a pesar de sus limitaciones y pecados»[2].
Movidos por la fuerza del amor de Jesús, los primeros discípulos salen inmediatamente a contar a sus amigos y familiares el encuentro que han tenido. Así vemos a Andrés que, después de pasar un día en el Jordán en su compañía, llevó a su hermano Simón hasta donde estaba Cristo (cfr. Jn 1,42). El evangelio de hoy, por su parte, nos narra el encuentro de Felipe con Jesús y su reacción inmediata al tropezarse con su amigo Natanael. Felipe «le dice: Aquel de quien escribieron Moisés en la ley y los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret» (Jn 1,45). Ante la indiferencia de Natanael, que considera Nazaret un pueblo insignificante, que no estaba ni siquiera citado en la Escritura, «Felipe le contestó: ven y verás» (Jn 1,43-51).
Llevar a las personas hacia su encuentro personal con Jesús es quizá la manifestación más grande de amor. Felipe no se puede contener después de haber escuchado de labios del Maestro la llamada: «Sígueme» (Jn 1,43). El fuego de su corazón le pide que hable, que anime, que comparta esa alegría que le llena. Necesita contarle a Natanael que –sin saber muy bien cómo, ni por qué motivo– le ha tocado inesperadamente el mayor de los regalos.
A SAN JOSEMARÍA le gustaba recordar que el Señor hace las cosas «antes, más y mejor» de lo que nosotros pensamos. Su bondad infinita supera nuestras expectativas y nuestros sueños. Sus discípulos partimos de esta seguridad a la hora de dar testimonio de nuestra fe. No hacemos una labor nuestra: las almas son suyas, nosotros sencillamente trabajamos para su viña. Felipe habla con su amigo porque está convencido de que Jesús no defrauda a nadie y esta es también nuestra certeza. Sabemos bien que es Jesús quien atrae a las almas, es la experiencia de la vida con el Señor la que transforma la vida. Del mismo modo que nos ha sucedido a nosotros, confiamos en que las personas que amamos también serán ganadas por Él. Esa es la esperanza que nos impulsa al apostolado.
Los discípulos «desde aquel día se transformaron en “testimonios” tan apresados por el amor (cf. Flp 3,12) hacia su Maestro y por la belleza seductora de su mensaje que se hallaron dispuestos a afrontar incluso la muerte, con tal de no traicionar el compromiso con Él (...). Cristo no sólo continúa dirigiendo a algunos la invitación al don total de sí con una palabra personal y secreta, que despierta ecos profundos en el corazón, sino que sale también al encuentro de todos los hombres, de cada uno de vosotros, para plantearle personalmente la pregunta que dirigió al joven ciego: “¿Crees en el Hijo del Hombre?” (Jn 9,35). A quien responde afirmativamente, Él da el encargo de hacerse testigo en el mundo de esta elección»[3].
Desde su cátedra de Belén, Dios Niño nos abre los ojos con una lección de entrega completa a los demás, haciéndose así de pequeño para atraer a todos. María es testigo de ese amor divino; lo tiene, de hecho, en sus manos.